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viernes, 29 de marzo de 2024 00:12h.

¡Chaaacho, tú…; un pisco ron, cristiano! - por Nicolás Guerra Aguiar

Anduvieron medio amulados los arrendatarios de los chiringuitos parquesantacatalineros que servirán como estaciones de combustible en las próximas carnestolendas, los situados en la parte de abajo, la que da a la marea...

¡Chaaacho, tú…; un pisco ron, cristiano! - por Nicolás Guerra Aguiar

 

   Anduvieron medio amulados los arrendatarios de los chiringuitos parquesantacatalineros que servirán como estaciones de combustible en las próximas carnestolendas, los situados en la parte de abajo, la que da a la marea. Y es que guste o no (más bien sí), los cuerpos de quienes participan de ellas necesitan reposiciones roneras para que rueden con runruneos amorosos los impactos carnavaleros, original voz procedente del italiano carnelevare, ‘quitar carne’. Aunque usos y costumbres de nuestra gente tiempo ha que abandonaron aquella malsana práctica de morder con maledicencia antropofágica lóbulos en tales celebraciones, más que por otra cosa por la impertinencia de no saber qué se puede hacer con la partícula orejil, si tragársela o escupirla.

   Porque la roniada es un elemento definidor de la sociedad canaria desde los antaños, cuando la población estaba dividida en dos partes: los “pudientes” y los trabajadores. Los primeros, por más que se desagallaran por un pisco de ron (a ser posible aldeano, ariucas, de Cuba o de Terde) debían mantener las distancias y, por ende, degustaban en las cantinas un buen coñac (más elegante era el cognac) en aquellas copas pequeñas en forma de cucurucho y con la raya encarnada en el centro.

   Por haber nacido y crecido en un pueblo, Gáldar, y, sobre todo, porque a mí me tocaba ir a la tienda de comestibles –lugar impropio para mis hermanas y señoritas que se preciaran de tales-, guarda mi memoria fotográficas escenas en las que el ron era el elemento central y básico de tertulias, comentarios y aprecios que surgían entre sus usuarios. Así, por ejemplo, en las que despachaban Antoñito Moreno (frente a la Guardia Civil); Isidrito  Medina  (hoy, espacio sacrosanto del Recinto Arqueológico Cueva Pintada) o Antoñito Estévez, en la calle Toscas. Aunque en honor a la verdad y a los méritos contraídos la más misteriosa era la de este último, pues muchas veces tuve que marcharme sin las papas o el paquete de arroz  que iba a comprar, por más que en apariencia la tienda no estaba cerrada. Pero resulta que su dueño era un exquisito y afamado catador de ron blanco, y como gran profesional jamás permitía que en aquel reservado -aislado por una pared de madera- el cliente permaneciera a solas, pues yo había oído que los rones deben ser tomados en compañía porque invitan a la conversá placentera.

   Y esta, vive Dios, se escuchaba. Pero por más que uno golpeara en el mostrador con la educación pertinente que había aprendido, el hombre no salía de aquella recóndita estancia. Solo, de vez en vez, sonaba “¡Un momentooo; ya vooooyyyy!”, aunque los minutos pasaban y el actor principal no aparecía. Y si al cabo de un tiempo se dejaba ver, era solo para coger la escalera y bajar de la estantería una lata que yo suponía de berberechos. Pero por arte de birlibirloque volvía a desaparecer aunque, de fondo, se repetían cantos laudatorios para aquel ron recién llegado de Cuba, “la mejor caña para el blanco”.

   Eran tiendas en las que lo mismo se compraban sardinas saladas que saltapericos, panes o botones, amén de jabón suasto, aceite del bidón o incluso, como en la de Isidrito, se podía poner la quiniela de fútbol.  Y mientras atendían a la clientela cuyos gaznates saboreaban la exquisitez blanca de melazas y cañas de azúcar –“Le juro por mi madre, que Dios la tenga en la gloria, que este ron no está bendecido, así me dé un fatuto y me quede en el sitio si le estoy mintiendo” - sacaban de la garrafa verde unas aceitunas moradas, gordas y hermosas, cuya sensorialización a tales horas del mediodía impactaba en el estómago infantil y revolucionaba tripas.  Y aquellos hombres, pachorrientos y relajados, pesaban a la vez el medio quilo de azúcar que otro cliente demandaba con relajienta espera mientras terminaba la conversá con el degustador ronero.

   La tienda de Juanito el del Campo era otra cosa. Allí se presumía no solo del mejor ron cubano –“Esas barricas vienen selladas desde La Habana. Se lo digo yo”. Y este “se lo digo yo” era algo así como una verdad que se aceptaba sin discusión alguna. Pues como se pusiera en cuarentena tal afirmación, Juanito era capaz de decirle al supuesto receloso que si no lo creía, no le despachaba. Y, por tanto, el rechazado cliente no solo se quedaría sin el ron cubano sino que, además, perdía el enyesque, puro néctar de oveja: el queso del campo, el de los Altos de Gáldar, esencia de media flor. Aunque si el ronero le caía bien a Juanito, entonces abría el roperillo de la aldaba y caíamos todos embriagados por el olor cautivador del queso viejo que el hombre guardaba para sus mejores catadores. De allí al cielo, sin duda.

   Luego estaba el otro ron, el patero, el que lo mismo servía para la cocinilla, las jareas, para limpiar los diviesos con el practicante e, incluso, para rociar los gallos que se sacrificaban las tardes – noches de espiritismo, cuando en Sardina del Norte se establecía comunicación con el más allá, en las Casas Baratas. Pero ese sí era peligroso. Nadie conocía su procedencia, y la cabeza podía reventar del dolor al día siguiente de su ingesta o, al contrario, la anestesia duraba tres días. Pero como era mucho más barato, su difusión en tiendas se multiplicaba en días de frío y calor, pues calentaba o refrescaba, a gusto del consumidor.    

   El ron, pues, forma parte de la sociedad canaria; no solo el isleño, sino todo el que llega de la América antillana. Por eso hubo desajustes entre los chiringuiteros y la organización municipal porque esta pretendió imponer un ron nuevo, dicen que de sabor desconocido hasta el momento. Pero cuando todos los afectados se vieron en una tienda de La Isleta y roniaron de distintas marcas, llegaron a la conclusión de que no se puede prescindir de los rones de toda la vida. A fin de cuentas, el nuevo solo habla francés.  

 

Nota de Chema Tante

Estoy convencido de que tanto Felo Monzón como Cho Juaá aceptarán complacidos que incluya sus dibujos para ilustrar este canto de Nicolás Guerra Aguiar a una actividad cultural de tanta raigambre en Canarias como es el pizqueo. Canto al que yo me uno con mi personal homenaje al establecimiento de Manolito el Múo, en la calle Sagasta de Las Canteras, que tantas veces fuera marco de mis ejercicios juveniles.