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jueves, 25 de abril de 2024 21:19h.

Impertinentes padres y abuelas en la mar - por Nicolás Guerra Aguiar

En estos días de calurosidades físicas y mentales corremos hacia la costa para refrescar cuerpos y relajar mentes. Pero entre tantas miles de personas civilizadas y respetuosas con las que nos encontramos hay ciertas tribus o individualidades que prescinden de los más elementales comportamientos. Ocurre que llegan y arrasan desde los primeros minutos y marcan territorio sin importarles en lo más mínimo la presencia ajena, silenciosa y educada.

Impertinentes padres y abuelas en la mar - por Nicolás Guerra Aguiar *

    En estos días de calurosidades físicas y mentales corremos hacia la costa para refrescar cuerpos y relajar mentes. Pero entre tantas miles de personas civilizadas y respetuosas con las que nos encontramos hay ciertas tribus o individualidades que prescinden de los más elementales comportamientos. Ocurre que llegan y arrasan desde los primeros minutos y marcan territorio sin importarles en lo más mínimo la presencia ajena, silenciosa y educada.

   Un caso frecuente es el de aquellos que ubican sus cuarteles de verano y la kilométrica “toballa” del Real Madrid justo a cinco centímetros de la pareja que se había instalado un rato antes. El sitio es amplio y está casi vacío. Pero como el clan considera que es suyo porque allí aparcaron los tres días anteriores, reta a la pareja en silencio (a veces con sonoridades anales) y esta, prudente y malhumorada, se retira a los pocos minutos. Abuelos y padres miran a nietos e hijos. Con gestos y sonrisas coñonas les imparten la primera lección del día: la ausencia del elemental respeto consigue el triunfo sobre los usurpadores ¡de un espacio público! 

   No se trata solo de absoluta carencia de educación sino, y además, de comportamientos prepotentes. Hay momentos con tal agresividad que llegan, incluso, a la velada amenaza física. Ahora ya no es solo el “Si no te gusta, ya sabes: ¡chaqueta y a tomar por saco, nenel!”. Se añaden a la impotencia ante tales provocaciones la imposibilidad de diálogos y razonamientos con aquellos cachos de carne, deseosos de que les hagamos frente para mostrar a hijos o sobrinos cómo es el kick boxing (mezcla de técnicas de boxeo con las de algunas artes marciales) en su manifestación radicalmente opuesta a la actividad deportiva.

   Casos de estos se ven con frecuencia. Y uno, víctima propiciatoria algunas veces, simple espectador otras, se cabrea ante tales situaciones por su enclenquez física, producto del paso del tiempo en bíceps, tríceps, pectorales y tácticas aprendidas en la etapa de fuerzas de élite (boinas verdes y Grupo Alfa ruso, mis instructores de años atrás). Aunque también es cierto que la mejor victoria no es la tollina que se recibe por sacar la cresta de gallo inglés peleón, en absoluto: ya dijo algún estratega que a veces lo más prudente es la hábil retirada, y a ser posible a paso acelerado, en un singuido.

   Ocurre también algo menos violento, pero incluso jeringón y cabreante.  Como punto de partida debo sospechar que padres y abuelas no pletorizan con buscados histerismos de hijos y nietos, respectivamente, mientras se bañan en la marea. Pero la continuidad de ciertos comportamientos me hace dudar: hay algunos mayores que se comportan como auténticos inquisidores mentales de aquellos niños cuyo único delito, angelitos de Dios, es intentar ser niños mientras corren hacia las aguas, disparatados y desarretados tras los estudios de las oraciones subordinadas, cuyas estructuras deben aprender con la memoria, no con la lógica de la lengua.

   Es un caso, estimado lector, que vengo observando desde hace bastante tiempo: enanos que llegan tremendamente ilusionados a la playa y se meten en el agua terminan, al poco, con gritos, pataletas, perturbaciones mentales, enajenaciones y convulsiones que los llevan a reclamar auxilio a quienes vigilan desde los puestos de socorro. Aquellos, a su vez, los trasladan a psiquiátricos para casos de auténticas paranoias, como le sucedió a un angelito hace días. Y la culpa no la tienen las oraciones subordinadas.

   El crío llegó a la orilla con saltos, pletoricidades y alegrías, bien encajado en su salvavidas. Pero al pobre le jeringaron la mañana. Mientras flotaba y gozaba del momento, su simpatiquísima “agüela” llegó por detrás y hundió parte del salvavidas, con el consiguiente susto del carajote, diarreítico inmediato, tal deduje por el color del agua que tiraba a canelo claro. El infeliz, fuera de sí, llegó a reclamar a su padre que lo ayudara: “¡Papá, papá, por favor, tírate, tírate, sálvameee!”. Y el padre, consciente y responsable donde los haya, le grita que se deje de niñadas, que es solo una broma de la abuela. Menos mal que la señora tiene muy desarrollado el sentido del humor: si hubiera ido con mala leche, de seguro que infarta al crío y lo deja tan pejinesco como se quedan arañas y gueldes blancos tras varios días al sol. (Nada les cuento del señor que le dio la mano para ayudarlo a salir: de “entremetío” a sollajo le dijeron de todo, y me lo dejaron sorimbado para el resto del día. Y el enano, me contó una vecina, se desarreta incluso cuando ve una botella de agua. Con eso les digo todo.)

   Hay otras “agüelas” menos inquisitoriales, bien es cierto, pero de impertinencias infinitas y emocionalmente desestabilizadoras. Son las que no dejan a los niños solos, los convierten en sus frustraciones natatorias: “¡Andaaa, no eres un hombre, no margullas!”, gritó una. Y el pobre no-hombre, a sus seis añitos, suelta la chalana de plástico y se queda a la intemperie tragando agua, manoteando, gris y azulado por el principio de apoplejía y la angustiosa sensación de ahogo. Menos mal que su hermana lo agarró por el fondajo del bañador y lo pescó, que si no se convierte en decoración submarina. La abuelita, claro, se reía del nieto e imitaba sus gestos de angustia… mientras el sanaca de su hijo se desternillaba.

   La verdad es que me cabrea que no los dejen ser niños. Parece que algunos mayores gozan con sus zozobras y “ajogamientos”. Pero en ratos no sé si la “agüela” está desajustada de arriba o el hijo-padre está fumao. Y eso que uno va a la costa para relajarse, infeliz de mí. Como troneó uno a dos millas de distancia: “¡Me gusta La Graciosa por la paz y la tranquilidaaaaá!”. (¡La madre que te pariooooooooooó!, grité con todas mis fuerzas.¡Ajolá tajogues!)

 

* En La casa de mi tía por gentileza de Nicolás Guerra Aguiar