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martes, 16 de abril de 2024 10:08h.

comenzó los estudios de Fisioterapia a los treinta y siete años de su madurada juventud

Juan Pablo Alfonso Cabrera, el sueño cumplido - por Nicolás Guerra Aguiar

 

FRASE NICOLÁS GUERRA

Juan Pablo Alfonso Cabrera, el sueño cumplido - por Nicolás Guerra Aguiar *

Con este hombre enamorado de su profesión (comenzó los estudios de Fisioterapia a los treinta y siete años de su madurada juventud) no valen, estimado lector, los versos de Calderón de la Barca en boca de Segismundo: “Y en el Mundo, en conclusión, / todos sueñan lo que son / aunque ninguno lo entiende”. 

   Y no valen (filosofías aparte) por una sencilla razón: concluida la carrera consiguió despertar del ilusionante sueño pues este -gracias al trabajo, interés, madurez mental y una envidiable fuerza de voluntad- se convirtió en realidad. Así, por mérito propio, el espejismo dejó de ser algo carente de realidad o fundamento y tomó cuerpo para llenar de nueva vida y fascinantes anhelos de futuro a un joven treintañero largo, Juan Pablo Alfonso Cabrera, absolutamente disconforme con el camino que acaso románticos hados, sinos, destinos o las estrellas en la cultura árabe lo habían marcado hasta el momento. Y, por tanto, hombre rebelde, amotinado desde el barco - vida con el cual navegaba.  

 No le fue fácil, es cierto. Pero lo consiguió a pesar de momentos malos, pesadumbres, cansancios, e incluso reales sensaciones de desplazado frente a sus compañeros de aula (incluye profesores), mucho más jóvenes… Estaban, por otra parte, el tema familiar, los hijos, el trabajo que había perdido tras diez años de servicio. Pero tuvo suerte, encontró muchas manos amigas: el tío de su mujer, por ejemplo, lo contrató durante algunas horas diarias, lo cual le permitiría dedicarse con mayor tranquilidad a los estudios. Aun así hubo noches en vela con iniciales dificultades para recuperar la vocación por libros, apuntes, prácticas...

  Pero nada arredró a Juan Pablo: ansiaba ser fisioterapeuta costara lo que costara. Y como persona rigurosa, interesada y muy pendiente del trabajo ajeno logró el primer empuje: un médico rehabilitador de la clínica Cajal, el doctor Sierra, lo animó a iniciar el camino (“Tú tienes capacidad para ser un gran experto. No te quedes como quiromasajista”).

  Y lo alcanzó. ¿Azar, casualidad, carambolas de la vida? No, no: se llama constancia, empeño, perseverancia, seguridad en uno mismo, severo comportamiento de las células grises, acción de la psique sobre estructuras mentales bien definidas. Me satisface, por tanto, haberlo encontrado durante mis caminos.

   Porque sucede a veces que en estas rutas de la Patria mía (y cuando escribo “rutas” simbolizo sentimientos, esperanzas, bonhomías… ajenas a patrioterismos) tropieza uno con decenas, centenares de personas anónimas de cuyas vidas nada sabemos a pesar de que reconozcamos sus rostros acaso por la monotonía callejera. O la casualidad.

  Es más: pueden, incluso,  responder monosilábicamente a nuestros protocolarios saludos siempre por los mismos rincones y coincidentes horarios, quizás en la puerta  de la comunitaria colmena o durante la estancia en la parada de la guagua que nos alinea para ser engullidos posteriormente tras el robótico paso por la máquina bajo la mirada atenta del conductor. Ya dentro movemos nuestra sombra, también en silencio, a lo largo del desierto de palabras para ubicarnos con inmediatez y, así, pasar desapercibidos y ver ojeadas perdidas.

   Sin embargo, estas personas que tal aparentes espectros permanecen mudas mientras oteamos tienen también -como Juan Pablo Alfonso- sueños, imaginaciones, e incluso flotan a lo largo y ancho de mundos subconscientes cargados de esos instintos naturales al ser humano, la comunicación y la superación. 

  Entonces, de súbito, uno siente como individuos próximos e iguales a quienes tienden la mirada cargada de bondades, serenidades, y muestran que la negación vital no ha podido con ellos: muy al contrario, desde casi la nada consiguen reemprender nuevos caminos a la búsqueda de su propia realización como seres pensantes. Y llegan, por méritos propios, a donde habían fantaseado con un mundo casi inalcanzable.

  Es este último caso, reitero, el de Juan Pablo Alfonso Cabrera. Con él hilvané las primeras palabras mientras yo permanecía tumbado en una camilla y ponía en sus manos de experto -y guitarrista de la parranda El Telar- un desajuste óseo impropio de mi avanzadísima juventud. O, tal vez, causado por no haber tenido claro el límite natural entre aquella y la realidad de mis decenios, trasanteayer compactos y bien definidos desde mediados del siglo pasado. (¡Carajo: tanto tiempo de atletismo de élite y el organismo me paga con esto! ¡Luego dirán maravillas sobre el deporte y la salud! ¡Poco conocimiento!). 

   Conseguida, al fin, su estabilidad emocional tras recibir la titulación como fisioterapeuta (fue, durante el trienio docente, siempre el mayor de la clase), lleva veintialgunos años en el perfeccionamiento de la actividad definida por el Diccionario como “Tratamiento de lesiones, especialmente traumáticas, por medios físicos, como el calor, el frío o el ultrasonido, o por ejercicios, masajes o medios mecánicos”. Pero tiene una preferencia: los pacientes crónicos, normalmente personas de edad muy avanzada o con discapacidad cognitiva a las cuales atiende a domicilio por razones obvias de inmovilidad física. 

   Juan Pablo guarda silencio. Hay abstracción y sonríe al poco. Me mira fijamente, relajado y como soñador: “Estos pacientes, añade, son mi debilidad.  A veces nada dicen, pero les noto en las miradas el agradecimiento por un rato de distensión, de interés en sus problemas mecánicos, ¡me emocionan cuando veo incluso algún esbozo de sonrisa en sus labios...! Y cuando me comunican su fallecimiento siento el pálpito en el corazón: yo, dentro de mis limitaciones, le di algunos ratos de felicidad”… Su trabajo, concluye, sirvió para algo mientras el otro vivió…

   (A veces retumba en su sensibilidad de ser humano la injusticia social: ¿por qué, se pregunta, tantos con tan poco o casi nada, a veces encerrados en la tercera planta de un edificio sin ascensor?)

   Juan Pablo Alfonso Cabrera es un hombre tremendamente feliz con su actividad. Se lo merece: no siempre hay coraje, fuerza de voluntad, férrea disciplina y afán de superación. No había conseguido el título de Bachiller, pero preparó con sudor y tesón el ingreso a la Universidad como mayor de 25 años, el penúltimo logro. Mi reconocimiento.

* La casa de mi tía agradece la gentileza de Nicolás Guerra Aguiar

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