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martes, 16 de abril de 2024 01:57h.

...Y la producción mercantil devino Estado - por Tamer Sarkis Fernández

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tamer sarkis“La ausencia de Estado significa, como poco, que el grupo humano no está separado en unidades grupales productivas cuya actividad esté presidida racionalmente por la mercancía”

“La ausencia de Estado significa, como poco, que el grupo humano no está separado en unidades grupales productivas cuya actividad esté presidida racionalmente por la mercancía”

 


Tamer Sarkis Fernández

1. SIGNIFICACIÓN PRODUCTIVA DE LA INEXISTENCIA DE ESTADO

Debe ser advertido que la inexistencia de Estado no significa automáticamente la inexistencia de enajenación de actividad productiva social para el beneficio exclusivo de terceros. Tampoco significa inexistencia de enajenación de producto. Tampoco, en fin, significa que el grupo social, concebido como una totalidad, administre los intercambios inter-sociales que emergen como posibles desde el momento en que existe un plustrabajo materializado. Es decir: la ausencia de Estado no implica inexistencia de especialización política mercantil, contra una situación de “administración de las cosas” que incumbiera a la sociedad como una totalidad[1]. Pero aquello que, como mínimo, sí significa la ausencia de Estado, son dos cosas.

PRIMERO. Significa que la sociedad, aunque practique el intercambio y éste sea una posibilidad abierta por el plustrabajo y por la acumulación de producto sobrante, no orienta la actividad productiva misma hacia la producción de valores de cambio. En otras palabras, la racionalidad productiva no se halla presidida por el intercambio; la conversión de valores de uso en valores de cambio es una conversión a posteriori, sea, tal consideración mercantil, decidida por el grupo humano o bien por una parte del grupo que controla el sobrante. Esto da buena cuenta de que no haya Estado, pues el grupo humano comunitario, aunque se abastezca de elementos que no produce, permanece independiente respecto del abastecimiento secundario, y, por el contrario, se auto-reproduce a partir de su propio producto.

La mencionada independencia hace que no sea preciso organizar la coacción de la producción (Estado), aunque el proceso de intercambio sí pueda estar siendo un proceso político. Bajo dicha última hipótesis, el sobrante es apropiado por una parte social que maneja el destino excedentario y que también maneja su contrapartida mercantil, así como el destino, la apropiación, el consumo diferencial de las mercancías entrantes, e incluso las convierte a éstas en valores de cambio que circulan intrasocialmente y que van a incrementar aún más su capacidad de apropiación, al devenir su “poder adquisitivo”. El Estado no es preciso, en resumidas cuentas, porque rentabilizar el intercambio no ocupa la centralidad de la reproducción social y tampoco de la reproducción posicional de esa parte social desgajada (incluso cuando ella se erige). De modo que no hay por qué disciplinar la actividad productiva convirtiendo la rentabilidad del intercambio en una cuestión que “se juega” en un naciente “orden del trabajo”.

No me cabe duda de que lo detallado arriba ayuda a explicar por qué las superestructuras clasificatorias predominantes en los grupos humanos que detalló Lévy-Bruhl en El alma primitiva y luego otros antropólogos, son superestructuras de cariz no utilitario. La sociedad, aunque incipientemente dividida y aunque intercambie con otras sociedades, no se encuentra enzarzada con ellas en una especie de “carrera” por alcanzar situaciones productivas que la conduzcan a dotar a sus mercancías de valores de cambio tan rentables como fuera posible. La sociedad no es dependiente de cubrir esas cuotas de rentabilidad en lo que se refiere a darse respuesta social reproductiva.

SEGUNDO. La segunda significación de la existencia de Estado se complementa a la primera y es tan importante como ella. La ausencia de Estado significa, como poco, que el grupo humano no está separado en unidades grupales productivas cuya actividad esté presidida racionalmente por la mercancía. Porque, si así fuera, en esa situación alternativa de alienación social del producto se precisaría de una fuerza que mantuviera coactivamente aquello que es la expresión de esa relación social: la propiedad privada[2]. Una fuerza no sólo válida para garantizar la continuidad de la privación, sino para imponer un marco normativo de regulación de las relaciones entre fragmentos sociales que ya no se reconocen mutuamente como sujetos de necesidades[3], sino como portadores potenciales de un valor de cambio -condición para que “los interlocutores de materia” movilicen producto hacia su distribución.

2. TRABAJO PRIVADO Y MERCANCÍA

El mero hecho de que una parte de la sociedad se apropie de mercancías entrantes por vía del intercambio con otros grupos humanos (apropiación que resulta de una apropiación anterior excedentaria respecto de producto sobrante), y de que introduzca socialmente ese entrante no en calidad de valor de uso, sino todavía de valor de cambio, no es un hecho que delate la necesidad presencial de Estado. Me refiero, por contra, a unas circunstancias en que la vida productiva interna se ha cosificado en aquello que Marx denominó en El Capital “trabajo privado” (Marx, 2000). Esta Institución social no debe confundirse con la de propiedad privada, aunque en un nivel social total de consideración, el trabajo privado está produciendo tanto como presuponiendo propiedad privada.

Una sociedad caracterizada por el trabajo privado es aquella que, en lugar de producir unitariamente con arreglo a lo que tomada como totalidad considera, se halla segmentada en unidades productivas que producen respectivamente con arreglo a intercambiar con aquello producido por otras[4]. Es obvio que tanto una sociedad de producción unitaria como una regida por la Institución social del trabajo privado, contienen modos concretos de División del Trabajo Social; producir de acuerdo a un fin total, y no parcial, no significa que los sujetos sociales ocupen indistintamente cualquier tarea. En otras palabras, unidades productivas diferenciadas las hay –salvo en el caso de un grupo humano con una División del Trabajo Social muy poco desarrollada- tanto en sociedades de producción unitaria como en sociedades de trabajo privado. Tampoco es una cuestión de Régimen de Propiedad, ya que las Relaciones de Producción de los sujetos en el seno de una u otra unidad productiva pueden ser perfectamente relaciones no separadas respecto de cualesquier elementos del proceso productivo, para empezar, los Medios de Producción[5]. En efecto, de ellos, esos productores pueden ser los dueños[6]. Así como del producto, que puede no ser una mercancía para ellos y no estar siéndoles privado por una parte que fuera propietaria diferenciada interna a la Unidad de Producción[7].

El nivel de propiedad privada que implican estas condiciones de producción se refiere al desgarramiento de una racionalidad social unitaria en varias racionalidades fragmentarias extrañadas todas ellas –privadas– de considerar la actividad productiva de las demás y sus frutos como algo que trascienda el nivel del cálculo de factores de aprovisionamiento. Esa relación social es el ariete regulador de la distribución de producto. Cada Unidad de Producción en que se halla fragmentada la vida productiva toma en cuenta sus necesidades de producto a la hora de definir qué valores de cambio produce, cuánto de los mismos, en qué momento los pone a circular y en qué momento los priva no ya como valores de uso, sino en tanto que elementos de relaciones mercantiles. Y todo ello según un fin racional de auto-abastecimiento que depende de los éxitos alcanzados en operaciones calculísticas donde los demás cuentan como variables. Y no según un fin racional de abastecimiento que dependa de orquestar las Fuerzas Productivas con que cuenta la sociedad como un todo, de modo que la División del Trabajo Social refleje una complementariedad de procesos productivos distintos, de cuyas materializaciones todos fueran dueños; en lugar de reflejar la separación entre sujetos para quienes, estar incluidos en determinada unidad productiva, les supone indefectiblemente estar excluidos de la vida productiva que la trasciende.

3. EL DESARROLLO MERCANTIL PONE FIN AL COMUNISMO PRIMITIVO

La muestra de sociedades aparecidas en El alma primitiva,[8]de Lucien Lévy-Bruhl, es de sociedades sin Estado. Cuando la racionalidad productiva es, en determinada sociedad, una racionalidad privada (también en el sentido inextricable de “privativa” respecto de las directrices, intereses, potestades sobre sus frutos o toma de decisiones por parte de los no dueños de la producción y/o de la riqueza resultante)[9], esa relación social no es capaz de durar sin un aparato que pueda garantizar la privación del producto de ese trabajo privado (mercancía). Así concebida la cuestión, deja de ser un misterio –o de parecer una cualidad ideal- la ausencia directriz del principio utilitarista de aportación, calibrando el valor de una u otra dimensión de lo real en la esfera de los sistemas de clasificación propios de aquellos contextos societales a-estatales.

En esos contextos, el valor de uso respectivo de unos y otros aspectos de lo real –su disposición a servirnos; su aptitud para ser empleados-, jamás puede estar dirigiendo la clasificación de la realidad al nivel de las representaciones. Y ello no porque la sociedad se comportara “irracionalmente” respecto de la cuestión del valor de uso y lo dejara a un lado, sino más bien por todo lo contrario[i]. Al ser sociedades que resuelven la cuestión de la demanda y de la necesidad básica de recibir y de procurarse utilidades, ya desde la manera misma que tienen de organizar la vida productiva (de acuerdo a unos fines racionales unitarios, y no privados según segmentos productivos), esa cuestión no trasciende a una esfera estratégica que se instalara en la vida mental del sujeto. Éste, al no estar objetivamente separado de la utilidad de la actividad social, que lo tiene a él como fin, no tiene que reingresar estratégicamente en ella a posteriori operando con una realidad exterior y que lo contradijera a él[10]. El recibir y el satisfacerse son funciones reales de una única racionalidad de la producción –aquella en la que los sujetos se toman conscientemente por los fines objetivos de la misma y subjetivamente como decisores respecto de qué son concretamente en tanto que fines y, por tanto, como ordenadores de la producción. Y en esa medida el recibir y el satisfacerse no ordenan ideológicamente el lugar ocupado por los demás sujetos y por el mundo material en el entramado identificativo de la conciencia.

Cuando la mente ha funcionado en el tratamiento social consciente de la vida productiva, definiendo la dirección de una fuerza, en lugar de definiendo particularmente (grupalmente) fuerzas en contradicción que compiten entre sí, o cuya prosperidad y afirmación es una prosperidad privada (sectorial), desde ese momento la relación del sujeto consigo mismo no edita una contraposición con el afuera –objetivado así a modo de fuerza de resistencia- para conquistar políticamente lo sustraído por racionalidades productivas ajenas y así penetrar con provecho en una realidad excluyente[11]. A la mente le falta el sustento material para permanecer enquistada en una supervivencia y auto-valorización entendidas como labores particulares (o por alianzas estratégicas intersubjetivas), y es ocupada por cuestiones que sí suponen atención por contener aunque sea un ápice de problemática o de descontrol social.

Partamos, pues, de esta ausencia de desdoblamiento social de la racionalidad productiva en un trabajo privado (privado a; privativo) y un trabajo privado (de cuya articulación en pos de concretar qué valor de uso ha de tener como actividad productiva, el sujeto está privado). Ese desdoblamiento produce el desdoblamiento del sujeto:

  1. Por un lado, en un productor quien no es la finalidad rectora de la valorización de uso de las Fuerzas Productivas que “posee” la sociedad, de modo que no son puestas todas a conjugarse sistémicamente en un único plan social sino que se conjugan segmentaria y contradictoriamente en función de cuál es el trabajo privado en que son insertas.
  2. Y, por el otro, en un ser aparte promovido a relacionarse con el mundo mediante un movimiento apropiativo de fragmentos del mundo-objeto. Un movimiento en definitiva de entrada e integración como fin usante de ese mundo hecho por relaciones sociales extrañadas.

Si existieran ambos desdoblamientos, existiría Estado, y el hecho es que no existe en esas sociedades. Partiendo de la ausencia de desdoblamientos tales, no sólo se vuelve comprensible la inexistencia del utilitarismo como principio rector del modo de clasificación social, sino también de su reverso inextricable: el altruismo. Hablaré del altruismo en un posterior escrito.


[1] Es el caso de los Baruya (Godelier, 1982). Estas tribus, ni padecen más Estado que el de Nueva Guinea, ni han mercantilizado producto y consumo. Pero la socialización diferenciada con arreglo a sexo (ritos de paso durante la juventud celebrados en un contexto de convivencia segregada, respectivamente, en “la casa de los hombres” y “la casa de las mujeres”) culmina en la fijación distintiva de ésos y de éstas en la división de tareas. Monopolizando las tareas gestoras del intercambio mercantil con otras tribus, algunos hombres se convierten en un puente para el tránsito de productos útiles, valorados o apetecidos por la tribu, lo que hace de ellos “grandes hombres”. Este status, por tanto, se funda en unas condiciones materiales que suponen la alienación de las mujeres en lo que respecta a la administración de la circulación intersocietal de producto y a la relación con otros grupos humanos. Pero precisamente porque así consiguen estos hombres traer producto a la tribu –y con la ayuda del refuerzo ideológico suministrado por ritos, palabras, connotación objetual varia, etc.-, el grupo apoya la persistencia de ocupación monopólica masculina de esa función, de manera que distribución política, y superestructura estatutaria y dominación de las mujeres, se reproducen mutuamente.

[2] Aquí se aprecia a qué se refería Marx con su distinción entre fenómeno y esencia: el hecho de que el producto quedara coactivamente privado al productor manifestó desde su arranque el hecho de que la actividad había dejado de ser social y se había fragmentado, diseminándose y repartiéndose por momentos especializados cuyos protagonistas, en cada caso, siguen su lógica gobernada por la finalidad de dotarse de una situación en que el trabajo acumulado contenga el mayor valor posible. Como la calidad independiente de la cantidad ya no es nada desde ese momento, ya que la cantidad producida equivale a cantidad socialmente suficiente o precisa de valores ingresados (y por mucho que la calidad persista como instrumento útil o incluso necesario a la intercambiabilidad), el “libre uso” de producto por parte del productor deviene “desviación ilícita”, mientras él queda sujeto a una disciplina laboral consubstancial al imperio naciente de la cantidad. Aquí, donde arranca el Estado, acaba la tríada libre producción/productor/producto: “Donde hay Estado, no existe libertad. Donde existe libertad, no hay Estado” (Lenin, 2003).

[3] Por eso, aunque ciertas ideologías gusten de citar ese postulado de Lenin (la ideología “marxista-leninista” para empezar) como si fuera una simple proclama normativa abstracta, esta explicación materialista de la propiedad privada subyacente a la formulación de la antinomia libertad-Estado, se opone a otras. Tanto elogiosas: Locke y su cosificación de la energía de los individuos. Como “críticas”: Proudhon y la ruptura de una supuesta situación primigenia de igualdad entre individuos y familias propietarias productoras y/o distribuidoras; Rousseau y el desarrollo de Medios de Producción que permiten construir vivienda, y con ello fijan al hombre y a la mujer entre sí y en un espacio común y diferenciado de otras parejas, lo que conduce a un sustento fundamentado en la apropiación privativa de medios de vida por cada una de estas díadas.

[4] La Institución de trabajo privado comprende grupos humanos bajo los Regímenes de propiedad más dispares. Así, cada una de las tribus germanas, lejos de vivir físicamente unida en un espacio común, repartía a sus miembros en unidades domésticas –demarcadas y a veces lejanas- donde convivían una o varias familias extensas del mismo grupo de parentesco. Estos grupos residenciales no se reunían más que para la guerra o en la celebración de asambleas, y formaba cada uno de ellos una unidad productiva distinta, con momentos de don y de transmisión de producto sin valor de cambio (reciprocidad), pero también de intercambio mercantil en relación a unidades productivas terceras. En otras palabras, la propiedad de medios y de producto es común en el seno de cada unidad doméstica, y bosques y recursos son comunes a nivel supra-tribal, pero la subsistencia de la tribu aparece mediada por el trabajo privado, ya que la tribu no rige al nivel del parentesco coproductor ni puede disponer directamente de su producto. Al contrario: la asamblea, sus funciones y sus poderes humanos están para garantizar esta “independencia” y tratar asuntos de afectación e implicación común, lo que no dejará de tener cierta resonancia en los modos de asentamiento y de agregación de los pioners (anglosajones, holandeses, alemanes, escoceses presbiterianos), así como en la ideología liberal y su Constitución de 1787. Para una aproximación más pormenorizada de esta forme de organizar la producción y sus repercusiones políticas e ideológicas: Marx, Grundrisse.

[5] Así pues, lo dicho en la nota de arriba en relación al vínculo productivo/consumidor comunitario entre las familias extensas que componían el grupo de parentesco bajo la Institución de trabajo privado a la tribu (y por la tribu al parentesco, como reverso lógico), vale para los telares domésticos antes de que el mercader y el prestamista colonizaran la producción: la familia es propietaria de telar y de producto, pero no hay producción social, sino que el trabajo de terceros les está privado (y a la inversa), y solamente queda socializado por mediación de intercambio.

[6] Es el caso de la sociedad ideal a que aspiran el sindicalismo cooperativista y ciertas vertientes del anarcosindicalismo. En ella, el trabajo no se ha disuelto en producción auténticamente social, donde la atención común a resolver las necesidades alineara la producción a un plan racional y consciente (Engels, 2003). Lejos de ello, persiste su privacidad, allí donde supuestamente clases y propiedad privada de los Medios de Producción habrían sido abolidas. La producción en fábricas, cooperativas, comunas, etc., no es un asunto social general que incumba a una “administración de las cosas”, sino que es “autogestionada” por cada unidad de producción. Estas intercambian entre sí su producto respectivo y/o los trabajadores perciben “bonos de trabajo” que les sirven de standard de valor para la adquisición de productos externos. Así, y visto esto desde el ángulo no de la obtención sino de la oferta, la posesión de bonos dependerá del nivel de circulación de lo ofertado, y con ello la capacidad de consumo de los trabajadores y la capacidad de inversión de la fábrica, cooperativa o comuna en Medios de Producción. Condición que pone a las fábricas de una misma rama sindical en relación objetiva de competencia y pone a la sociedad en camino de reconstitución capitalista.

[7] Las citadas unidades domésticas en las tribus germanas.

[8] Para una comprensión de El alma primitiva, léase Tamer Sarkis Fernández: El alma primitiva lo demuestra. LINK: http://www.larazon.net/2016/12/07/el-alma-primitiva-lo-demuestra/

[9] Una multiplicidad de medios dispuestos para un fin propio de cada unidad productiva, medios entre los que se cuenta la medición misma del estado de la relación de la unidad productiva con las otras o con otras unidades.

[10] Pongamos por ejemplo a los Mbuti: cada niño o niña en un territorio donde este grupo humano se asentaba, llamaba padre a cada hombre y madre a cada mujer (Duffy, 1984). No se precisa la función de “blindaje protector” y “refugio” (el último en un mundo despiadado, parafraseando a Christopher Lasch) contra los extraños, de manera que esa forma de nombrar no es más que el reflejo de la fraternidad auténtica entre sujetos. No hay familia porque el vínculo social expresa la organización de la economía, así que no tiene que ser re-constituido mediante la política dotante al sujeto social de un reducto de auto-defensa o de una entidad provisora de recursos que lo protejan a éste “en la vida” o “en su lucha con el mundo por salir adelante”.

[11] Alguien dijo en cierta ocasión, contra el estúpido tópico burgués según el cual Marx habría prometido una especie de soporífero Paraíso para animales rumiantes, sin conflicto, retos ni problemas que resolver, que, al revés, el comunismo sería una explosión de ellos. Pues la humanidad pelearía, conjuntamente y entre sí, por dimensiones y asuntos de la vida que merecen la pena, en lugar de continuar enfangada en la agonía primaria y ridícula desprendida de la anarquía de la producción, así como en la mezquindad de enfrentamientos y de preocupaciones adjuntos a ésta.

[i] Ello –todo ese párrafo en su conjunto- sea dicho contra las ensoñaciones burguesas en torno a esta ausencia del empleo, en el núcleo de sentido desde el que irradiaran los principios de ordenación para la atención y la valoración sociales hacia los ámbitos de vida. Entre ellas la ofrecida por Christian Ferrer, quien elabora una meta-narrativa partiendo de un “buen salvaje” con un sentido subdesarrollado del uso. Y por tanto con una falta de aptitud para un comportamiento creativo de valores de uso a través de explorar la materia, descubrir en ella esa especie de cualidades, dotarla de ellas, etc. La inflación del sentido subjetivo del uso sería el dato medular de la civilización y de su historia. Sentido materializado en una historia de la técnica que deriva en “la industria” como macro-tecnología del imperio del uso. Esta consideración supone dotar a la industria de una racionalidad propia e independiente de la organización social de la economía que la posibilitó históricamente y para la cual funciona. Pero algo en nuestra calma perduraría como potencial susceptible de ponerse en rebelión contra el uso, y goza de sus momentos de activación. El luddismo habría sido una manifestación de este potencial, y Ferrer escribe para su preparación, provocación y retorno victorioso (Ferrer, 2008).

Otro que se reclama hijo político de Ludd es Jacques Elull, quien eleva la técnica a la categoría de principio rector de una red social en la que seríamos piezas obrando por ese tipo de eficiencia. Este principio permanecería inscrito en unos objetivos funcionales que se remiten a objetivos de cumplimiento cada vez más rápido y “neto”, lo que determina el desarrollo y aplicación de tecnología en renovación constante. Cada aportación marginal tecnológica al imperativo técnico, sería para Elull (1976) una pérdida marginal entre cuanto se desborda del molde técnico, de modo que la tecnología tendería a transfigurarnos en replicantes a imagen y semejanza del patrón técnico.

Esta reivindicación de ascendencia “luddista” es cuanto menos paradójica, si tenemos en cuenta los verdaderos motivos de aquellos destructores de máquinas., quienes decidieron proceder a su incendio en tanto que éstas eran el espacio concreto del trabajo alienado del que pretendían desatarse. De modo que nada más antagónico a su ánimo que reivindicar un trabajo liberado de “la frialdad y la deshumanización maquinista”; esos obreros sabían que esas máquinas habían sido creadas por la misma fuerza clasista de explotación que operaba deslizándose a través de ellas, y como tales las reventaban. Y no por “odio a la máquina” del nostálgico de su pasado artesano y campesino pre-industrial (Arcadia Dorada y Utopía de estos autores que dan que ni pintados con el perfil ideológico que Marx, en El Manifiesto del Partido Comunista, describe bajo la designación de “Socialismo pequeño-burgués”).

* En La casa de mi tía por gentileza de Tamer Sarkis Fernández

TAMER SARKIS