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jueves, 18 de abril de 2024 09:52h.

Vivencias callejeras en colas, ¡ar! - por Nicolás Guerra Aguiar

 Hay días en que uno pisa la calle y, tras distintas actividades, rememora aquella secuencia que leí en algún sitio: “Hoy hace un día estupendo. Por tanto, es casi seguro que alguien vendrá a jodértelo”. Y la jeringona sentencia se cumple al pie de la letra, ¡malrayolaparta! Lo cual implica, de paso, que nuestros ritmos cardíacos se disparatan y pueden aproximarnos a la apoplejía mental. O nos dejan en la fase intermedia, la del emputamiento, que también se las trae.

Vivencias callejeras en colas, ¡ar! - por Nicolás Guerra Aguiar *

 Hay días en que uno pisa la calle y, tras distintas actividades, rememora aquella secuencia que leí en algún sitio: “Hoy hace un día estupendo. Por tanto, es casi seguro que alguien vendrá a jodértelo”. Y la jeringona sentencia se cumple al pie de la letra, ¡malrayolaparta! Lo cual implica, de paso, que nuestros ritmos cardíacos se disparatan y pueden aproximarnos a la apoplejía mental. O nos dejan en la fase intermedia, la del emputamiento, que también se las trae.

   Como tenía que hacer varias diligencias salí a las ocho y media del jueves. Lo llevaba todo apuntado en un papel: supermercado, quiniela…, e incluso el nombre de las pastillas que tomo desde hace dos años -¿o serán tres?- para recuperar la memoria. (Es que, por el momento, nunca recuerdo cómo se llaman cuando llego al mostrador de la farmacia. A mí ya me está resultando relajienta la cosa.)

   Mi primer paso –para evitar las aglomeraciones de mediamañana- fue a Correos. Como iba a ser el primero –o, a todo reventar, el segundo-, estimé que en un par de minutos pondrían el sello en la carta. Sorpresa: a las ocho treinta y dos cogí el número 10. Sin embargo, no me impactó: a fin de cuentas, ya atendían a los dos primeros. Pero hete aquí que cuando descubrí a tres personas con pequeñas maletas de ruedas, sospeché lo peor. ¿Y qué pasa, estimado lector, cuando uno presiente, intuye y conjetura que algo va a pasar? Pues eso: que pasa. Y pasó que las tres personas llegaban de organismos oficiales y, por tanto, cada una portaba un mínimo de 30 sobres para correo ordinario; cinco o seis para certificar y dos grandotes que deben pesarse y todo eso. Total: terminé a las nueve.

   Llego cinco minutos después a un banco. Como siempre a esas horas, uno de los dos cajeros no funcionaba: reponían billetes. Por tanto, lo típico: “En este momento no está operativo. Disculpe las molestias”. (¡La madre que te parió!) Echo un vistazo a mi alrededor y observo las caras burleteras de 11 personas que estaban en la misma cola… del otro cajero. Intenté desmosquearme, pero las jodelonas sonrisas casi me sacan de los nervios, y temo las consecuencias: un cachimbazo. U dos. “Con paciencia, me dije. Relájate y piensa que está empezando el día”. Y me distendí, bien es cierto, hasta que caí en la cuenta de que para mí el día había empezado cuatro horas antes. Entonces me subió un ardor desde la bocalestógamo que me dio una flojetú, pero me repuse. Agraciada juventud.

   Obviamente, me esperaba alguna otra sorpresa. Como el personal en los bancos está menguado y solo quedan representaciones espirituales (¿cómo, si no, se ganan cientos de millones en seis meses?), muchas operaciones de pago que antes hacían por ventanilla hoy las desplazan a los cajeros. Y como los códigos tienen 200 números y los lectores electrónicos no funcionan, muchos mayores se lían con botones y referencias, el tiempo asignado se agota… ¡y vuelta a empezar! ¿Podrá usted creerme, lector, si le digo que las tres personas anteriores a mí estuvieron veintidós minutos dale que te pego, mete y saca tarjeta, y cada vez más encabronadas? (A punto estuve de una tollina bien dada cuando les canté en alta voz que nosotros éramos los culpables / de todas las angustias, / de todos los quebrantos… ¡Hay verdades que ofenden!) No obstante, a las diez menos diecisiete hice la despedida triunfal: ¡ya había sacado los euros para el pago del garaje! ¡Suenan los rubenianos claros clarines!

   Y como en el juego aquel (“de oca a oca siempre toca”), salí de la acera (por suerte, sin solajero) y me dirigí a otro banco cercano, recibo del agua de la casa de Gáldar. Cuando pregunté en la fila por el último, del biombo publicitario salió la cabeza de una señora, casi lo único que le quedaba a la criatura. La pobre mujer, añulgada y cadavérica, susurró un “yo” sin énfasis ni nada. (Alguien comentó que la señora llevaba en la cola tres días, lo cual me pareció exagerado. Bien es cierto que se le había ido la color de la cara, pero eso puede ser también por culpa de las almorranas, que cuando dicen “¡Aquí estamos!” llegan para una larga temporada, las muy jodelonas. A las diez menos catorce yo hacía el número 16, ¡que me quede aquí muerto si no es verdad!

   La foto era de pena, penita pena, pena de mi corazón. Tres colas había. Una, en la que me encontraba, para el único empleado del mostrador. Otra, para hablar con la única persona que atendía ruegos y preguntas. Y una tercera para contactar con el –aquí sí cabe “único”- director. Por suerte, alguien llevaba mascarilla de oxígeno por prescripción médica a causa de los serridos, y de cuando en cuando los más necesitados se echaban una caladita que les llegaba hasta el alma, angelitos de Dios. ¡Había que ver aquellas caritas de agradecimiento, los pobres!  Dos veces entraron los servicios municipales que atienden las colas, y en los dos casos fue por desequilibrios mentales y manifiesta agresividad según el parte policial. Hay gente muy peleona, ¡las drogas, seguro!

   Cuando salí a la calle (diez quince) fui al supermercado. Hice la compra (12 minutos) y me acerqué a la única caja abierta. Conté: tres carros bien despachados y seis personas delante. Arrimé mi cesta a un ladito y, más feliz que El Pupa, allí la dejé (los fritangos, al congelador). Hoy, de almuerzo, una pellita de gofio con cebolla de Garda. Como somos dos, no tendré que hacer cola en la cocina. El día no me rejundió, pero pletorizo y deseo que llegue la hora del conduto aunque eché la mañana por la borda, ¡maslimpiaíta! (¡Anda! Y ahora que me viene: ¡por tanta cola y cabreos no me acordé de las jodías pastillas! ¡Si te digo yo!...)   

 

* En La casa de mi tía por gentileza de Nicolás Guerra Aguiar