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jueves, 25 de abril de 2024 07:00h.

Carlos González Sosa, la fantasía épica - por Nicolás Guerra Aguiar

Que una obra literaria venga etiquetada con una definidora marca -“serie épica”- hace pensar inmediatamente en la Edad Media de algunos países europeos e, incluso, de muchos siglos antes, cuando dos imperios encumbraron el canto a los héroes ya en La Ilíada y La Odisea (Grecia), ya en La Eneida (Roma), obras que traducíamos en el preuniversitario  a los dieciocho añitos de juventud...

Carlos González Sosa, la fantasía épica - por Nicolás Guerra Aguiar

Que una obra literaria venga etiquetada con una definidora marca -“serie épica”- hace pensar inmediatamente en la Edad Media de algunos países europeos e, incluso, de muchos siglos antes, cuando dos imperios encumbraron el canto a los héroes ya en La Ilíada y La Odisea (Grecia), ya en La Eneida (Roma), obras que traducíamos en el preuniversitario  a los dieciocho añitos de juventud. Pero si nos remontamos cuatro mil quinientos años sabremos de La Epopeya de Gilgamesh, poema épico que recibe su nombre del rey de Uruk, actual Irak, quien buscó infructuosamente la inmortalidad y mantuvo una intensa amistad con Enkidu, el hombre salvaje de las colinas.

Por tanto, si definimos la épica medieval –germana, escandinava, anglosajona, francesa, castellana…- como una nueva literatura creada en aquellos siglos, se comete una imprecisión en su historia. Y aunque la más estudiada en nuestras aulas es la castellana –su cima es el Cantar de Mío Çid, obra propagandística, antinobiliaria e interesada en lo económico, político y social-, quizás la trilogía de Carlos González Sosa (Las tierras de Meed) esté mucho más próxima a la Epopeya de Gilgamesh que a las también medievales Chanson de Roland (épica francesa) o Poema de Fernán González, aunque  desde el primer título de la trilogía, La conquista de Oxit, aparecen las Órdenes de Caballería, institución medieval.

Pero este joven autor que completó Las tierras de Meed en cuatro años –y a quien tuve como alumno de Cou en el Pérez Galdós- ambienta su trilogía en la Edad Media. Aunque me aclara y matiza que sus espacios físicos son otra tierra, casi otro mundo, lo cual le permite la más absoluta libertad en cuanto que no recrea acontecimientos históricos o semihistóricos, sino que todo es producto de la fantasía (ficción hay mucha también en Roland; y el Cid  es, en realidad, un mercenario). Por tanto, los personajes de Carlos nada tienen que ver con aquellos héroes elevados a categorías casi sobrehumanas a cuyo destino ataron, interesadamente, el de las sociedades a que pertenecen.

Carlos González Sosa

Cuando Carlos une las manos como si quisiera dejar constancia física de que él escribe desde la Edad Media, pero que esta no es la Edad Media que conocemos por la Historia, insiste en algo que debe quedar muy claro: su trilogía no es la relación de acontecimientos sucedidos siglos ha; ni tan siquiera sus personajes se parecen a cualesquier de aquellos conocidos por los cantares de gesta, en absoluto. En su obra hay humanos, claro, y estos buscan valores, justicia –a veces, han de ser quienes la consigan-; su fin es ayudar de forma altruista al prójimo “como hicieron los caballeros andantes”. (Entonces lo interrumpo: “¿A la manera de Don Quijote?”, pregunto. Y me contesta con inmediatez: “No, a la manera de los caballeros medievales, con todos sus defectos”.)

Pero hay algo muy curioso en algunos personajes “malos” de Carlos: son malos no por decisión propia, por innata maldad, por placentera depravación. Muy al contrario, han sido víctimas de muchas circunstancias externas, de injustos tratos desde pequeños, de violaciones morales continuadas. Vienen a ser algo así como víctimas de aquel Infierno humano del que habló Sartre: “Estamos condenados a vivir con los demás”. Y en ellos hay, alguna vez, un hálito de benevolencia, un rasgo de humanidad, una pasajera sensación del mal que están haciendo, ¡si tuvieran la oportunidad de reparar algún comportamiento  anterior!... Pero no pueden: ellos, mal que les pese, son también víctimas propiciatorias de un sistema que los maneja a su capricho, y ese sí que está absolutamente deshumanizado, nada sabe de entendimientos y respetos.

Luego están los otros, claro, los malos que lo son por el placer de serlo, aquellos que disfrutan con su crueldad y malignidad, los orcos, cuya etimología latina (el Spes recoge la voz en mayúscula, como nombre propio, ‘Orco, divinidad infernal’) se refiere a ultratumba, y, por extensión, a Plutón, dios de la muerte, quizás hasta la muerte misma.

Cuando Carlos me habla de recuerdos infantiles en torno a personajes televisivos (Correcaminos, por ejemplo) o de viñetas, impone seriedad a su rostro porque le parecían cuentos de hadas en los que siempre ganan los buenos; ya él como lector imagina el final, por muy apurado y en gravísimas situaciones de peligro en que se encuentre el héroe. Y ese subconsciente del niño Carlos –como el de Lorca cuando sus ojos de 1910 vieron cajas que guardan silencio de cangrejos devorados- al que le impusieron el eterno triunfo de una manera de ser, se rebela contra el esquema preestablecido de que el bueno siempre destaca: no es eso lo que ha visto en la vida.

Y sí, en efecto, Carlos está mucho más próximo al pasado muy lejano que al de la Edad Media, pues en aquella literatura se empapó desde pequeño. Por eso me parece a veces la continuidad del casi cinco veces milenario Gilgamesh, el gran amigo de su amigo Enkidu. Porque a personajes de Carlos también los une la amistad como el vínculo de sangre absolutamente por encima de debilidades humanas. Así, por ejemplo, dos contendientes no dirigen sus espadas al cuerpo del otro con intención de matar: la amistad infantil que los unió está por encima de los odios actuales. Un joven humano y un elfo (genio de la mitología escandinava) se hacen tan amigos que el segundo abandona a su gente porque su aldea expulsa injustamente al humano.

Ahora lo entiendo: hace un canto a la amistad, a los amigos –poquísimos- de la primera juventud, aquellos que fueron para él lo más importante en su entorno vital. Por eso recuerda, verso a verso, la “Elegía a Ramón Sijé” de Miguel Hernández, la que descubrió en clase de COU, la del canto al amigo: “Se me ha muerto Ramón, a (con) quien tanto quería”; “quiero escarbar la tierra hasta encontrarte / y besarte la noble calavera”; “volverás a mi huerto y a mi higuera”; “compañero del alma, compañero”.   

Sí, él mantiene en su memoria una semana dedicada a la “Elegía”, le impactó. Y un día quedó sorprendido: muchos alumnos de distintos centros lo leen en clase, en sus casas, y son fieles seguidores de Meed, las tierras que imaginó Carlos González para recrear la trilogía de su literatura fantástica, quimera que ha permitido a otros iniciarse en la escribanía, impacto emocional ante una producción literaria que Carlos inició para experimentar el placer de juntar palabras y darles un sentido.

También en:

  

http://www.canarias7.es/articulo.cfm?id=303126

http://www.infonortedigital.com/portada/component/content/article/23043-carlos-gonzalez-sosa-la-fantasia-epica