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jueves, 18 de abril de 2024 15:35h.

Aquel hombre que ansía el paso del tiempo - por Nicolás Guerra Aguiar

 "Tengo un conocido -entrañable afecto desde el aula a pesar de que nos separan veinte años- a quien le preocupan e interesan sobremanera determinadas reacciones de su padre (lo admira y quiere), un hombre acelerado en momentos a la desestabilización psíquica y a la degeneración física a pesar de que no ha llegado a los setenta años, aunque ya está en sus puertas."

Aquel hombre que ansía el paso del tiempo - por Nicolás Guerra Aguiar

   Tengo un conocido -entrañable afecto desde el aula a pesar de que nos separan veinte años- a quien le preocupan e interesan sobremanera determinadas reacciones de su padre (lo admira y quiere), un hombre acelerado en momentos a la desestabilización psíquica y a la degeneración física a pesar de que no ha llegado a los setenta años, aunque ya está en sus puertas.

   Cuando hablamos de él -y lo hacemos con frecuencia porque, aunque es mayor que yo, participamos de experiencias vitales y generacionales- parece que se trata de alguien que me sobrepasa en decenas de años, quizás en algo no medible cronológicamente porque se ha encerrado en la obsesiva obsesión de su existencia y el acelerado tiempo.  Así, puede un día estar vacío de palabras o muy preocupado por cómo se le han escapado los años (“entre el trabajo, la investigación para la tesis doctoral, las oposiciones, tres hijos estudiando fuera y la propia enfermedad de mi padre no me di cuenta de que cumplía sesenta años hasta que recapacité sobre lo que es más de medio siglo de vida”, solía repetir al inicio de los primeros achaques que fueron mermando sus capacidades). Aunque desde ayer le desestabiliza exactamente lo contrario, el lento paso de los días.

   Cuando se percató de que empezaba a necesitar apoyo físico para desplazarse, la depresión impactó en él de tal manera que lo bloqueó. Entró el hombre en tal estado de tristeza profunda que silenció palabras durante un par de meses, aquel profesor que había satisfecho las curiosidades científicas de sus alumnos, hoy varios de ellos fieles discípulos cuyas vidas profesionales también se desarrollan en las aulas. Y un hecho curioso: nada comenta sobre aquellos años, no sé si por amnesias cada vez más espaciadas o a causa de intencionados olvidos que lo aíslan de tal época de plenitud profesional y estabilidad  sensitiva, aunque yo estoy seguro de que no pueden borrarse, de repente, cuarenta años de actividad como investigador, salvo en casos extremos de absoluta pérdida de memoria. Sin embargo, cuando le recuerdo artículos suyos, publicaciones, experiencias aularias, permanece en silencio, cual si le hablara de una persona para él desconocida. Y aunque tiene lapsus de ausencias totales, en otros momentos razona como en sus mejores momentos: con sabiduría, rigurosa reflexión, irrebatible abstracción.

   Ayer, en las primeras horas de la tarde, me llamó su hijo para pedirme información sobre un trabajo que está realizando, solicitud extraña en cuanto que soy yo quien necesita de su magisterio: por suerte pertenece a una  generación mucho mejor formada que la mía. En consecuencia, deduje (por aquello que hace muchos años Tomás Navarro Tomás llamó “intensidad, tono y timbre”, Manual de pronunciación española) que la tal información era solo una excusa para hablar de su padre. Y así fue. Cuando le pregunté por él, me contó el impacto emocional que lo embargaba desde hace días: unos minutos antes su padre había reaccionado con angustia, una vez más, ante el lento paso del tiempo. Y eso le hizo pensar que quizás “el viejillo” ya está harto de la vida que lleva, tan limitada y cruel. En un momento le preguntó por la hora. Su hijo le contestó que eran las tres y veinte. “¿Las seis y veinte?”, replicó su padre. Y él le insistió: “No, papá; son las tres y veinte”. El hombre escuchó. Lo miró y exclamó: “¡Joder! ¡Todavía las tres y veinte!”. (Después me lo aclaró: el padre cena a las siete para, a las nueve, echarse a dormir. Y aquello que ansiaba no eran, precisamente, el yogur y las galletas: quería cerrar los ojos durante horas para olvidarse de que estaba vivo.)

   Ya lo había dicho en los inicios de su mutilación física y mental: “No me dejen ir muriendo sin pensamientos ni ideas, sin reconocimiento de las caras amigas, sin palabras ordenadas”, casi las mismas voces que, en un par de ocasiones, le escuché a Pedro Lezcano cuando lo visitaba arriba, en su casa de Santa Brígida, para hablar de consejos de guerra, Antología cercada,  su poesía filosófica frente a la popular “La maleta”, decepciones y engaños, su amistad con el  doctor Pinto y las estancias laguneras, las traiciones de quienes lo impulsaron en la política para ellos medrar y mantenerse en la nómina oficial…

   Recuerdo una mañana. Pedro sacó de la impresora dos folios con su coloreada foto en la esquina y un poema, “Crónica de mi Muerte”, que me dio a leer: Ella había nacido desdentada. Al paso del tiempo ya era “irremediablemente mía”, y llegó a ser tal la identificación que “ya pronuncia los nombres de mis amigos muertos en un rezo infinito”. Y Ella, mientras regresan a casa cogidos de la mano, “Me está enseñando a ver todo lo bello de una distinta forma, / a palpar en caricia y a amar en despedida”. Y Pedro, en efecto, cayó en un sopor que lo mantuvo dormido durante varios días. Pero consiguió eludir aquello que le preocupaba: dejar de ser él.

   Al padre de mi amigo le sucede lo mismo. Cuando tiene momentos de claridad mental estoy seguro de que sabe de dónde acaba de llegar, de qué oscuras tinieblas arriba. Y por eso le obsesiona el lento, lentísimo paso del tiempo a la manera de un cansino chuchango porque sabe ya que sólo le resta la impotencia ante tal enemigo, convertido en un ser atrofiado que llora en momentos de lucidez porque no puede rebelarse. 

   Sí: aquel tiempo que volvió plata la dorada cabellera al viento de la dama renacentista también ha llevado al absoluto ostracismo a un hombre que llegó a ser referente en el pensamiento y en la enseñanza. Hoy, postrado en su incapacidad, sospecho que, desesperadamente, ansía el final de su vida: le encoleriza saber que un día no lejano será sólo cuerpo, mas no palabra, reflexión, ideas...