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viernes, 29 de marzo de 2024 00:12h.

Crítica en tiempos de miseria - por Francisco León

 

FRASE LEÓN

 

Crítica en tiempos de miseria - por Francisco León *

Si ha servido de algo la discusión —por no llamarla, directamente, bronca— generada por la fugaz estancia y fulminante cancelación de la exposición Pintura y Poesía: la tradición canaria del siglo xx en TEA ha sido para, por un lado, constatar públicamente la chatura moral y argumental de la ya de por sí famélica institución crítica canaria; por otro, para certificar el modo en que la necesidad de auto-conservación de los partidos políticos en el poder es antepuesta incluso a los principios y obligaciones básicos de la democracia.

Lo que podía haberse convertido en un diálogo enriquecedor y muy necesario en torno a la creación de las mujeres en nuestro pequeño territorio insular terminó transformándose —y digo terminó porque será complicado sacarlo del estado de hostilidad ideológica en que se encuentra— en un temible tribunal inquisitorial en el que lo de menos era la el intercambio de ideas, la creación de un campo de convivencia crítica o la planificación de un museo virtual igualitario. Es cierto, queda mucho por hacer para conseguir que las obras de las mujeres creadoras —poetas, fotógrafas, artistas plásticas, etc.— pasen a formar parte de una normalizada vida cultural en nuestro país. Se ha optado, sin embargo, por rehuir la construcción de un entorno crítico sensato y sereno e imponer, a cambio, un tipo de juicio que roza peligrosamente lo irracional.

El despiece numérico y genérico a que interesadamente ha sido reducida la observación de esta exposición revela, en este sentido, la sintomatología de la precariedad analítica que se ha instalado entre nosotros. Con esta desmembración de la unidad teórica propuesta por los comisarios de Pintura y Poesía: la tradición canaria del siglo xx se ha cancelado todo análisis estético sobre las obras —sean de hombres o mujeres—, con la subsiguiente deriva del objetivo fundamental de la discusión sobre el juicio crítico hacia dos cuestiones que son, precisamente, extra-estéticas: el gusto personal y la cumplimentación de las llamadas cuotas femeninas.

Las cuotas constituyen la herramienta menos lesiva de que disponemos ahora mismo para orientarnos sobre una línea lo más equilibrada posible. La menos lesiva, digo, siempre y cuando su uso no distorsione los criterios estéticos de selección, que deben establecerse bajo el imperio de la libertad y la objetividad intelectuales. Es, como digo, el instrumento menos malo para combatir los automatismos machistas heredados, siempre que se adolezca de ellos —del mismo modo que la historiografía, la trayectoria y reputación críticas, los estudios y las investigaciones forman si no el principal, uno de los mejores instrumentos con que cuentan los críticos y los investigadores para avanzar en la formación de un campo estético no consolidado únicamente por la mediación imprevisible del gusto, las inclinaciones personales o cualesquiera instrumentos ideológicos ajenos a la evaluación estética. Ambos artilugios, en todo caso, no son un fin en sí mismos, sino un medio, y ambos deben ser interpuestos en la discusión con la máxima coherencia. Creo bueno el código no escrito, que viene al menos desde Baudelaire, según el cual el público —y dentro del público, el crítico— le pide al creador el pleno uso de su libertad y su inteligencia a la hora de crear. También sería aconsejable que los creadores exigieran al crítico la misma libertad y la misma seriedad de que ellos disfrutan a la hora de opinar sobre sus obras.

Puedo afirmar con total sinceridad que jamás en mi entorno —que es el de la poesía— he sido testigo de exclusión alguna de una obra por el hecho de que su autor, cuestión secundaria en el análisis crítico, fuera mujer. He sido testigo, por machismo paternalista o por corrección política —o, peor, por miedo—, justamente de lo contrario. No convirtamos la cuota femenina, que es una herramienta perfectible para la necesaria igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, en un mecanismo idealizado para la validación artística porque, de hecho, no lo es. Usado de ese modo, se convierte de inmediato en una claudicación ética y poética. En este sentido se ha pronunciado la filósofa canaria Rosario Miranda en un artículo («El machismo, la exposición y el Gobierno», La Opinión de Tenerife, 17 de octubre de 2017) publicado a propósito del caso. Dice Miranda: «Con esta cancelación [de la exposición], además, el Gobierno canario ha validado no la crítica sino el linchamiento, no la reflexión sino el dogma, no el tratamiento serio de un problema real sino la censura de antes en nombre de los mandamientos de ahora».

Recientemente, la directora de cine Vivian Qu, que cosechó gran éxito en la edición de Cannes de este año, denunció la ausencia de directoras en dicho certamen, si bien, al ser interrogada por las cuotas femeninas en los festivales, afirmó tajantemente: «Ninguna cineasta seria aceptaría formar parte de ellas. Yo creo que, como directora, puedo parecerme más a ciertos hombres que a cualquier mujer. En ese sentido, el género me parece irrelevante», palabras que coincidieron con las de Annette Bening, primera mujer desde hacía once años en presidir el jurado del festival de Cannes. «No he contado cuántos filmes tienen directora, no lo miro de esa manera.»

Sabemos que, intelectualmente hablando y en relación a este tema en concreto, operar con racionalidad en el campo de los estudios culturales creativos no es tarea fácil. Entrar en las obras, abrirlas en su solo núcleo estético, analizarlas por lo que son y situarlas dejando atrás prejuicios y adherencias personales entraña equidad, complejos conocimientos y un gasto de energía y tiempo que las épocas que nos ha tocado vivir no nos permiten.

En el caso que nos ocupa, la exposición Pintura y poesía: la tradición canaria del siglo xx, se ha preferido derivar esa tarea intelectual y consciente hacia un tipo de periodismo tal vez arrojado, sí, pero muchas veces —demasiadas veces— grosero y bajo, cuando no hacia los espacios de las redes sociales y las plataformas de denuncia, en los que se han instalado el lenguaje totalitario, el ataque carnicero ad hominen, el matonismo y la anulación de las reglas más básicas de la educación entre personas.

Lo cierto es que por primera vez en la historia cultural de Canarias ha sido censurada y desmantelada una exposición única y exclusivamente mediante las fuerzas irracionales y post-dialógicas de una plataforma como change.org, que apela a la fuerza bruta de la masa. En la era del individualismo, las redes sociales y las plataformas de unificación ofrecen a los sujetos posmodernos una ilusión de poder, de objetividad democrática y de emancipación que acaba por traicionar aquello mismo que reivindican, de tal manera que la debilidad, la parcialidad y la dependencia ideológicas no se curan, sino que se agregan en torno a colectividades anónimas coactivas y totalitarias. El principal peligro de la coacción colectiva estriba en que siempre se relega la responsabilidad individual de la reflexión en favor de una supuesta mente directora que, en realidad, no existe. Es la peor de las pesadillas imaginables cuando acontece en el espacio de la cultura, cuyo estatuto fundamental se basa en la independencia intelectual de las personas. Peter Sloterdijk afirma que los individuos llamados a fundirse en el interior de la masa no componen lo que en la mitología de la discusión, según la sociología, se denomina un público, sino individuos sin perfiles, desprovistos de capacidad analítica: un tumulto.

La gravedad del hecho, es decir, la sustitución automática —con el concurso de la masa— del multirrelato crítico por la censura supresora, se agiganta cuando sabemos que ha sido solo una persona —una joven de apenas veinticinco años, recién licenciada, sin publicaciones, sin trayectoria crítica ni artística y sin necesidad de visitar esta exposición— la que ha conseguido manu militari y sin más juicio y argumento que la supuesta misoginia de sus comisarios, el desmantelamiento de una exposición avalada por las políticas culturales del Gobierno Autonómico y por dos de nuestros más prestigiosos investigadores culturales. Creo que se debe aclarar, además, que no solo se ha sojuzgado una exposición sin conocerla siquiera, sino que ha se ha procedido de forma consciente al linchamiento público de la reputación de dos personas.

Se ha insinuado también que, tras esta acción en masa, se oculta la trama de ciertos intereses personales de periodistas, museólogos y políticos que nada tiene que ver con las legítimas reivindicaciones de las mujeres en este campo. Puede que así sea, tal como denunciaron los comisarios de Pintura y poesía. La tradición del siglo xx en Canarias en un artículo titulado «A propósito de una exposición» (La Provincia, 15 de octubre de 2017) y, de ser cierto, estamos ante la utilización del feminismo con fines verdaderamente repulsivos. Como fuera, la existencia de esta trama secreta se correspondería con la nomenclatura clásica de Canetti en Masa y poder: la «masa» está coordinada por la «muta», una jauría organizada que instiga y se oculta.

Lo único cierto es que al liquidar por aclamación másica esta, como ha sido denominada, exposición misógina —opinable y revisable, como todo signo de cultura, aunque no censurable, y menos por manifestar odio deliberado hacia las mujeres—, se ha consumado un precedente ciertamente grave en la historia cultural del archipiélago. Me atrevo a calificarlo de precedente vergonzoso y aterrador. Por una parte, mediante un mecanismo de simplificación propagandística, el juicio sobre los valores estéticos ha sido depositado en la fuerza coercitiva de una masa que en su gran mayoría no conoce ni puede valorar, por tanto, el objeto acerca del cual se le ha reclamado un juicio sumarísimo. Por otra parte, como efecto de lo primero, es de suponer que a partir de ahora únicamente existirá en Canarias la posibilidad del aplauso absoluto y místico —dependiendo, naturalmente, de la supuesta ideología de los organizadores— o la urgente erradicación inquisitorial de la propuesta cultural. En ambos casos, la polarización del juicio, tal como ha sido escenificada, expulsa la palabra mediadora y el intercambio crítico civilizado a una zona, esta sí, de invisibilización alarmante.

Otra de las consecuencias que este proceso aterrador ha generado es que en Canarias, a principios del siglo xxi, hayamos vuelto, en materia de censura e intolerancia, a los tiempos de la Edad Media. En la lista democrática de libros canarios prohibidos ya figura el catálogo de Pintura y poesía: la tradición canaria del siglo xx. Quedará para la historia, asociado a  la petición de la destrucción de este libro, el nombre de Dulce Xerach, por cierto. Este trabajo, impreso y guardado en cajas, ha sido declarado didácticamente pernicioso por un grupo de personas que en realidad ni siquiera ha llegado a verlo, mucho menos a examinarlo. Pero esto no es nada: la orden final de que este catálogo, en efecto, no solo no sea distribuido sino destruido, parte del Gobierno de Canarias, lo cual todavía genera más desasosiego entre quienes creemos —creíamos— que eran precisamente los gobiernos elegidos democráticamente los custodios de los principios más elementales de la democracia. En Europa no se destruían libros desde la noche del 10 de mayo de 1933, cuando en la Plaza de la Ópera de Berlín los nazis decidieron acabar con la cultura escrita que ellos consideraban antialemana. No pretendo llegar al extremo de Heine, para quien en el lugar donde se queman libros tarde o temprano también se quemarán a personas, pero sí que creo que cuando, sin dar explicaciones, el estado censura y destruye libros sufragados con dinero público es porque ya no se tiene respeto alguno por la libertad de opinión y el diálogo crítico.

El lenguaje de la palabra mediadora, que abarca los espacios intermedios entre el sí y no, entre el cero y el uno, entre el dogma y el anatema, ha sido reemplazado —como en el lenguaje de las máquinas de telecomunicación actuales— por un simple código de pensamiento y acción binarios en verdad desoladores. Por eso hoy, con tristeza, nos preguntamos, como Friedrich Hölderlin hizo en su tiempo acerca de la poesía, ¿para qué la crítica en tiempos de miseria?

 

* En La casa de mi tía por gentileza de Francisco León, con la colaboración de Lola Camprubí

FRANCISCO LEÓN reseña

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