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jueves, 18 de abril de 2024 22:09h.

Ademar, Práxedes, Pericles y los sueldos de los políticos - Por Cristina Zurita

El candidato a la alcaldía de São Paulo en 1957, Ademar Bastos, tenía como lema de campaña «Ademar rouba, mas faz», Ademar roba, pero hace. Se cuenta que el político liberal, Práxedes Mateo Sagasta, comentó durante un acto: «Ya que gobernamos mal, por lo menos gobernemos barato».

Ademar, Práxedes, Pericles y los sueldos de los políticos - por Por Cristina Zurita, miembro de la permanente de Unid@s se puede *

El candidato a la alcaldía de São Paulo en 1957, Ademar Bastos, tenía como lema de campaña «Ademar rouba, mas faz», Ademar roba, pero hace. Se cuenta que el político liberal, Práxedes Mateo Sagasta, comentó durante un acto: «Ya que gobernamos mal, por lo menos gobernemos barato». En el actual clima de desafección política parecemos movernos entre estos dos extremos. A un lado los que justifican la corrupción porque ¿quién no lo haría si tuviera la oportunidad? Al otro lado los que, resignados a que nos gobierne la mafia y a que nada se pueda hacer frente a las inexorables leyes de la economía, aspiran a que al menos la fiesta de la democracia no les salga demasiado cara. Total, para lo que hacen, musitan resignados.

Nadie con un mínimo de decencia puede defender la corrupción, porque además la teoría ademarista del «roba, pero hace» encierra una falacia: si hace, hace peor, porque por definición las decisiones tomadas en beneficio propio no pueden ser las que precisa el bien común. Sin embargo, mucha gente de buena fe duda de que haya que gastar dinero en la política. ¿Trabajar al servicio de la gente no es algo que deba hacerse de forma altruista?, preguntan. La objeción tiene sentido en una sociedad como la nuestra, de escasa tradición democrática, donde además siempre se han confundido los derechos sociales con la caridad. Para muchos, un buen político ha de ser necesariamente un benefactor o un filántropo. Como consecuencia, sobre el que se acerca a las instituciones pretendiendo cobrar un salario pesa siempre la sospecha de que lo hace por interés propio. Para completar el cuadro nunca falta quien, en respuesta, se apresta a declarar solemnemente el clásico lema «no estoy en política por dinero porque como ya soy rico no me hace falta», afirmación que no sabemos si escandaliza más por clasista o por implícitamente deshonesta.

El debate sobre el sueldo de los políticos no es nuevo. Como todo en la vida, los griegos lo discutieron antes: hace 2500 años, concretamente. En los primeros tiempos de la antigua Atenas sólo los ciudadanos más ricos, propietarios de tierras, se ocupaban de los asuntos políticos. Entonces Pericles pensó que era necesario fijar un salario público para todo aquel que desempeñase un cargo y que así nadie quedase excluido de la política por ser pobre. Además estableció una paga a los trabajadores como compensación por el trabajo perdido por ir a la Asamblea. La medida fue utilizada por sus críticos para atacarle, entre ellos el mismísimo Platón, quien declaró que Pericles había vuelto a los atenienses perezosos, charlatanes y ávidos de dinero. Aunque Platón y su caverna se ganaron un merecido puesto en el temario de Filosofía de bachillerato de las futuras generaciones de escolares, en este asunto se le hizo caso a Pericles. En las sociedades modernas todos están de acuerdo en que no hay verdadera democracia si sólo los ricos pueden acceder a la política y se ha dispuesto que sea una actividad remunerada. En contrapartida, hay que lidiar con un cierto número de perezosos, charlatanes y ávidos de dinero que, como previó Platón, inevitablemente se acercan a las instituciones.

Apelando a la conciencia de clase, es moralmente exigible que los cargos electos de la izquierda tengan un sueldo acorde al entorno y a la responsabilidad asumida, quizás equiparable al de un empleado público de nivel equivalente, y esto es lo que se ha venido haciendo hasta ahora sin demasiada alharaca. Con la llegada de la llamada crisis ha vuelto con más fuerza el debate de los sueldos, en parte como respuesta lógica a años de abusos e ineficacia, y en parte, — y esto es lo peligroso—, como pieza dentro de un mecanismo general de devaluación del trabajo remunerado. Por eso no es extraño ver cómo, últimamente, los que más interés tienen en el salario ajeno son precisamente quienes más han abusado del sistema. Lo que en teoría puede parecer una medida popular (bajar los sueldos porque al-menos-tienes-trabajo) encierra una lógica tremendamente reaccionaria. Porque los trabajadores tienen únicamente su fuerza de trabajo. La cuestión se explica mejor con un ejemplo: alguien que cobre 900 euros mensuales llegará con dificultad a fin de mes, no digamos ya si tiene cargas familiares; sin embargo, a otra persona que viva en un piso que, supongamos, le ha cedido su tía abuela (quien además paga el IBI, el agua y la luz), use el coche que le regaló su padre cuando lo cambió por un modelo nuevo, y cobre además una renta por la explotación de una empresa familiar, le parecerá un salario estupendo. Moraleja: desconfía de quien hable de bajar los sueldos porque probablemente disponga del suficiente patrimonio e medios alternativos como para que una eventual disminución de los ingresos por rendimiento del trabajo no le afecte demasiado.

* En La casa de mi tía por gentileza de Cristina Zurita