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jueves, 25 de abril de 2024 02:08h.

 No todo lo destruye el paso del tiempo - por Nicolás Guerra Aguiar

 

NICOLÁS GUERRA AGUIAR 100   De nuestro deambular por la vida –y los años van abriendo nuevos y precipitados caminos hacia la muerte- mantenemos recuerdos. Estos son producto de la natural disposición que el ser humano tiene para relacionarse con los demás. Muchas de tales evocaciones, por tanto, están directamente asociadas a personas, aunque también es cierto que son más las olvidadas y de cuyas existencias no recordamos absolutamente nada, pues nada nos significaron.

 No todo lo destruye el paso del tiempo - por Nicolás Guerra Aguiar *

    De nuestro deambular por la vida –y los años van abriendo nuevos y precipitados caminos hacia la muerte- mantenemos recuerdos. Estos son producto de la natural disposición que el ser humano tiene para relacionarse con los demás. Muchas de tales evocaciones, por tanto, están directamente asociadas a personas, aunque también es cierto que son más las olvidadas y de cuyas existencias no recordamos absolutamente nada, pues nada nos significaron.

   Uno. Bastantes lápidas de cementerios llevan inscritas frases acaso sinceras en su momento o reflejos de agradecimientos por beneficios testamentarios… pero ya invalidadas. Así, recuerdo una tras la última visita al silencio sepulcral (no era protagonista, sino acompañante): tras el RIP (Requiescat In Pacem, ‘Descanse en paz’) figuraban nombre y apellidos del difunto, e incluso la juvenil edad nonagenaria, angelical criaturita casi en testosterónica pubertad testicular. A continuación, un texto: “Tus hijos, nietos y biznietos que nunca te olvidan”. Emotivo sentimiento, pero a la vez perenne mentira: el cuerpo fue enterrado en 2006 (más exacto es “ennichado”). Sin embargo, su estado físico (el del nicho, claro, no el del homérico pollillo) me recordó a tumba centenaria.

   En efecto. El morador solo ha tenido animalescos acompañantes durante el último decenio –con halagüeñas perspectivas de continuidad-: las arañas, hábiles tejedoras ya casi dueñas absolutas de todo el espacio físico. Nadie ha limpiado, adecentado o enjuagado la marmórea losa desde tiempos atrás. Más: algunas letras de los apellidos han sido borradas por la acción natural, metáfora de su propio olvido. E incluso una marcada raja se extiende desde un borde a otro, producto del abandono. El recipiente para las flores es, a la vez, cementerio de insectos y alberca putrefacta. Todo, pues, son símbolos de distracción, amnesia, acaso indiferencia... pese al jodelón “nunca te olvidan”.

   Aquel RIP tan destacado tiene, además, connotaciones religiosas. De una parte son las iniciales de tres palabras latinas, lengua milenaria en la Iglesia católica. (Buck Mulligan, al comienzo de Ulises -1922-, novela de Joyce, eleva al aire el cuenco de espuma para el afeitado, y entona: Introibo ad altare Dei -‘Entro al altar de Dios’-, como el sacerdote en la misa. Y contestábamos desde la Acción Católica, galardón del ibérico solar: Ad Deum qui laetificat iuventutem meam -‘Al Dios que es la alegría de mi juventud’-.)

   Preclaro lector, estoy plenamente convencido: donde figure un RIP latino debe quitarse el español DEP (‘Descanse en paz’), pues al muerto lo hace más universal, más globalizado, incluso hasta más cósmico. A fin de cuentas la lengua del Lacio dio lugar a once descendientes románicas. Así, franceses, rumanos, sardos, provenzales, italianos, portugueses… pueden charlar con el yacente (de cúbito prono o supino, caprichos respetables). E, incluso, pueden darle alguna palmadita (simbólica, eso sí: fémures, tarsos, húmeros, cúbitos… no soportarían efusivos manotazos, se desharían. Ya se sabe: Pulvis es et in pulverum reverteris –‘Polvo eres y en polvo te convertirás’).

   En segundo lugar, la construcción latina (en español, ‘Descanse en paz’) representa habilísima estratagema propagandística e ideológica: la vida es un valle de lágrimas. Venimos a ella para sufrir y padecer. Y cuanto más trágica y dolorosa sea, mayores méritos para la otra, la eterna: cuando muramos, pues, descansaremos en paz.  Ya lo dejó escrito Jorge Manrique (XV), acaso el epílogo de un tema medieval hondamente caracterizador: “Partimos cuando nascemos, / andamos mientras vivimos, / e llegamos / al tiempo que fenescemos; / así que cuando morimos, / descansamos”. Y lo recuerda año tras año la Iglesia, a veces con personal decadencia memorística.

   Sin embargo –ya no es visión patética de la vida- Garcilaso (siglo XVI) invita a sus goces y placeres, incita a las delicias juveniles: “Coged de vuestra alegre primavera / el dulce fruto, antes que el tiempo airado / cubra de nieve la hermosa cumbre”. La muerte, pues, no será el descanso. Muy al contrario, traduce el final de todo lo placentero que la vida ofrece. No obstante, el cuerpo podrá morir; pero ojos, venas… “serán ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado” (Quevedo).

   Dos. Si se trata de profesiones en que la masa (conjunto de seres humanos) es el elemento de trabajo, el número de personas conocidas y tratadas –acaso solo sombras- se multiplica hasta alcanzar cifras muy altas. Y no es que la memoria se vuelva selectiva, pero en este caso sucede algo normal: resulta imposible mantener vivos los rostros de todos aquellos con quienes mantuvimos alguna relación.

   En el caso de los profesores, por ejemplo, un valor añadido: el paso de la niñez a la primerísima juventud transforma rostros y estructuras de los discentes. Igual sucede en los jóvenes, alumnado que tuve a lo largo de mis decenios en el aula: de una parte, cambian físicamente desde los 16 o 17 años hasta los 40, evolución a veces muy marcada (algunos cogen peso, pierden pelo, se dejan barba...).  Pero es más intenso en las jóvenas de tales edades cuyas gráciles figuras juveniles han dejado vaqueros, camisetas, adidas y tímidos afeites para cambiarlos por otros elementos acaso más sofisticados, que no desfasados ni criticables. Y si por medio se han dado una o dos maternidades, el cambiazo suele ser absoluto por natural.

   No obstante, cuánta satisfacción encontrarlos por la calle, en el teatro, en el cine… exquisitamente vivos para la vida, pletóricos de ímpetus todavía juveniles, casi veinteañeros… Me satisfacen cuando vienen a mí, o me saludan al paso, o desde lejos esbozan serenas sonrisas cuyas naturalidades distienden…

   Tengo la grandísima satisfacción de no ser lápida de cementerio para muchos exalumnos. Lo noto en su trato cordial, amistoso, relajado. Más de uno me echa en cara su vicio por los libros, la lectura… Para mí son personas cargadas de existencias, y también justifican la mía en la vida ya camino de la serena mar, lo natural. (¡Vaya: acabo de articular una clase ya pasada!...)

 

* En La casa de mi tía por gentileza de Nicolás Guerra Aguiar

 

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