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jueves, 18 de abril de 2024 01:14h.

José Luis Correa, la preocupación por el lenguaje - por Nicolás Guerra Aguiar

Una de las primeras tareas que debe emprender un profesor de Lengua Española en el aula ha de ir dirigida, fundamentalmente, a evitar las confusiones lingüísticas como sucede con las voces lengua / dialecto, lengua / lenguaje. Así, escritores hay que usan el convencional lenguaje cromático de la rosa (roja –Garcilaso-; azul –Lorca-; blanca –Martí-; dorada –Alonso Quesada-)  para dar a entender algo y, a la vez, embellecer el estilo con tal código de colores. (Sí, es cierto: embellece, hermosea. Pero, a la vez, dificulta la comprensión del texto si no se sabe –estrato superior- por qué la  rosa lorquiana «de tu vientre» es azul, por ejemplo.)

José Luis Correa, la preocupación por el lenguaje - por Nicolás Guerra Aguiar

Una de las primeras tareas que debe emprender un profesor de Lengua Española en el aula ha de ir dirigida, fundamentalmente, a evitar las confusiones lingüísticas como sucede con las voces lengua / dialecto, lengua / lenguaje. Así, escritores hay que usan el convencional lenguaje cromático de la rosa (roja –Garcilaso-; azul –Lorca-; blanca –Martí-; dorada –Alonso Quesada-)  para dar a entender algo y, a la vez, embellecer el estilo con tal código de colores. (Sí, es cierto: embellece, hermosea. Pero, a la vez, dificulta la comprensión del texto si no se sabe –estrato superior- por qué la  rosa lorquiana «de tu vientre» es azul, por ejemplo.)

En el extremo opuesto encontramos a escritores (escriben) que llenan sus páginas de voces irregulares, aunque ellos las definen como elementos identificadores de su pueblo. Así, cantan el uso de estijeras o defienden como del léxico dialectal la palabra arrejuntarse cuando, en realidad, esta figura en el DRAE.En otros, por suerte –es el caso del profesor y novelista canario José Luis Correa, con quien tomo el café- dominan prudencias, mesuras y sensatas moderaciones. Así, por ejemplo, uno de sus más entrañables personajes (Colacho Arteaga, el abuelo republicano), llama Ricardillo a su nieto, sufijo –illo que en Canarias traduce entrañable aprecio, cariño paternal; o tolete (‘tonto’), pero nunca despectivamente. Y como forma parte del paisaje de Las Palmas, la panza de burro se manifiesta con prepotencia, dominante. Y en su deambular por el submundo capitalino, Ricardo Blanco recibe alguna que otra tollina.

Quiere huir José Luis Correa de la novela costumbrista, y lo consigue; es un escritor hábil, escrupuloso maestro de la lengua. Por eso sus novelas no son simples aglomeraciones de canarismos, voces o construcciones que definen nuestro impecable dialecto por más que para muchos defensores de la canariedad hablamos mal cuando decimos ustedes, guagua, seba, fonil.  José Luis Correa –exquisito narrador, maestro en el dominio de la lengua- no busca que en su obra haya voces canarias como pago al canon que debe abonar porque paisajes, espacios físicos y personajes se localicen a lo largo y ancho de muchas de ellas en nuestra Isla, pueblos, Las Palmas, barrios capitalinos, playa de Las Canteras, calles conocidas. No, en absoluto: a sus personajes (es el caso de Colacho, el viejo enamorado de la mar) o al narrador en primera persona les salen porque aparecen con naturalidad. 

Me cita un comentario de Juan Manuel García Ramos (extraordinario ensayista, le apunto) porque reconoció que la generación de José Luis (¿generación o coincidencias en algunos aspectos?) sitúa el desarrollo de la acción en tierra canaria, con personajes canarios. (Lo interrumpo y le digo que no son los primeros, toda vez que  dos grandes novelas canarias -Guad, 1970; Mararía, 1973- ambientan sus acciones en Tenerife y Lanzarote, respectivamente. E incluso antes: Alonso Quesada o Víctor Doreste.)
Y aquel comentario de García Ramos le da pie para entrar en una importantísima matización: él, Alexis Ravelo, Carlos Álvarez, Antonio Lozano, Javier Hernández… no son hijos de la mal bautizada Narraguanche, autores canarios que se dieron a conocer en la década de los setenta. En todo caso, estos son los «hermanos mayores». Porque sus padres fueron hispanoamericanos, el realismo mágico de Cortázar, Borges, Rulfo, García Márquez, Vargas Llosa… a quienes leyeron en los años setenta, mucho antes que a los canarios de la inventada Narraguanche.

«¿Una fundamental diferencia?», pregunta retóricamente José Luis. Él da dos: sus espacios físicos –él, Alexis…- están en  Canarias, lo cual no ocurre con los mayores nacidos en torno a los cincuenta, incluso algo antes. Y otra: a ellos no les preocupan las implantaciones de lo que en su momento   se llamó «las nuevas técnicas narrativas» (Proust, Joyce, Faulkner, Dos Passos, Nouveau roman) y que tanto se localiza en la generación  de los setenta. Los nuevos escritores como  José Luis Correa descubren que Macondo es, en efecto, un espacio mítico de García Márquez. Pero Macondo es América, la América de habla hispana con sus riquezas dialectales. Y si los suramericanos se sitúan en las tierras en que nacieron, y sus personajes hablan como lo hacen los paisanos, ¿por qué los canarios no pueden hacerlo? ¿Acaso París, Roma, Londres, Nueva York…  no han tenido ya a sus cantores? ¿No han sido, acaso, espacios de acciones novelescas?

Me mira fijamente, como si buscara  en mí la respuesta a su afirmación, y teoriza: «los de hoy, ¿somos realmente una generación o, quizás, la coincidencia de que todos necesitábamos espacios concretos, paisajes con nombres y apellidos, espacios físicos de nuestras realidades físicas?». A fin de cuentas, todos son isleños, por más que algunos deambularon por otras tierras, y sus vocaciones son universales.  Pero, sin ponerse de acuerdo, coincidieron en que debían caminar por las Islas, por Las Palmas y sus calles en el caso de los grancanarios; por los mismos pueblos del interior, curiosa coincidencia. Pero entre su producción novelística y la del profesor Quevedo García –Las palmeras no es novela negra, por ejemplo- hay grandes diferencias.

Es más: ni tan siquiera coinciden las de Alexis Ravelo y la suya (ya lo dijo Ravelo: «en los bares de Pepe, sus personajes son clientes; en los de mi novela, son camareros»). Pero, eso sí, hay un elemento común en ambos: sus muertos de la novela negra les sirven para hablar de aquello que les interesa; a veces parecen –opino- solo la excusa para entrar en los temas que les apasionan… o preocupan. Por ejemplo: el detective privado de Correa –Ricardo Blanco- es un hombre honesto, fiel al código de honor. Y como a su autor –lo sé; créame, estimado lector- la indecencia le pone los pelos de punta, «le da pavor». ¿Cuál? Eche usted mismo, lector, un vistazo a la sociedad en que vive. ¿Son acaso decencia, pudor ético, conciencia rigurosa, honestidad, elementos definidores de quienes están en el poder? ¿Cuánta mediocridad tiene hoy potestad decisoria en temas de trascendental importancia social, política, económica?

Sí, a José Luis Correa le pavoriza la desvergüenza. Y como es consecuente, no puede darle la espalda. ¿Queda claro por qué su álter ego, Ricardo, adora a Colacho? Él fue quien lo educó en la decencia, en la honestidad.   Y cuando muere por muerte natural, la seguridad de Ricardo se desestabiliza: ¿a quién mirará ahora para que sigan enhiestos aquellos principios básicos que su abuelo representaba?  Cuando Pepe mira hacia el suelo, lo entiendo perfectamente: Blue Christmas (su última novela) es desconcierto, indignación, crisis de madurez personal, la «novela de perdedores y perdidos».

Sí, es un gran novelista, y un hombre de principios. Por eso lo admiro desde hace muchos años, desde las aulas del Pérez Galdós.

 

También en:

http://www.canarias7.es/articulo.cfm?Id=297740