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viernes, 29 de marzo de 2024 10:20h.

La eutanasia, la mejor muerte digna - por Nicolás Guerra Aguiar

 Aunque siempre es de agradecer, resulta cuando menos  retrasado en el tiempo que algunos partidos políticos se esfuercen ahora en alcanzar para los moribundos lo que llaman “una muerte digna”, actuación que consiste en conseguirle al enfermo en fase terminal un adiós a la vida  sin amarguras físicas gracias a tratamientos paliativos, aquellos que suavizan o atenúan devastadores efectos de la propia enfermedad (intensos dolores, por ejemplo). Y digo que llega con retraso en cuanto que el sentimiento humano de muchísimos médicos en contacto directo con la realidad se viene manifestando desde años atrás con tales comportamientos, y los recuerdo de manera muy directa desde el pasado siglo, por no decir desde el milenio anterior. 

La eutanasia, la mejor muerte digna - por Nicolás Guerra Aguiar

 

   Aunque siempre es de agradecer, resulta cuando menos  retrasado en el tiempo que algunos partidos políticos se esfuercen ahora en alcanzar para los moribundos lo que llaman “una muerte digna”, actuación que consiste en conseguirle al enfermo en fase terminal un adiós a la vida  sin amarguras físicas gracias a tratamientos paliativos, aquellos que suavizan o atenúan devastadores efectos de la propia enfermedad (intensos dolores, por ejemplo). Y digo que llega con retraso en cuanto que el sentimiento humano de muchísimos médicos en contacto directo con la realidad se viene manifestando desde años atrás con tales comportamientos, y los recuerdo de manera muy directa desde el pasado siglo, por no decir desde el milenio anterior.  

   Pero debo suponer que, a pesar de todo, es un paso importante: traduce un cambio de mentalidad y una visión realista de las cosas aunque llega con demora y, además, con un planteamiento-oferta muy limitado frente a lo que rige en otros países civilizados (Holanda, Luxemburgo, Bélgica): la eutanasia. Esto es, acelerar la muerte de un desahuciado con su consentimiento o con el de familiares próximos, siempre que se trate de una enfermedad degenerativa para la que no hay tratamiento. (En Suiza no es propiamente eutanasia, sino ayuda para el suicidio, lo que algún usuario de la lengua llamaría, con recargamiento inapropiado,  “autosuicidio”.)

   Sin embargo, España solo cuenta con el testamento vital, ante notario: este da fe de que una persona mayor de edad manifiesta su voluntad sobre cuidados y qué tratamientos de prolongación artificial de la vida permite, además del futuro destino de su cuerpo u órganos.  (En Canarias empezó a funcionar en 2006 –concede a los médicos las últimas decisiones clínicas- y unas cuantas miles de personas han hecho uso de su derecho. Por cierto, el ochenta por ciento son testigos de Jehová.)

    Pero el paso que pretenden dar algunos partidos –muy restrictivo, insisto, frente a lo que considero más natural- podrá incluso verse frenado por determinados posicionamientos tridentinamente ultracatólicos que, como en el caso de específicos embarazos, limitan y coartan elementales libertades personales pues, a fin de cuentas, la mujer es quien debe tener la última palabra sobre el aborto o el parto. Y el enfermo en fase terminal –o sus más íntimos allegados- sobre su vida, ya desechada por la ciencia médica. Por tanto, mi clara postura sobre el particular: la eutanasia es, aunque sectores ultraconservadores la consideren algo así como consentido asesinato, un comportamiento más humanitario, compasivo y sensible hacia una persona que ha dejado de ser ella misma para convertirse en un cuerpo. Porque ese cuerpo ya no solo no reacciona físicamente: además, ha perdido la capacidad de pensamientos, sensaciones y percepciones. 

   Y como tengo claro –con absoluta nitidez- lo que quiero para mí en caso de situaciones físicas o mentales extremas, no defiendo la imposición de la eutanasia, su obligatoriedad, en absoluto; pero sí la digna finalización de una vida, una muerte decorosa elegida previamente por el enfermo o, como señalé más arriba, por sus familiares. Y en el más absoluto respeto a opiniones opuestas, me parece injusto, inhumano, incluso despiadado, que se mantenga a una persona en la más absoluta indignidad porque pudores, recatos u otros planteamientos ajenos a ella impidan que esa persona muera y deje de ser un simple pálpito que no llega a los mínimos físico y de raciocinio, aquellos que tuvo un día, condición indispensable.

   Estoy absolutamente convencido de que ciertos decoros religiosos (a veces marcan mentalidades de quienes gobiernan, aunque tales reparos no se consideren en otras flagelantes situaciones) son los que impiden que en nuestra sociedad se les niegue a los pacientes desahuciados el natural derecho a una muerte con honor. Y a pesar de que nos consideramos racionalmente superiores a otras culturas, adelantar la muerte de alguien en tales condiciones sigue siendo una gravísima transgresión a las leyes religiosas de la Iglesia católica, aquella que considera a Dios como único propietario de las vidas humanas (“Dios me los dio, Dios me los quitó. Hágase su voluntad”. Tal nos machacaron con el sacrificio del viejo Job, aquel que aceptó con espíritu cristiano la voluntad de su dios cuando cayó el techo sobre sus hijos y los mató a todos. Un Dios, por cierto, sobre todo el del Antiguo Testamento, que parecía gozar con los sufrimientos ajenos).

   Y como aquel planteamiento no me sirve, desde mi perspectiva del más acá –a fin de cuentas, es lo que tengo al alcance de la mano y  del raciocinio- me parece que lo más importante, por inmediato, es dejar que los muertos mueran con decencia y conseguir que los vivos vivan una vida digna. Y es obligación darles vida digna, por ejemplo, elementalmente humana, a miles de personas cuyos rostros vemos cuando revuelven en contenedores para encontrar un yogur, seguramente caducado, porque su retorcido estómago reclama. Tienen derecho a vidas dignas, también, miles de familias que desean la continuidad de los estudios en verano en cuanto que tal actividad significa un almuerzo para sus hijos. Y es vida digna la serenidad de una familia que, al fin, deja de sufrir los impactos emocionales de un inmediato desahucio en el que se utiliza la fuerza de la fuerza pública para arrancarla de sus entrañas; de la misma manera que merecen vidas dignas quienes subsisten con cuatrocientos veinticinco euros y ayudan, además, a sus hijos y nietos, por más que la Constitución española reconoce el deber de trabajar y el derecho al trabajo, y a la protección social, y al progreso social, y a una política orientada al pleno empleo…