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martes, 23 de abril de 2024 23:57h.

Volvimos a la calle. Pero ya no es la misma - por Nicolás Guerra Aguiar 

 

nicolás guerra aguiar pequeñaa hacer míos los problemas de las aulas. A fin de cuentas, mis espacios profesionales durante casi cuatro decenios y tres mil once reformas (en una, hasta se reclamaba el disparatado rechazo a la memoria)… para llegar a la situación actual. Como si nada se hubiera logrado a pesar de insensateces y directrices emanadas de teóricos pedagogos, ignorantes ellos de la realidad aularia.

Volvimos a la calle. Pero ya no es la misma  - por Nicolás Guerra Aguiar *

  Estuve el jueves en la manifestación por la enseñanza pública. Desde días anteriores volví a hacer míos los problemas de las aulas. A fin de cuentas, mis espacios profesionales durante casi cuatro decenios y tres mil once reformas (en una, hasta se reclamaba el disparatado rechazo a la memoria)… para llegar a la situación actual. Como si nada se hubiera logrado a pesar de insensateces y directrices emanadas de teóricos pedagogos, ignorantes ellos de la realidad aularia.

   Es decir, retrocedimos al mismo escenario de años atrás cuando se aniquilaron por reales decretos los básicos avances conseguidos. Así, caos, desorden, desconciertos, restricciones presupuestarias para los centros públicos, siempre los públicos… Burocratizaciones excesivas, ignorados informes del profesorado, normas de evaluación marcadas desde despachos pletóricos de teorías ajenas a la realidad de las aulas. Si no desprecio, sí desdén hacia los docentes, los eternos ignorados y relegados docentes, como si su experiencia no interesara…

   A mediados de nuestros años setenta camino de los ochenta y los noventa, cuando la sociedad era un hervidero de movimientos ciudadanos, se luchaba con bríos por la recién nacida democracia: la calle fue de todos.  Pertenecía a las ideas, a las elementales exigencias, a la busca de justicias sociales; se había convertido en lugar de reencuentros con denuncias, proclamas pacifistas, reclamaciones… Manifestaban apoyos a sanos planteamientos, reivindicaban paz y libertad, educación de calidad, disminución del número de alumnos por aula, el derecho inalienable de un pueblo a dirigir su propio destino. 

   La calle, en fin, volvió a sus legítimos propietarios, a quienes habían sido expulsados de ella por la violencia de palabras cargadas de sinrazones y fogosos uniformes, fanatismos entorpecedores. Estos se habían apoderado de ella y le habían robado al pueblo espacios comunes, naturales. Sitios que desde la Revolución Francesa la ciudadanía conquistó con sangre y muertes, cárceles y fusilamientos mientras cantaba a la libertad, a la igualdad, a la fraternidad.  

   En tales años, mediados los setenta, avanzados los ochenta y hasta finales de los noventa, sin llamadas a través de móviles ni preparativos iniciales, miles de voces respetuosas incluso con quienes habían usurpado la voluntad popular se reunían. Caminaban hacia organismos oficiales (Gobierno Civil, Delegación del Gobierno, consejerías o Presidencia) para denunciar y demandar lo que en conciencia les pertenecía. Ni tan siquiera rastreros insultos o provocadoras provocaciones de algunos -ajenos a los cambios, amamantados en la etapa anterior- conseguían romper serenidades, relajamientos y rimadas palabras cuyos ecos acompasaban y vitalizaban a la multitud.

   Aparceros llegados de Vecindario, Mogán, Telde, Gáldar o Sardina (del Norte y del Sur) recorrían las sorprendidas calles de Las Palmas, movían sus movimientos por León y Castillo camino de la Plaza de la Feria... Mientras, manos encallecidas, avejentados rostros comidos por el sol y los surcos de la tierra confiaban, por una vez, en la Justicia Social. Soñaban –sueños eran, fueron- en desapariciones de medievalismos, feudalismos, miserias de cuarterías y explotaciones en las tierras de Gran Canaria, heredadas por muy pocos para avasallar dignidades humanas.

   Eran, también, hombres y mujeres de muelles y puertos, fábricas de tabaco –Favorita- o factorías pesqueras -Lloret y Llinares, Ojeda-. Se sumaban obreros de platanares y plataneras, de campos arados con yuntas y brazos de hombres, mujeres, hijos. Siempre de lunes a lunes, pues los tiempos no permiten descansos, relajaciones… Ni los amos, por supuesto, quieren oír hablar de derechos, tratos inhumanos, reconocimientos a cada uno de lo que cada uno se había ganado honradamente.

   Las aulas de los institutos de la calle Tomás Morales hervían con fresca y juvenil sangre de hijos de obreros no cualificados: empezaban a llegar a ellas en imprescindibles y justas arribadas. Al fin se abrían amplios horizontes a quienes fueron desde tiempos inmemoriales condenados a servidumbres, explotaciones, marginaciones y trabajos cuyos rendimientos engrandecían económicamente a otros, eternos propietarios de las sempiternas fuentes de riquezas.

   Con ellos, y con los hijos de la clase media, y con algunos de los otros salimos a la calle también en magistrales enseñanzas, pues no todo podía reducirse a las tradicionales asignaturas. Debíamos educarlos y formarlos para que ellos accedieran a los llamados “puestos de arriba”, los reservados hasta el momento a las minorías. Desde pasillos y aulas, con tres sindicatos estudiantiles en el ya centenario instituto Pérez Galdós, con asambleas, palabras serenas y apasionadas, los estudiantes nos invitaban a caminos por las calles para requerir y exigir, para luchar por la enseñanza pública. Esta urgía urgentes tratamientos, imprescindibles renovaciones, ansiados cursos de formación al profesorado: eran momentos de revoluciones sociales y educativas para todos.

   Estudiantes de ahora empiezan a tomar conciencia: la juventud no es solo para vivirla entre caricias y besos (también, por supuesto). Conocen sus derechos, justos derechos a la formación equilibrada, ordenada, benefactora de mentes e ideas. Por eso quisieron salir el jueves a la calle, salieron al compromiso. Tarde fue. Pero, al fin, tomaron sosegadas decisiones (para muchos fueron revolucionarias y transformadoras). No obstante, la rebelión frente a la oficial enseñanza en Canarias no puede limitarse a esta manifestación de un día, acaso bautismo de calle y reivindicaciones para casi el cien por cien de ellos.  

   En ella, ¡a cuántos miles eché de menos! La calle Tomás Morales no fue el jueves un hervidero de mentes y conciencias. Años atrás la cabeza de la manifestación doblaba ya por Juan XXIII mientras la cola aún no se movía en el Obelisco. Miles y miles de personas (padres, abuelos, alumnos, docentes…) elevaban sus voces y silencios ante inmoralidades, frente a la maltratada enseñanza pública. Fueron tiempos en que los sindicatos movilizaban, mucho antes de sus anquilosamientos…

   La gente del jueves merece todos mis respetos. Pero la sociedad canaria la dejó sola. La misma sociedad que rebosa campos de fútbol, galas, mogollones y cabalgatas… Bien es cierto: es fácil contentar a la masa cuando su condición de ser pensante está obnubilada.

* En La casa de mi tía por gentileza de Nicolás Guerra Aguiar