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miércoles, 24 de abril de 2024 19:34h.

Las cenizas del holocausto - por Francisco González Tejera

FRANCISCO GONZÁLEZ TEJERAMatías Moreno, “El calandro”, por su piernas demasiado flacas, repartía el pan cada mañana casa por casa en los barrios de San Juan, San Roque y San José, recorría entre casas terreras y caminos angostos, laberintos infranqueables, muchos kilómetros desde las cuatro de la madrugada, cuando lo recogía caliente de la panadería de El Risco de San Nicolás, el moreno caminador, siempre con el cigarro en los labios, fue testigo directo entre el 24 de julio de 1936 y el 25 de diciembre de 1944 de todo tipo de atrocidades y crímenes fascistas.

Las cenizas del holocausto - por Francisco González Tejera *

 
Matías Moreno, “El calandro”, por su piernas demasiado flacas, repartía el pan cada mañana casa por casa en los barrios de San Juan, San Roque y San José, recorría entre casas terreras y caminos angostos, laberintos infranqueables, muchos kilómetros desde las cuatro de la madrugada, cuando lo recogía caliente de la panadería de El Risco de San Nicolás, el moreno caminador, siempre con el cigarro en los labios, fue testigo directo entre el 24 de julio de 1936 y el 25 de diciembre de 1944 de todo tipo de atrocidades y crímenes fascistas.
 
A esas horas las conocidas como “Brigadas del amanecer” iban casa por casa sacando hombres y mujeres para desaparecerlos, coches negros conducidos por falangistas, camiones propiedad del Conde la Vega, Bonny, los Betancores, los Melianes, los Ascanio, la tabaquera de Eufemiano y otros terratenientes canarios, ingleses y peninsulares, colaboradores del golpe de estado junto a la Iglesia Católica, junto a sectores mayoritarios del ejercito, la guardia civil y de asalto, que protagonizaron el segundo genocidio mayor de la historia de Canarias, después de la mal llamada “Conquista” sobre el pueblo indígena.
 
El pobre Matías veía y callaba, no tenía ninguna vinculación política, ni sindical, lo paraban los falanges cuando bajaban las callejuelas con los detenidos atados con las manos a la espalda, alguna mujer, que si era joven y guapa era violada por la soldadesca o reservada para cualquiera de los mandos o caciques, que tenían ya reservados sus espacios en lo centros de detención, en las fincas más remotas de la oligarquía para los masivos abusos sexuales.
 
El repartidor de pan de apenas 22 años era analfabeto, desde muy niño heredó la profesión de sus abuelos y padres, el reparto del condumio en las casas donde se podía pagar, aunque también por su inmensa humanidad le daba a las familias que no tenían nada, que sobrevivían en la miseria de unas islas donde el caciquismo generaba las peores hambrunas con todo tipo de saqueos, la explotación laboral, el trabajo en jornadas interminables de 15 a 20 horas diarias por unas pocas pesetas, algunos céntimos, demasiado poco para poder vivir dignamente, para alimentar a las familias repletas de chiquillos y chiquillas con el estómago vacío.
 
Matías era consciente que en los pocos años de la República todo estaba mejorando, se notaba en el ambienta la ilusión, la esperanza de la gente en aquellos tiempos de movilizaciones obreras, de banderas enarboladas en las calles y plazas, el espacio liberado que hablaba el diputado comunista fusilado, Eduardo Suárez, cuando daba los mítines en La Isleta a las mujeres tabaqueras.
 
Todo aquello se fue a pique como un barco ametrallado, el repartidor de pan lo vio todo, observaba atónito con el saco al hombro, como de repente aquel mundo de colores se hundió en un mar de sangre y crímenes. Cada madrugada escuchaba los gritos y alaridos de las esposas cuando se llevaban a los maridos, los llantos de los bebés cuando sentían los golpes a sus padres, cuando los amarraban para llevárselos para siempre a un destino desconocido: A los pozos, a las simas y chimeneas volcánicas, a las fosas comunes, a las cunetas de las nuevas carreteras en Las Alcaravaneras bajos los cimientos de los lujosos chales de la nueva Ciudad Jardín, a las fincas privadas del Conde, de la Marquesa de la ciudad norteña de la piedra de cantería, a tantos lugares del terror que sería interminable señalarlos, donde enterraron y arrojaron vivos a más de cinco mil canarios.
 
El panadero se fue haciendo viejo, todo lo tenía en su mente, los ojos tristes de los detenidos, las mujeres republicanas atadas, con el pecho al aire, con los vestidos rotos bajando los barrios hacia los camiones rodeadas de aquellos criminales sin escrúpulos, vestidos de azul y correajes, armados hasta los dientes, los ojos enrojecidos de odio de los verdugos, los golpes salvajes con la pinga de buey, con las afiladas varas de acebuche sobre aquellos cuerpos fragiles, tanto dolor que era imposible retenerlo, asimilarlo, olvidarlos, por eso nunca contó lo que vio, solo en nuestro largo encuentro en el hospital de La Garita ya medio entubado, sufriendo el brutal cáncer de pulmón.
 
-Demasiado “Mecánico Blanco” (1) Tejera. –Me decía tosiendo, lloroso, mientras la cinta de la grabadora se inundaba de datos, nombres e indescifrables miserias humanas.
 
Aquella tarde lluviosa de febrero de 1992 se fue para siempre, en la fría habitación de hospital, junto a su hija Sarito Pino, al nietillo Demetrio Trujillo, testigos mudos del drama mayor, el vigía de la muerte, el guardador de secretos inconfesables a la vera de una ciudad dormida, cómplice del dolor y la masacre jamás contada, jamás imaginada por quienes no conocen la verdadera maldad, las cenizas del holocausto.
 
(1) Marca de tabaco canario.
 
 
presos rojos sevilla
 
Varios camiones a las puertas de la Audiencia de Sevilla cargan detenidos 
para trasladarlos a la Prisión Provincial o a lugares de fusilamiento
 tras el golpe de estado fascista de 1936
 
* En La casa de mi tía por gentileza de Francisco González Tejera