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viernes, 19 de abril de 2024 10:24h.

¿Por qué tantos "pero"? - por Marco Lojo

Suele suceder por desgracia, que cuando una masacre de un país del llamado “occidente” es arrasado por las bombas de la barbarie en cualquiera de sus formas, las condenas de los luchadores por la justicia social parezcan condenas a medias tintas.

¿Por qué tantos "pero"? - por Marco Lojo *

Suele suceder por desgracia, que cuando una masacre de un país del llamado “occidente” es arrasado por las bombas de la barbarie en cualquiera de sus formas, las condenas de los luchadores por la justicia social parezcan condenas a medias tintas. Pareciese que, al igual que los medios de comunicación de masas ponen en segundo plano las masacres que ocurren en países del segundo o tercer mundo –cuando no directamente las ignora-, le quisiéramos quitar importancia a la vida de un ser humano que es, en sí misma, el tercero de los derechos humanos reconocidos -“Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”- y la base obviamente material para cualquier desarrollo de los mismos.

Pero nada más lejos de la realidad: a pesar de que nos indigne que el respeto a los muertos se otorgue según el lugar de fallecimiento –la persona que pasaba por las calles del Líbano tiene menos consideración mediática del que casualmente se encontraba en el estadio de París-, nuestro más sincero pésame para todos y todas aquellas personas a las que el fanatismo les arrebató un conocido, un amigo, una amante, una madre, un hijo... Entonces, ¿por qué pareciera que nuestras condenas unánimes y nuestros pésames estuviesen cargados de condiciones, vacíos del desprecio que merecen los que les quitaron las vidas? ¿qué es lo que ocurre?

Ocurre que cada muerte en occidente despierta a un Leviatán contra los pobres de otras latitudes, a otros seres humanos que, como los franceses, son objeto del fanatismo, pero en este caso de otro signo: el fanatismo de la guerra, el fanatismo del poder.

El triste caso de las Torres gemelas despertó el siglo XXI con el desdén de los derechos humanos de un Presidente idiota jugando a ser Dios –además de que creía, al igual que los asesinos en Francia, que los designios criminales se los dictaba igualmente la Providencia. En nombre de la venganza –llamada con prepotencia “justicia infinita”-, convirtió los Estados de Iraq y Afganistán en un polvorín, murieron decenas de miles y centenares de miles de personas inocentes en nombre de las víctimas que cayeron ese fatídico 11 de septiembre de 2001, y, para rematar la jugada, se evidenció que ni siquiera era la venganza –un sentimiento respetable, pero que jamás puede guiar la justicia en una nación civilizada- lo que guiaba sus acciones, sino la avidez económica de unas pocas empresas privadas –Halliburton, Lockheed Martin- las que manipulaban la acción militar para su propio beneficio.

Si por si no fuera poco, de aquellos barros, estos lodos: hace poco ha sido uno de los conspiradores contra la paz de aquella época, Anthony Blair, quien reconoció que nunca hubo fundamento de invasión a Iraq –el segundo país que cayó en ese intrincado mapa geopolítico de intereses imperiales-, y que de la desestructuración de ese país vienen los demonios –Daesh, Boko Haram, fortalecimiento de Al Quaeda-, que nos asaltan…

Por eso, nos aterroriza los llamados a la firmeza, las llamadas a la guerra: porque nos duelen nuestros muertos, los que ya han fallecido y los que pueden estar al venir, porque el género humano es internacional y lo mismo da que mueran en París que en Damasco. Porque de las intervenciones militares sólo se han cosechado ataúdes, una industria armamentista en crecimiento y la pobreza de los que aquí pagamos con facturas su bonanza y allá los que pagan con cadáveres su miseria. Porque un mundo más justo no pasa por el fortalecimiento de los argumentos de los fundamentalistas y el fortalecimiento de los intereses que ganan con la guerra, porque como ya dijimos en el 2003, no, nunca más, el Leviatán de la guerra, ni el recorte de las libertades, ni la criminalización indiscriminada. Nunca más dejarnos arrastrar por la barbarie y lanzarnos en brazos de los bárbaros, ni los de aquí, ni los de allá.  

* En La casa de mi tía por gentileza de Marco Lojo