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viernes, 29 de marzo de 2024 10:20h.

Lazareto de muerte -por Francisco González Tejera

 

 
FRANCISCO GONZÁLEZ TEJERAEl “Cabo de vara” le rompió la clavícula a Juan Tejera, que no se quejó, para no darle el gusto a los fascistas de verlo humillado, se quedó en el suelo arrodillado aguantando el inmenso dolor. Sabía que esa madrugada se habían llevado a nueve camaradas para arrojarlos a la Sima de Jinámar, era consciente de que en cualquier momento le podía tocar. 

Lazareto de muerte -por Francisco González Tejera *

 
El “Cabo de vara” le rompió la clavícula a Juan Tejera, que no se quejó, para no darle el gusto a los fascistas de verlo humillado, se quedó en el suelo arrodillado aguantando el inmenso dolor. Sabía que esa madrugada se habían llevado a nueve camaradas para arrojarlos a la Sima de Jinámar, era consciente de que en cualquier momento le podía tocar. 
 
Se arrastró como pudo hasta la exigua litera de madera del barracón del campo de exterminio de Gando (Gran Canaria), donde dormían cada noche siete hombres destrozados, piel y hueso.
 
No dejaba de pensar en su amada Frasquita, en posición fetal sintió por unos instantes la calidez y la ternura del interior de las entrañas de su madre.
 
Los “Cabos de Vara” eran presos que por una ración más de la pestilente comida o por obtener ciertos privilegios, le hacían el trabajo sucio a los fascistas, eran mucho más crueles que los propios falangistas y militares, daban más fuerte con los palos de madera y las pingas de buey, eran brutales para demostrar a sus verdugos que podían ser buenos carniceros sobre sus propios compañeros.
 
Juan llevaba cinco años en el campo viendo todo tipo de atrocidades, torturas y crímenes, hombres que eran asesinados a golpes en el patio interior en presencia de todos los presos, el maltrato constante por parte de aquellos seres demoniacos, que no tenían suficiente con hacerlos trabajar de sol a sol abriendo ridículas zanjas que luego volvían a cerrar y abrir, en un proceso interminable para el dolor ilimitado y la humillación de quienes sobrevivían entre piojos, chinches y enfermedades mortales como el tifus, que cada semana se llevaba la vida de decenas de compañeros y amigos.
 
De madrugada llegaban las “Brigadas del amanecer” para llevarse a más reos a los pozos y simas de la isla, sobre todo a la Marfea, donde eran arrojados vivos dentro de sacos atados de pies manos, la mayoría de las veces con piedras dentro para que se hundieran irremisiblemente en el mar.
 
Después de un día agotador de trabajo esclavo llegaban al barracón y recogían la exigua ración de agua apestosa con algún trozo de verdura, caminaban como zombis por el antiguo lazareto reconvertido en campo de concentración.
 
No había colchón en las literas, solo algo de paja sobre la dura madera y en el espacio de uno se acomodaban siete, se colocaban de tal forma que pudieran caber en el minúsculo recinto, unos con las piernas hacia arriba, otros con las cabezas en el otro sentido, cada uno sabía cómo colocarse desde el día que asesinaron a golpes al joven sindicalista de la CNT, Pedro “El barbero”, desde que fueron siete el espacio de Perico quedó libre, pero en una especie de ritual sin nombre lo respetaban, parecía que su alma, o lo que fuera, estaba presente en el abrazo nocturno para evitar el frío congelante de aquel marzo de 1940.
 
JUAN TEJERA
* En La casa de mi tía por gentileza de Francisco González Tejera