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jueves, 25 de abril de 2024 00:27h.

Entre Silos (monasterio) y la vida real - por Nicolás Guerra Aguiar

 

SILOS  

nicolás guerra aguiarDon Moisés Salgado no es un monje benedictino más de los 29 que viven, oran y laboran en el monasterio de Santo Domingo de Silos, Burgos, cuyo claustro (siglos XI – XII) es joya arquitectónica del románico. El señor Salgado es, además, prior, abad o superior de la congregación. Por tanto, lo avalan el cargo y los 51 años de permanencia como fraile (voz sinónima, aunque hay ligeras diferencias) en el recinto religioso.

Entre Silos (monasterio) y la vida real - por Nicolás Guerra Aguiar

 

 

La oración del ateo

 

Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,

y en tu nada recoge estas mis quejas,

Tú que a los pobres hombres nunca dejas

sin consuelo de engaño. No resistes

 

a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes.

Cuando Tú de mi mente más te alejas,

más recuerdo las plácidas consejas

con que mi ama endulzóme noches tristes.

 

¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande

que no eres sino Idea; es muy angosta

la realidad por mucho que se expande

 

para abarcarte. Sufro yo a tu costa,

Dios no existente, pues si Tú existieras

existiría yo también de veras.

 

unamuno

 

 

MOISÉS SALGADO   Don Moisés Salgado no es un monje benedictino más de los 29 que viven, oran y laboran en el monasterio de Santo Domingo de Silos, Burgos, cuyo claustro (siglos XI – XII) es joya arquitectónica del románico. El señor Salgado es, además, prior, abad o superior de la congregación. Por tanto, lo avalan el cargo y los 51 años de permanencia como fraile (voz sinónima, aunque hay ligeras diferencias) en el recinto religioso.

ANTONIO LUCAS   Acaso por tal razón EL MUNDO publicó el pasado sábado una rigurosa entrevista realizada por Antonio Lucas, cuya “alma sin dueño” (al decir de Gerardo Diego sobre el ciprés de Silos) consiguió adentrarse en las interioridades más profundas del abad y lo hizo hablar de lo humano y lo divino, lo espiritual y lo mundano, de aprecios y olvidos entre los mismos frailes capaces de tensiones, antipatías, odios y ojerizas por su propia condición de seres humanos (la imperfección de la obra, acaso).

   Obviamente, cuando en la entrevista se abordan determinados temas la perspectiva del señor Salgado se asienta en principios religiosos (absolutamente respetables, claro). Sin embargo, en un momento se define como persona afectada por la realidad política: “Es horrible la ligereza con la que aquí se roba y se falta el respeto a la sociedad”. Tal contundente afirmación inicial invita a la continuidad de su lectura no sé si por sorpresa, impacto, morbo o esperanza de palabras mayores (¡es tan largo el olvido!...) A fin de cuentas son reflexiones de un ser humano inteligente y responsable como prior de Silos, recinto fundamental incluso en la formación del castellano. Mira más allá de tal soberbia monumentalidad artística envuelta en cantos gregorianos, reuniones, oraciones, trabajos… desde los maitines –antes del amanecer- a las completas, las nueve de la noche.

   No obstante, ellos juegan con manifiesta ventaja frente a quienes viven las angustias existenciales (imperiosa necesidad de Dios, por ejemplo, para justificar su razón de ser en el mundo). Estos, claro, están fuera de las paredes monacales, ajenos a rezos, biblioteca milenaria y boticas con más de cuatro siglos de existencia. Porque los benedictinos enclaustrados tienen el “Diario contacto con Dios, la palabra del Evangelio y el maestro que es Jesús de Nazaret”. Por tal razón se encaminan por la única vía posible, acaso muy limitadora: no pueden dudar de la existencia de Dios, Verbo divino, el Amado, según San Juan de la Cruz. A fin de cuentas, la exclusiva razón de su enclaustramiento.

     Hombre sereno, lúcido, pensador, el entrevistado defiende su fe como indestructible asentamiento para la vida, único motor capaz de aceptar como rigurosamente cierta la existencia de Dios. Sin embargo da pie a la duda sobre Dios e, incluso, es capaz de entender no ya a los escépticos (su base es, precisamente, la incertidumbre) sino, incluso, a quienes niegan rotundamente su existencia a través de la razón. Por tanto, me hace recordar un soneto unamuniano -“La oración del ateo”- en el cual se enfrentan, precisamente, los dos elementos en discusión, es decir, fe – razón. 

   En la composición poética Miguel de Unamuno presenta dos enfoques ante la vida: uno, la necesidad de Dios. Otro, su negación. Así, orar (“oración”) es –en su propia estructura etimológica- suplicar a una divinidad, en este caso Dios. Pero es ateo quien niega la existencia de cualquier dios, también en este caso el de la religión cristiana. O lo que es igual: Unamuno reclama desde el mismo título sonetil la atención al Dios de Abraham (fe), inexistente desde el punto de vista de la razón. Es decir, según el propio ensayista, se trata de un hombre (él) “Que dice una cosa con el corazón y la contraria con la cabeza, y que hace de esta lucha su vida. Más claro, ni el agua que sale de la nieve de las cumbres”.

   El poeta vasco confirma el inicial planteamiento en el primer verso del soneto a través de dos estructuras rigurosamente opuestas: “Oye mi ruego Tú, Dios que no existes”. ¿Puede oír quien no existe? Unamuno es consciente de tal imposibilidad. Sin embargo se dirige a Dios y, a la vez, niega su existencia. Necesidad (fe) en oposición a razón. (El presente gramatical “existes” tiene valor de pasado, presente y futuro: ni existió Dios, ni existe, ni existirá en cuanto se reclame a través de la razón).

   ¿Es esa necesidad de Dios a la cual se refiere el prior cuando afirma que “El hombre necesita certezas, aunque sean falsas”? Es decir, ¿el hombre reclama la existencia de un dios infinitamente superior, sin principio ni fin, origen de la vida y necesario final del propio hombre cuando este haya muerto? Si así fuera, ¿cómo puede el hombre tan siquiera sospechar sobre la existencia de otra vida, la tradicionalmente llamada sobrenatural si, a fin de cuentas, el hombre es Razón, pensamiento, deducción, lógica, desapasionamiento? La fe del señor Salgado lo lleva a la creencia en Dios, a lo que él llama “la certeza”. Pero la certeza (‘Firme adhesión de la mente a algo conocible, sin temor de errar’) ¿es acaso seguridad absoluta? No. Tal vez, necesidad para justificar su propia razón de ser. Si no se ha experimentado a Dios, es definitivamente imposible la racional convicción sobre Dios.  Tal concluyen los versos finales: “[…] pues si Tú existieras, / existiría yo también de veras”.

   En otra parte de la entrevista la noble condición humana del señor abad trasciende claustros, oratorios y gregorianos. Ya no está solo al servicio de su causa, rigurosamente decente. Al fin, por fin, tímidos sectores del clero miran hacia la realidad, salen a la calle y comprueban calamidades ajenas, acontecimientos dolorosos. Sienten cómo impactan dardos hirientes en su sensibilidad (creo al señor abad cuando afirma que “Lo viven con dolor”). Sin embargo, su vocación es lo más importante, dice: “Tomamos distancia, pero nunca por egoísmo”.

   Y mientras contemplan desde la distancia, acaso solo ven los largos caminos de la vida cargados de sinrazones en cada espera…

* En La casa de mi tía por gentileza de Nicolás Guerra Aguiar

NICOLÁS GUERRA AGUIAR RESEÑA