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viernes, 29 de marzo de 2024 00:12h.

Abuelos, nietos, alegrías, soledades… - por Nicolás Guerra Aguiar

 Una imagen muy frecuente en las calles es la de abuelos empujando carritos nietiles, ya a ritmo lento de paseo o casi al trote, pues se acerca la hora del biberón o de los primeros purés...





 

Abuelos, nietos, alegrías, soledades… - por Nicolás Guerra Aguiar

  Una imagen muy frecuente en las calles es la de abuelos empujando carritos nietiles, ya a ritmo lento de paseo o casi al trote, pues se acerca la hora del biberón o de los primeros purés. Y ya es normal que dos de ellos se encuentren de frente y paren para saludarse y hablar. Empezarán por indirectas referencias a sus nietos para terminar exagerando sus facultades mentales, auditivas, de sorprendentes creatividades –“¡y eso que solo tiene once meses y veintidós días!”- y, por supuesto, físicas: “Sí, -dirá alguno con pleno regocijo-, este va a ser un leño de mayor. La ropa que mi hija le había comprado para cuando tuviera añito y medio es la que le está poniendo, ha crecido mucho”.  Obviamente, el niño tan “desenrollado” y cuerpo casi atlético a sus once meses y veintidós días tiene un aire con el abuelo, claro, la mirada es de persona inteligente: “Sí, ya me lo habían dicho, que se parece mucho a mí. Chacho, me voy, tiene que comer. Ya ves, ¡para esto me jubilé, qué feliz soy!”.

  También se encuentran en las paradas de las guaguas escolares. Llevan la mochila del niño. Y como ya conoce a otros, hay cierta confianza para exaltar las virtudes intelectuales del infante, ajeno a la trascendencia universal que el destino le tiene reservada. El niño es –“y no es porque lo diga yo, lo dice la maestra”- muy espabilado. A su edad ya sabe leer en inglés, ¡y hace cada pregunta!... La señorita dice que debería estar dos cursos más adelantado. Por eso a veces se aburre, y se le va el baifo mirando a los celajes. En el test sacó una nota muy alta, y eso que parece despistado. “Yo se lo digo siempre: mi niño, estudia mucho para que seas un hombre de provecho. Y me está haciendo caso, claro, ¡como nos llevamos tan bien!... Por las tardes lo llevo a judo y tres días a natación. Y dos veces en semana a clases particulares de inglés, y ahora quiere aprender francés, dice que es una lengua muy bonita, ¿dónde habrá oído eso?  Los sábados y domingos me levanto temprano  para llevarlo al club, hace vela, a mí me recuerda a mi abuelo, que tenía una faluga; aunque a veces le ponía el trapo y navegaba, ¡así salió el niño, un marinero!  Ya ves, tuve cuatro hijos machos y a ninguno lo llevé, tenía que trabajar para alimentar seis bocas, que estaba yo solo con estas manos que Dios me dio. Pero ahora sí lo puedo hacer”.

  Las abuelas son más extravertidas, más parlanchinas, e incluso hasta más exageradas. Si me encuentro a una amiga o conocida  paseando a su nieto de un añito y unos pocos meses, hago una apuesta conmigo mismo ¡y siempre la gano!: ¡me enseñará las treinta y dos fotos de cuando el niño cumplió el año, seguro! “Mira, en esta de aquí está con los padres, los tíos y la otra abuela. La del centro soy yo, que solo quiere estar conmigo”. “¿Pero cómo que un año?, me sorprendo teatralmente, ¡pero si parece de tres y pico!”. (Miento a conciencia, pero caigo bien; la pletorizo, aunque ella sabe que ambos exageramos la tira.) Después, el móvil, del que solo sabe manejar lo elemental para decir ¿dígame? y marcar un número. Pero el botón de las fotos, ¡aaaamigo, ese está hasta gastado, de tanto uso! Almacena tantas que algunas hasta se salen por debajo, ya no caben todas. Las tiene  desde que el niño lloró en el hospital por llegar al mundo sin un mísero sobre para abrir una cuenta de ahorro hasta cuando apagó él solito (¡mentirosa, mentirosa!) la velita del primer añito. Y lo hizo (¡trolera, trolera!) porque cuando nació, hasta la matrona se quedó asombrada con la fuerza del llanto (¡embustera, embustera!), ¡qué pulmones!, lleva treinta años en la profesión y no había conocido un niño así (¡anda ya, qué fantasmadaaa! ¡Y no le puedo decir que no me lo creo, carajo!, es una amiga… Me tragaré la bilis, que podrá incluso hasta envenenarme, pero por una amiga-abuela-abuela, lo que sea, que hasta tierno me pone con sus machangadas, querubina de Dios, alma infantil, ¡exageradilla que es la mujer! Pero se lo disculpo, ¡es tan feliz!...

  Sin embargo… Hay abuelas a quienes ya no veo por la calle con su cochecito infantil, y no es porque hayan pasado años desde aquellos encuentros, es que la pareja –su hijo, su hija- se rompió, “y la sinvergüenza de mi exnuera, con toda su mala leche, no me lo deja ni ver, o se fue a vivir fuera, o el bandido de mi exyerno se lo queda el fin de semana, que es cuando yo estoy más libre y podría dedicarle más tiempo al niño, porque su otra abuela es una comodona, solo piensa en ella, está todo el día en la calle, y seguro que no le cambia ni los pañales”. (Y ahora sí es verdad, ella ha envejecido desde que no tiene a su nieto. Ya no es aquella mujer llena de bríos, ímpetus, alegrías, palabreríos exultantes y de exaltación a la gloria de su nieto, criatura que la hizo feliz, inmensamente feliz, y le dio un despertar a su vida apagada, mustia, monótona, silenciosa…).

  Y hay abuelos que vagan en silencio, con las manos en los bolsillos, cuando ayer disfrutaban de sus nietos, se regocijaban con ellos, veían una nueva forma de ganarle días a la vida que era igual desde el primer amanecer. No lo exteriorizan, pero lo muestran sin darse cuenta. Por eso miles de ellos reclaman al Gobierno una justa ley que les permita la custodia compartida, pero la ven lejana, y ellos no pueden esperar porque ya son íntimos de Caronte… Mientras, deambulan sin luces ni esperanzas.