Buscar
martes, 23 de abril de 2024 08:02h.

Esperando nada, deseando un cambio - por Beatriz Talegón

Por mil razones, conocidas y secretas pero intuidas, las Casas del Pueblo pasaron a llamarse Sedes

Esperando nada, deseando un cambio - por Beatriz Talegón, militante socialista y presidenta de Foro Ético

Por mil razones, conocidas y secretas pero intuidas, las Casas del Pueblo pasaron a llamarse Sedes

Como dice la canción, “voy a revelar una historia que es a veces mentira y otras no es verdad”.

Hubo un tiempo en el que militar en el Partido Socialista significaba, entre otras muchas cosas, tener más libertad dentro del partido que en la calle. Las agrupaciones, que quizás todavía se llamaban “Casas del Pueblo” eran un lugar donde se convivía, donde se aprendía, se debatía, sobre todo se respetaba, y así, se hacía política. Se decía con orgullo en aquél tiempo que se era socialista, “socialista de los de carnet” y se sentía la pertenencia a una familia, la socialista.

Si hacía falta el mocho de una fregona para ir a pegar carteles, no había problema en traerlo de casa. Se preparaban comidas, meriendas con lo que cada cual aportaba, si podía aportar.

Se hacían cajas de resistencia para echar una mano a los compañeros que tuvieran necesidad en su casa, o para aquéllos que, por acudir a una huelga, perderían el salario de esos días.

Había abogados que defendían a compañeros, que acudían de madrugada a algún calabozo para defender a quien no tendría seguramente nada con lo que pagarle.

Había ilusión, había compañeros, había libertad, había militancia por la defensa de unos principios que se llevaban en la sangre, que se practicaban cada día.

Había debates políticos con mucho contenido, había gente que incluso sin haber podido ir a la escuela, tenía cultura, tenía conocimientos, devoraba los libros. Sí, esos libros que alguno trajo jugándose el tipo al pasar la frontera. Se compartía el conocimiento, se aprendía y se profundizaba. Las reuniones duraban horas, las batallas ideológicas en torno a una postura podrían durar años y crear familias en torno a una idea.

Había compañeros que por defender eso que les unía habían dado con sus huesos en la cárcel.

Había socialistas que tuvieron miedo ante un posible golpe de estado porque en sus casas podrían encontrar pancartas, banderas, incluso libros que les comprometían sin duda con sus ideales.

Había socialistas que daban ejemplo en cada decisión que tomaban, también de su vida privada.

Y lo consiguieron. Convencieron y sumaron. Cambiaron un país.

Hicieron posible que en las calles se hablase con la misma libertad que tenían en las Casas del Pueblo. Hicieron posible que todos los niños pudieran estudiar. Incluso, ir a la Universidad y poder tener una titulación que años atrás era impensable para los hijos de las familias trabajadoras.

Las mujeres comenzaron a tener los mismos derechos que los hombres, salieron del segundo plano donde habían estado sometidas.

Sanidad para todos, de calidad.

En las Casas del Pueblo se hablaba de cómo gestionar. Se tuvo que aprender rápido en los Ayuntamientos, en los Ministerios. Y se hizo.

Pero poco a poco se iba creando una brecha. Los que se encargaban de gestionar y los demás.

En las instituciones y en las calles.

En la dirección y en las bases.

Pasaron muchas cosas. Algunas muy buenas, pero cada vez menos.

Y por mil razones, conocidas y secretas pero intuidas, las Casas del Pueblo pasaron a llamarse Sedes. Los ideales se sustituyeron en muchos casos por siglas, por una marca a la que había que defender por encima de todo, marcando momentos al ritmo del “ahora no toca”.

Ya no había cajas de resistencia, ni comidas o meriendas que no fueran acompañadas de alguna que otra foto junto a un eslogan. Se hablaba de estrategias, de bandos y posicionamientos en torno a un compañero o a su contrario.

Se aplaudía cualquier cosa, dependiendo de quién la dijera. Se aplastaba cualquier iniciativa, por venir de alguien a quien no se debería apoyar. Se discutía por nombres y caras, se apostaba y denostaba con trapos sucios de las vidas privadas. Tan pronto se estaba en un bando como en el contrario.

Se llegó a tal punto en el que se tenía más libertad para hablar en la calle que en la sede del partido. Muchos callaban su condición de socialista, y si salía el tema de conversación -fuera de la sede- les faltaban razones para defenderlo. Muchos se marchaban.

La conspiración hacía irrespirable el ambiente. Cualquier propuesta era analizada desde mil perspectivas y se tendría en cuenta en la medida de quien la abanderase. De hecho una misma idea podría ponerse en marcha o destrozarse al mismo tiempo en distintos lugares.

Las personas que debían dar ejemplo con su día a día, acudían a los parlamentos en coches oficiales tras haber dejado a sus hijos en colegios privados. Al salir de la reunión tenían cita en selectos hospitales. Hacían planes de pensiones en paraísos fiscales y tomaban decisiones en extraños Consejos que a todas “luces” dilapidaban la más mínima sombra de coherencia. Pero todo muy legal, oiga. La camisa de un blanco impoluto.

Si eras una persona con relevancia, tomarse un café con gente que no militaba en tu partido, o más bien, que militase en otros, estaba mal visto. ¿A santo de qué?

Acudir a actos, charlas, manifestaciones invitado por movimientos o por otras organizaciones políticas suponía el señalamiento con el dedo, la cruz y la tacha.

Si defendías aquello que se hacía en un principio  tus propios compañeros trataban de insultarte diciéndote que en realidad parecías de otro partido. Los otros partidos te insultaban por ser socialista “de los de ahora”.

La tensión aumentaba. Muchos ya no sabían qué razones les hacían quedarse. Muchos intuían que algo importante estaba sucediendo, que había que remar, empujar, callar y dar palmas muy fuerte para que la tormenta no calase hasta los huesos. Absurdo. Tanto como encoger los hombros cuando llueve.

Decía Antonio Vega en su canción “esperando nada” que “esperaría de pie que el atardecer se fundiera con la noche y el amanecer”. Y parece que, efectivamente, estamos esperando nada mientras en el fondo deseamos con todas nuestras fuerzas que, por fin, se produzca el cambio. Queremos que haya unión, se nos llena la boca pidiéndolo. Pero al final, aparece una mal entendida lealtad, la de las siglas y las marcas y otra vez, los principios y los valores quedan de nuevo enterrados en las cunetas.

Beatriz Talegón es militante socialista y presidenta de Foro Ético
@BeatrizTalegon

http://www.elplural.com/opinion/esperando-nada-deseando-un-cambio/

* Publicado con autorización de la autora