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jueves, 28 de marzo de 2024 09:57h.

La Trompeta de Jericó - por Alejandro Floría Cortés

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alejandro floría cortésUna vez a la semana suelo ir a comer al McDonald`s de la Plaza de la Victoria, habitualmente los viernes. En la zona hay oferta para elegir otras opciones presuntamente más saludables, pero, de alguna manera, esa comida consigue anticiparme  la feliz anarquía del fin de semana a falta de un turno de trabajo de tres horas tremendamente aburrido.
 

La Trompeta de Jericó - por Alejandro Floría Cortés *

mcdonalds lpgcUna vez a la semana suelo ir a comer al McDonald`s de la Plaza de la Victoria, habitualmente los viernes. En la zona hay oferta para elegir otras opciones presuntamente más saludables, pero, de alguna manera, esa comida consigue anticiparme  la feliz anarquía del fin de semana a falta de un turno de trabajo de tres horas tremendamente aburrido.

El último viernes me encontraba sentado en la planta sótano del local, que suele ser más tranquila que la superior, en las mesas próximas a las escaleras. 

Estaba a punto de empezar con la penúltima alita de pollo cuando me llegó una voz en tono irritado: “No, Jericó, agárrate a la barandilla”. El modo en que pronunció el nombre, “Yericó”, captó mi atención y levanté la vista hacia la escalera.

Jericó, que tan apenas era una mata de pelo desde mi perspectiva, pero debía ser muy pequeño, no estaba por la labor de obedecer a su madre. Esta, más irritada a cada momento, lo cogió en brazos y Jericó empezó a llorar. 

Dos escalones por detrás bajaban el padre de Jericó, haciendo malabares con dos bandejas repletas, y sus dos hermanos, no mucho mayores, pero en cualquier caso bajitos.


trompetaAl llegar al pie de las escaleras la señora dejó en el suelo a Jericó, que aún seguía llorando. Jericó llevaba en la mano una trompeta de juguete, de esas con las que todos hemos jugado alguna vez de niños: plateada, con boquilla y cuatro botones (rojo, verde, azul y lila).

El mocoso, que no dejaba de llorar, salíó disparado hacia el castillo infantil mientras el resto de la familia buscaba acomodo en las mesas próximas.

Para cuando terminaba con mi última alita de pollo, Jericó, único ocupante del castillo, había coronado su punto más alto sin haber soltado la trompeta. Se incorporó, mientras dejaba de llorar, se puso en pie y, recorrió con la vista las cuatro mesas ocupadas.

Entonces se llevó la trompeta a los labios y sopló.

En lugar de un previsible e impertinente bocinazo, una suave melodía brotó de aquel juguete en el que Jericó ponía ahora toda su atención. Todos los clientes dirigieron su atención hacia el castillo cuando el volumen de la melodía, increíblemente atractiva pero incalificable dentro de algún género, se imponía al del hilo musical del local. 

A partir de ese momento, y por una vez en nuestras ajetreadas vidas, todo lo que sucedió después lo hizo muy despacio. 

Los revestimientos en bandejas de las paredes comenzaron a despegarse de las mismas, tras una ligera vibración, y a caer al suelo. El mobiliario se desencajaba y se desmoronaba, se caían los focos del techo, los bastidores de las puertas se resquebrajaban, la barandilla de la escalera parecía querer arrancarse del pretil, el suelo estallaba... 

Todo parecía desmoronarse con una engañosa lentitud que ponía en duda las leyes de la física. Todo se desmoronaba, salvo el castillo de Jericó.

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El miedo de los presentes, era mucho más rápido, no obstante, que el pausado colapso que estaban presenciando y optaron por abalanzarse hacia la escalera; para mi sorpresa, en dirección opuesta a la evidente seguridad del castillo y a la presencia del insólito trompetista.

A todas estas, yo, en mi voluntariosa observación, permanecía de pie, en el mismo lugar en el que un poco antes se encontraba mi mesa, sujetando con una mano mi helado, intacto, y, con la otra, mi bandolera.

Por el hueco de la escalera ya caían escombros de la planta superior, entre los que predominaban los juguetes del Happy Meal. Entonces observé que las paredes y los pilares, ya desnudos, empezaban a mostrar fisuras...

Me dirigí hacia el castillo, alzando mi helado y ofreciéndoselo a Jericó quien, inesperadamente, dejó de tocar. “Baja”, le dije, “ya no queda nadie”, apuntando con la cabeza al tobogán tubular.

El descenso de Jericó por el tobogán supuso otra minúscula eternidad, pues en lugar de oír deslizarse al mocoso por el mismo, el tobogán empezó a soplar y a zumbar como si de un ventilador se tratara, y, en lugar de expulsar al pequeño, terminó arrojando suficiente volumen de confeti para inundar todo el sótano.

Al pie del tobogán encontré la trompeta de Jericó, que guardé en mi bandolera.

Subí lo que quedaba de las escaleras para encontrar otro pequeño caos en la planta superior, que, por lo que oí semanas después, había afectado a todo el edificio. 

Salí a la calle, donde se amontonaban los curiosos. Ya se oían ruidos de sirenas.

De la familia de Jericó ni rastro. Eso si no tenían nada que ver con la espesa nube de confeti que bañaba Mesa y López y que se desplazaba, caracoleando, en dirección al mar.

Palpando la trompeta dentro de mi bandolera avancé por la avenida en medio de la nube multicolor, pensando en si me dirigía de vuelta al trabajo o si tomaba el otro sentido por León y Castillo, donde se alinean el Ayuntamiento, la sede del Gobierno Autonómico, y la Delegación del Gobierno central...

* En La casa de mi tía por gentileza de Alejandro Floría Cortés

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