Buscar
jueves, 18 de abril de 2024 15:30h.

Medicina, salud y sociedad, André Gorz, 1974 (Extractos I, por Federico Aguilera Klink)

 

frase gorz

Al final, todo se reduce a identificar, atacar y eliminar las causas, en lugar de limitarse a curar los síntomas. A mi, Chema Tante, siempre me ha gustado la expresión "obvio y novedoso", que se aplica a quien dice algo que parece muy sencillo, pero en que nadie había reparado. Esto se podría referir a las reflexiones de André Gorz, sobre las enfermedades del género humano. Claro que el tipo lo dijo en 1974, pero nadie, salvo alguna gente visionaria, le hizo repajolero caso. Suele ocurrir. Y ahora, en este año 2020 coronavírico, Gorz y sus declaraciones retoman protagonismo. Trágico protagonismo. Durante milenios, la Humanidad se limitó a intentar, con menos que más éxito, a curar los síntomas de sus males físicos. Después, la Ciencia, con sus avances y descubrimientos fue adquiriendo eficacia en sanar los síntomas y empezó -con dudas y titubeos- a encontrar y atacar las causas. Dudas y titubeos enormes, porque para ello, la Ciencia tropieza siempre con los intereses económicos. Y así hemos llegado a este nuevo acto de una tragedia anunciada. Lo decía Gorz y lo ha dicho mucha y muy calificada gente: las enfermedades, además de sus causas específicas, se deben a otras generales, que tienen que ver con la degradación ambiental. La Humanidad se ha dedicado a destrozar su hábitat, a romper el equilibrio natural y a atiborrarse de antibióticos y demás fármacos - quienes han podido pagarlos, claro- con la consecuencia de lo que estamos viviendo. Nos enfrentamos inermes frente al primer virus que aparezca por la esquina y también a otras patologías, que siguen haciendo sufrir y matando gente. Sea el ébola, la gripe común o el hambre, que esa es otra. Federico Aguilera Klink se ha tomado el trabajo de resumir -en una primera entrega- el capítulo "Medicina, salud y sociedad"  del libro de Gorz "Ecología y política". Y ojalá este esfuerzo sirviera para que mucha persona influyente se enterara de que la Covid-19, y muchas otras enfermedades, además sus causas particulares, comparten otras definitivas, íntimamente relacionadas con la acción destructiva de una economía ecocida y genocida.

Medicina, salud y sociedad, André Gorz, 1974 (Extractos I, por Federico Aguilera Klink)

Escrito en 1974 y publicado como capítulo III del libro (recopilatorio) Ecología y política, Ed. Viejo Topo, 1980.

Versión electrónica:

https://archivo.argentina.indymedia.org/uploads/2009/07/medicina__salud_y_sociedad__andre_gorz_.pdf

 

Cada vez hay más médicos y cada vez hay más enfermos.

Las enfermedades epidémicas más extendidas son enfermedades degenerativas, de civilización, que la medicina no sabe prevenir ni curar: cáncer, enfermedades cardiovasculares, etc. Todo indica que estas están ligadas a nuestro modo y a nuestro medio de vida.

La medicina misma contribuye a la multiplicación de las enfermedades pues está encargada de atenuar los síntomas que hacen plegarse a los enfermos inadaptados al papel que la sociedad les otorga. Tratando las enfermedades como anomalías accidentales e individuales, la medicina oculta las razones estructurales, que son sociales, económicas y políticas.

 Disponer de buena salud es estar en condiciones de asumir la enfermedad, lo mismo que la pubertad, el envejecimiento, el cambio, la angustia de la muerte... Sin embargo la hipermedicación dispensa o impide al individuo de asumir todo esto. Multiplica el número de enfermos. Es lo que Illich llama la yatrogénesis estructural: es decir la generación estructural de la enfermedad por la institución médica.

Los fundamentos de la salud son extramédicos, a saber: la reconciliación de los individuos con su trabajo, su entorno y su comunidad. Nos declaramos enfermos más rápidamente, cuanto más ajenos y fastidiosos nos aparecen nuestra vida y nuestro trabajo. En este sentido es en el que esta sociedad es patógena: multiplicando los factores objetivos de morbilidad (por ejemplo las enfermedades degenerativas), socava los fundamentos existenciales de la salud.

Por esta razón, en una perspectiva revolucionaria la salud y el problema de la salud deben ser desmedicalizados: ambos son objeto no del médico y de la medicina, sino de la higiene:

 La medicina, en efecto, es el conjunto de cuidados y tratamientos codificados que concede a la gente un cuerpo de profesionales especializados.

 La higiene es el conjunto de conductas y de reglas que la gente observa por sí misma para conservar o recobrar la salud.

 Cuando el saber médico entra en la cultura popular, origina conductas de higiene que le confieren una eficacia máxima: lavarse las manos, purificar el agua, variar la alimentación, hacer ejercicio, etc. Entre la higiene y la medicina existe la misma diferencia que entre la cultura popular y la cultura elitista. Según Illich, el saber médico eficaz consiste, en sus nueve décimas partes, en tratamientos simples y poco costosos, al alcance de cualquier profano interesado, con tal que sepa leer unas instrucciones. Sin embargo, la mayor parte de los gastos médicos está consagrada a grandes tratamientos, costosos y cuya eficacia no está probada.

 El objetivo de este trabajo es incitar a la gente no a rechazar todos los medicamentos y cuidados médicos, sino a “recuperar el poder sobre la enfermedad, sobre el propio cuerpo y sobre el espíritu, denunciando todo lo que en su vida cotidiana les convierte en enfermos: la escuela, la fábrica, el chalé a plazos, la pareja, etc.”

  1.  Medicina y enfermedad

 Desde hace una decena de años, la medicina genera más enfermos de los que cura. Se ha convertido en la más despilfarradora, contaminante y patógena de todas las industrias. Pretendiendo parchear caso por caso, individuo por individuo, en poblaciones cada vez más enfermizas, oculta las causas profundas de sus enfermedades, que son sociales, económicas y culturales. Pretendiendo aliviar todos los sufrimientos y angustias, olvida que en última instancia, los individuos están destrozados en su cuerpo y en su psiquismo por el modo de vida. La medicina, ayudándoles a soportar lo que les destruye, contribuye finalmente a esta destrucción.

 Profesionales o profanos ¿no atribuimos corrientemente a la medicina la rápida elevación de la esperanza de vida: veinte años en la época de Cristo, veintinueve años en 1750, cuarenta y cinco años en 1900, y setenta años en la actualidad? ¿No atribuimos corrientemente a Pasteur y a Kock, a las vacunas, a la quimioterapia y a los antibióticos la regresión de las enfermedades infecciosas y la progresión de la longevidad? ¿No tenemos por evidente que el estado de salud de un pueblo depende del número de médicos y de camas de hospital de que dispone, de la cantidad de atenciones y de medicamentos que consume? Pues bien, todo eso es falso: la eficacia curativa de la medicina es y ha sido siempre reducida. Ya es hora de colocarla en el lugar que le corresponde.

 Las enfermedades aparecen y desaparecen en función de factores relacionados con el medio, la alimentación, el hábitat, el modo de vida y la higiene. Así, la desaparición del cólera y del tifus, la casi desaparición de la tuberculosis, de la malaria, de la peste, son debidas no al progreso de la terapia, sino al tratamiento del agua potable, a la generalización del alcantarillado, a las mejores condiciones de trabajo, de vivienda y de alimentación, a la desecación de las tierras pantanosas, al empleo del jabón, de las tijeras y del algodón esterilizados por parte de las comadronas. Los médicos han contribuido al desarrollo de estas prácticas; pero éstas no lograron toda su eficacia hasta que la higiene y la asepsia (como la contracepción) dejaron de ser técnicas médicas para convertirse en costumbres de todo el mundo. No es la medicina la que asegura la salud sino la “higiene” (hygieia) en su sentido original: conjunto de reglas y condiciones de vida.

 Hay dos factores que tienen un efecto positivo muy potente sobre la elevación de la esperanza de vida: las conducciones de agua potable y la alfabetización. Estos dos factores por sí solos explicarían el 85,8 % de las disparidades de esperanza de vida en el mundo.

 A la vista de estos datos, no puede uno dejar de preguntarse a cuento de qué viene, en todos los países industrializados, la expansión fulminante (entre un 10 y un 15 anual, en moneda constante) de los gastos sanitarios.

¿Qué sentido tiene la carrera por aumentar el número de médicos, el número de camas de hospital, y la producción de medicamentos? Si los americanos que gastan 320 dólares por persona y año en cuidados médicos no se encuentran mejor que los jamaicanos que gastan 9,60 dólares ¿por qué derrochan su dinero? ¿Y por qué atacar con grandes medios (y sin mucho éxito) las enfermedades antes que eliminar las causas?

 Una de las claves a estas preguntas se encuentra en el siguiente hecho: en los países ricos más de las tres cuartas partes de los gastos asistenciales, se dirigen no a curar enfermedades, sino a cuidar una salud que se cree o se teme amenazada. El fin ya no es restablecer sino preservar y mejorar. Y como no existe límite a las mejoras, se ofrece un mercado inagotable a los fabricantes de “protectores”, ayudas, rejuvenecedores, fortificantes, tranquilizantes, etc.

La medicina se ha convertido en una industria hipertrofiada; sus fábricas, sus burocracias, sus empresarios, ingenieros y encargados, se han apoderado de todo lo que se relaciona con la salud y la enfermedad, expropiando a los individuos de ambas: la gente es incitada a ponerse en manos de “los que saben”; la curación, el equilibrio físico y psíquico ya no se obtiene por el “arte de vivir”, la “virtud” y la “higiene” (hygieia) en el sentido clásico, sino por constantes intervenciones técnicas. Los ordenadores de estas intervenciones han convencido a la gente de que para vivir, sobrevivir, curar o soportar sus males tienen necesidad de rodearse de una especie de burbuja terapéutica tratada químicamente, aseptizada, tranquilizada, estimulada, regulada, y permanentemente controlada.

Si la medicina ha logrado colocar a todo el mundo bajo su dependencia, se debe a que esta sociedad fundamentalmente patógena ha producido una población fundamentalmente enfermiza. Los profesionales de la salud, lejos de atacar las causas profundas del mal, se limitan a censar y a acosar los síntomas, ofreciendo a la gente atenuar su malestar, ocultar su sufrimiento, desembarazarles de su angustia y preservarles de lo peor. La medicina se convierte entonces en el ritual técnico de una asunción que aumenta, de hecho, el encantamiento y la magia (rebautizadas como “sugestión”, “placeboterapia”, “aseguración”, etc.) y que mina la capacidad de las personas aún más radicalmente de lo que lo hacían los sacerdotes. “Medicalizados”, los individuos dejan de considerar como natural el hecho de caer enfermos y de curarse, de envejecer y de morir. “En nuestros días, dice Illich, ya no se lo lleva a uno la muerte, sino una enfermedad de la que “habría podido” ser “salvado-; ya no se cura uno cuando está enfermo, sino que es “curado”; ya no se está sano sino bien curado, bien preservado contra la infinidad de trastornos, cuyos signos no dejan de acechar.

Es por esta medicalización de la salud, más aún que por la medicalización de la enfermedad, por lo que la medicina acaba por convertir en enfermos a gente que, sin ella, se considerarían sanos. Decir que la medicina convierte en enfermos a más gente de la que cura, no es una exageración retórica. Objetar de antemano que los riesgos a los que os expone la medicina son poca cosa, en comparación con los que os harían correr las enfermedades que os amenazan, es desconocer un hecho esencial: en el 90 % de los casos los enfermos se curan (o pueden curarse) sin intervención terapéutica. Según el informe ya citado de los National Institute of Health, el 60 % de los medicamentos y del 80 al 90 % de los antibióticos son administrados erróneamente.

Según Illich, “El individuo que aprendía viendo y haciendo; que se desplazaba por sus propios medios; que engendraba y criaba a sus hijos; que curaba y atendía su salud y la de los demás ha dejado sitio al individuo vehiculado por transportes a motor, parido en una sala de hospital, educado en la escuela y atendido por profesionales de la sa- lud”. Se ha convertido así en tributario para poder atender todas sus necesidades de bienes y servicios mercantiles, cubiertos por aparatos institucionales que escapan a su control y a su alcance, y que engendran la dependencia, la escasez y la frustración:

-la creciente velocidad de los vehículos paraliza nuestros transportes y nos hace perder más tiempo que en ninguna otra época;

-la quimiquización de la agricultura destruye los equilibrios fundamentales que no son más que ecológicos, y coloca al mundo en el umbral de nuevas hambres;

-la escolarización de la enseñanza destruye la posibilidad de aprender por nosotros mismos y nos priva incluso del deseo de hacerlo;

-la generalización del sistema salarial y de la gran producción mercantil nos hace incapaces de producir según nuestras necesidades, de consumir según nuestros deseos, de definir y de llevar la vida que queremos;

-la invasión médico-farmacéutica, finalmente, nos hace cada vez más débiles y destruye la salud en sus resortes más profundos.

Hemos llegado al fondo del problema: en una sociedad patógena, la salud es también una tarea política. Así como una institución especializada (la escuela) no puede educar realmente cuando la vida social (metro-trabajo-dormir) deja de ser educativa, la medicina no puede dar la salud cuando el modo y el medio de vida la degradan. Los antropólogos y los epidemiólogos lo saben de sobra: los individuos no solamente enferman a causa de algún ataque exterior y accidental, curable mediante cuidados técnicos: enferman también, aún más frecuentemente, por la sociedad y la vida que llevan. Una medicina que pretende tratar las enfermedades sin preocuparse de su génesis social no puede tener más que una función social muy equivocada. En el mejor de los casos, es una actividad caritativa por la cual el médico ocupa, más allá de su propio lugar, el sitio vacío del sacerdote. Y en el peor de los casos, es una industria que ayuda a los enfermos a continuar con su malsana forma de vida, en provecho de los fabricantes de todo tipo de venenos.

 

* La casa de mi tía agradece el esfuerzo de Federico Aguilera Klink

ANDRÉ GORZ RESEÑA

 

 

MANCHETA 21