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jueves, 28 de marzo de 2024 09:57h.

El manchego-canario enterrado vivo: La espalda ante el pelotón - por Francisco González Tejera

Los colocaron a todos de espaldas ante el pelotón de fusilamiento, esa vez la fosa ya estaba abierta, era el cementerio de Las Palmas, el mismo lugar donde habían enterrado, todos juntos amontonados, después de asesinarlos a más de 80 camaradas."

El manchego-canario enterrado vivo: La espalda ante el pelotón - por Francisco González Tejera *

 
Los colocaron a todos de espaldas ante el pelotón de fusilamiento, esa vez la fosa ya estaba abierta, era el cementerio de Las Palmas, el mismo lugar donde habían enterrado, todos juntos amontonados, después de asesinarlos a más de 80 camaradas.
 
Juan Azofra “el peninsular”, como  le llamaban cariñosamente en los tomateros de los Betancores en Los Giles. Era uno de los que estaban a punto de morir tiroteados. El joven manchego recordaba en esos instantes finales a su madre en su pequeñito pueblo, cerquita de Toledo, su amada esposa que lo esperaba, de la que tenía su foto en el pecho, en la chaqueta de dril grisácea, que era lo único que no le habían quitado cuando vino el cura, aquel capellán de Telde, el que llevaba siempre pistola al cinto, famoso porque junto con la bendición daba el tiro de gracia a los moribundos fusilados.
 
La nuca era su lugar preferido, pero no hacía ascos a las sienes, a los ojos abiertos de aquellos jóvenes republicanos, anarquistas, antifascistas, condenados en la masacre, junto a los más de cinco mil canarios asesinados, masacrados por las fuerzas fascistas, sin que apenas existiera resistencia al brutal golpe de estado, solo gente humilde, profesores, abogados, médicos del pueblo, sindicalistas, jornaleros, campesinos, comprometidos en la causa de la República de la esperanza, que sufrieron la represión, el asesinato masivo, las torturas, el robo de sus propiedades, en un movimiento de muerte y dolor amparado por la iglesia católica, por una oligarquía desbocada y con desesperadas ansias de venganza.
 
Allí arrodillados, con las manos atadas a la espalda esperaban por la orden del Capitán Samsó, mientras se organizaba un pelotón de jóvenes reclutas, chiquillos que hasta conocían a algunos de los reos, que temblaban de miedo con aquel terrible máuser en sus manos, dispuestos a disparar “por el bien de España”, según decía el teniente Bombín, que los adoctrinaba en sus arengas por una nueva patria de orden y raza, donde se exterminara del todo ese mal del marxismo, del anarquismo, el que expropiaba propiedades de los millonarios señores, los que repartían la tierra para el que la trabajara.
 
Esos instantes, unos segundos, unos minutos, quizá horas, años, siglos, una inmensidad, antes de que le atravesaran el cuerpo con aquellas balas injustas, el tiempo justo para que la vida de Azofra pasará por su mente como un huracán de ternura, el recuerdo de la lucha en un territorio toledano, canario, de derecho de pernada y abusos de poder, aquella patria isleña del hablar cadencioso, que lo había adoptado cuando vino huyendo de los terratenientes manchegos, los que lo querían encarcelar por defender la justicia, esa forma de luchar que impregna de dulzura cada palabra, cada acción directa contra la explotación capitalista.
 
Al otro lado de los muros del cementerio escuchó, mientras temblaba de frio y miedo, a un grupo de chiquillos/as que pasaban, venían del colegio de Vegueta, hablaban de las clases, de la formación del espíritu nacional, del mañanero “Cara al sol”, aquella canción ahora obligatoria, sintió una voz muy parecida a la de su hija Nuria, una misma risa feliz, pero no, no era ella. La niña estaba en la residencia de Falange de Segovia, en manos de las monjas javerianas, las que se la habían arrebatado a su mujer, justo el mismo día de su detención en la isla del viento sur.
 
El capitán, el tal Samsó, experto en consejos de guerra, estuvo en el de los cinco de San Lorenzo, hizo de fiscal sin defensa, propuso desde el primer momento el fusilamiento, no hizo caso de los ruegos de aquellos paisanos que él mismo sabía que no habían hecho nada, solo defender sin violencia la democracia republicana, pero el militar no entendía de fidelidad al pueblo, a la gente que votaba por obtener una utopía de igualdad y fraternidad.
 
Colocó el pelotón, no sin antes recriminar a gritos la escasa motivación de aquellos jóvenes reclutas, golpeando en la cara, abofeteando a los dos que lloraban porque eran amigos de algunos de los reos: “Por España, por la santa patria y por nuestro señor Jesucristo disparen en el lugar preciso, que luego los que sobrevivan serán rematados por el capellán y por mí mismo”.
 
Azofra escuchaba todo, miraba de reojo sin mirar, percibía el movimiento, la colocación de las armas, las dos filas de militares, los llantos y suspiros de los dos jóvenes reclutas, las suplicas de sus compañeros arrodillados, atados, vejados, golpeados durante días en el campo de concentración de La Isleta. Tuvo un último pensamiento para Nuria Amaro, para su pequeñita Margarita allá donde estuviera, un grito en el momento del “¡carguen armas! ¡Apunten!”, un ronco y heroico “¡Viva a la República y la libertad!”, cuando las balas quemaron su espalda, atravesando aquel pecho joven, la sangre de sus hermanos de lucha, algunos revolcándose, el muchacho todavía vivo intacto de dignidad, quietito en el suelo, la sangre brotando a borbotones y el cura de Telde dando bendiciones y tiros de gracia: “Por la infinita misericordia”, con una cruz enorme, que intentaba pasar por los labios de los muertos o agonizantes fusilados. El muchacho manchego fue de los últimos, había caído al fondo de la fosa, con varios compañeros, nadie se dio cuenta, la tierra le iba cayendo encima, olía a estiércol, a la materia orgánica que usaba en su trabajo para enriquecer de nutrientes los tomates.
 
Fue siendo enterrado vivo sin inmutarse mirando al cielo despejado de agosto de 1.937, oyendo los gritos, los insultos del teniente Bombín a los soldados, sus ojos desencajados cagándose en dios, mientras el cura de Telde, el padre Don Juan Ignacio, apuraba los últimos disparos en la nuca de sus camaradas. La tierra lo cubrió, no sentía nada, solo un pequeño dolor en su espalda, la sangre que salía, un placer infantil de no saber nada, de esperar cerrar los ojos para siempre, hasta que comenzó a tragar un alimento inusual, el barro y la sangre de su sangre. Todo oscureció de repente mientras las olas del mar rompían a pocos metros, las gaviotas revoloteaban como seres oscuros, aventadas por tanta muerte.
 
 
* Publicado con autorización del autor