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viernes, 26 de abril de 2024 00:19h.

Samuel Rodríguez, un docente en la Prisión - por Nicolás Guerra Aguiar

 

Comentario de Chema Tante: La intensidad vital y la versatilidad intelectual de Nicolás Guerra Aguiar le lleva a tocar en sus artículos las más variadas teclas de la sociedad, la política y la cultura. Y, encima, el hombre le mete a menudo un toque emocional a sus siempre relucientes textos. Sin embargo, a veces, se pasa. Como en este caso que nos cuenta la historia de un tipo de esos -y esas- que le devuelven a uno la confianza en sus semejantes, tan deteriorada en estos tiempos calamitosos. El ejemplo de Samuel Rodríguez es un bálsamo emocional y yo le agradezco mucho que esté ahí.
Y a Nicolás, por traérnoslo.

 

 

Samuel Rodríguez,  un docente en la Prisión  - por Nicolás Guerra Aguiar

Si tuviera que definir a mi exalumno Samuel Rodríguez Navarro, recuperado hace veinte días a través de una profesora-poetisa catalana que colaboró en la presentación de la Cercada en el Ateneo Barcelonés, diría que es como aquel poeta guatemalteco que reclamó la cárcel para ser más libre. Pero Samuel no denuncia tropelías o asesinatos como en el país centroamericano, víctima de injusticias y barbaries. Él eligió sin traumas, rebotes, desesperaciones o impotencias las aulas de una prisión grancanaria, inaugurada hace un par de años en Juan Grande, Centro Penitenciario Las Palmas II.

Porque este hombre cuarentón y medio con quien compartí aula y clases en el instituto Pérez Galdós (era COU, aquel auténtico preuniversitario) no solo me salió amante de la poesía, exquisito lector de narrativa y apasionado de la Generación del 14 sino que, además, escribe (estoy empezando su <>). Pero si él es tremendamente feliz en tales actividades, estas quedan en un segundo plano cuando me habla del ejercicio de su profesión, maestro en filología inglesa, aunque en la cárcel enseña a leer y a entender contenidos de pequeños fragmentos escritos en español a quienes –por las razones que fueren, aunque ya las conocemos- hoy viven entre celdas, rígidas normas, ineludibles obligaciones, marcados horarios, espacios físicos muy limitados por altos muros, como si solo existiera un solo punto cardinal: son personas condenadas por tribunales de Justicia.

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Samuel Rodríguez, qué tipo

Y es que mi exalumno Samuel Rodríguez dejó hace dos años la comodidad de un funcionario con oposiciones que impartía sus clases en el Centro de Adultos de San Bartolomé de Tirajana. Allí, entre personas maduras que buscaban la titulación imprescindible para salir al mercado de trabajo ejerció la docencia con distensiones y comodidades, con gentes interesadas y, por tanto, ideales alumnos: querían aprender. En 2011 pudo haber continuado en aquella tarea, la enseñanza en el Centro, complaciente en cuanto que satisfacía sus ilusiones personales. Pero cayó en la cuenta de que también hay adultos en las prisiones, y actuó de inmediato: son, tal vez, quienes más lo necesiten pues muchísimos de ellos, la gran mayoría, ni llegaron al Graduado Escolar ni alcanzaron la Formación Básica Inicial, es decir, casi o totales carencias educativas.

Fluyen como en correntías las palabras de este comprometido profesor de cuya sensibilización literaria me siento orgulloso. Hay momentos (sobre todo cuando habla de los jóvenes internos, entre 18 - 21 años) en que se emociona si describe las circunstancias sociales que los acompañaron desde pequeños y que, inexorablemente, iban a conducirlos a prisión, casi siempre por delitos menores acumulados (hurto, trapicheo) aunque no todos son iguales, claro. Pero en la mayoría hay confluencias comunes: no aparecían por los colegios; se fugaban; desestabilizaban el aula (quizás en un desesperado intento de llamar la atención para que se les atendiera personalmente) o, tal vez, habían sido desatendidos por sus padres, acaso algunos de ellos en El Salto del Negro o en el módulo de al lado. (Yo conocí a alguno de este tipo cuando impartí un segundo de Secundaria Obligatoria: el crío –porque era un niño- vivía con la abuela, y su gran ilusión era llevar cordones de oro -símbolo de poder económico- como su hermanastro. Me apreciaba, pues lo traté de <> y le prestaba atención.)

Samuel eleva la mirada como si intentara buscar más allá de nosotros las causas de tales situaciones que se deben, las más de las veces, a lugares de nacimiento. Y sabe de lo que habla, pues el docente es una figura muy respetada por los presos, próxima. Y ellos, los profesores, les acercan lo inaccesible mientras pasan sus meses en prisión: <<Maestro, usted huele a calle, a libertad>>. Y se quedan extasiados cuando el maestro abre la botella de agua con gas, como si la sonoridad rompiera monotonías… A fin de cuentas, es una cadencia que también identifican con la libertad, pues allí dentro no tienen las burbujas, son de otro mundo vedado, al menos por el momento.

Y lo respetan, y lo tratan de usted (como a los funcionarios). Pero no siempre hablan de ortografía, resúmenes, lecturas. Unos son muy cerrados, se imponen la autoclandestinidad aunque no sepan qué están haciendo. Otros, los más, necesitan comunicarse, que los dejen hablar, a fin de cuentas rompen monotonía y rigidez carcelarias. Muchos presumen de paternidades, o de que la piba ya está preñada, aunque no son conscientes ni por asomo de la responsabilidad que se echan encima. Viven al día, sin más perspectiva que el minuto siguiente. Pero hay alguno que ha despertado por ser padre: con veinte años asiste a clase, es riguroso y muy despierto. En otro ambiente hoy sería alumno universitario, y de los buenos, sin duda.

Y Samuel lo siente, claro; a fin de cuentas él es un hombre libre que solo está en el aula un par de clases al día. El problema es de los funcionarios, tantas horas con ellos, y lo que representan para los prisioneros. Y Samuel está seguro de que si él permaneciera diez, doce horas diarias allí dentro, con toda seguridad cambiaría su visión de las cosas. Pero él sigue como maestro, al igual que otros dos compañeros. Samuel lo hace porque ha sido la decisión profesional más reconfortante y apasionante de su vida. Hoy no dejaría aquella prisión, no abandonaría a los jóvenes, a los mayores, los conoce por sus nombres, aunque no sabe por qué exactamente están allí, nadie lo comenta, él no pregunta, silencio, es el aula, no el confesonario, tampoco comisaría, mucho menos el juzgado.

Bien es cierto que recibe grandísimo apoyo de la dirección, interesada en su trabajo. Y de la mayoría de los funcionarios. Por eso, quizás, se siente como en su anterior aula de un colegio de adultos en libertad. Y su experiencia le sirve para plantearse algo en lo que jamás había caído, quizás un prejuicio social, una visión tremendista de la juventud, y que yo le dejo a usted, estimado lector, para que lo medite: en aquel módulo de jóvenes solo hay veintisiete internos. Muchos de ellos, sajarahuis.

Sonríe mientras tose porque ha sido un monólogo dialogado de casi dos horas. Y su sonrisa es reveladora de cómo un hombre puede llegar a romper esquemas preestablecidos. Él, un maestro, se alegra de las bajas en su lista de clases de Lengua, Sociales. ¿Por qué? Sobrecoge: significa que si alguno de los de siempre deja de ir… es que ha recobrado la libertad. Y eso le place más que su propia profesión, la que ejerce en la cárcel porque siente el compromiso social.

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