Buscar
viernes, 19 de abril de 2024 00:09h.

 Anécdotas costeras entre salitres y barrigúas - por Nicolás Guerra Aguiar

 

nicolás guerra aguiarLas calufas de estos días, estimado lector, nos llevan desesperadamente a la costa. Y como en el Sájara ya tragué toda la arena que mi juvenil organismo pudo digerir -y a mi mujer tampoco le atrae-, buscamos siempre una buena laja al ladito de la marea. Así, además de placenteros salitres, yodos y sonoridades marinas, mi estructura ósea se somete al pertinente martirio para que no se anquilose en medio de tanta comodidad urbana.

 Anécdotas costeras entre salitres y barrigúas - por Nicolás Guerra Aguiar *

COSTA AGUIAR

Las calufas de estos días, estimado lector, nos llevan desesperadamente a la costa. Y como en el Sájara ya tragué toda la arena que mi juvenil organismo pudo digerir -y a mi mujer tampoco le atrae-, buscamos siempre una buena laja al ladito de la marea. Así, además de placenteros salitres, yodos y sonoridades marinas, mi estructura ósea se somete al pertinente martirio para que no se anquilose en medio de tanta comodidad urbana.

   Y como las tales zonas tienen charquiiitos y la marea estaba subiendo, lo normal es que los niños rembalen y se den buenos partigasos, oportunidad aprovechada por aquella madre para echarle en cara a su marido el abandono en que tienes a tu hijo, como si no fuera tuyo o te importara un carajo [realmente dijo “mierda”, pero es voz soez] que se achoque o se abra una coneja. “¿Veees?, le grita. ¡Tú ahí con el move viendo machangás y Ayose del Niño Jesús casi se nos desangra y se parte to, que hasta el estrallío de los huesitos se oyó desde aquí! ¡Muévete, coño, que te pareces a tu madre, Dios la tenga enelinfierno! Te falta un jervó en ese cuerpo, más limpiaíto pastar picando en la pedrera!”. (Meditación: ¿¡Qué vi  eneste hombre pa casarme conel, Señor!? Ya me lo dijo mi agüela: ‘Nievita, este hombre no te conviene. Está siempre sanacao, es un ñanga!’.) Añade: “¡Vasacabá conmigo; pero por misijo que yo no me voy sola pal sementerio!”.

   No obstante, uno, en su ecuanimidad y desapasionamiento exigibles ante tal situación ajena a mansedumbres, distensiones y relajamientos, da fe de la verdad sin pasión alguna. Lo cierto es que Ayose del Niño Jesús (Yosito para su madre) no tenía ningún interés en los charquiiitos: quería hacer un castillito de arena. Pero la madre lo jusiaba de su lado pues no la dejaba leer con tranquilidad las tres revistas de cotilleo: ”¡Anda, miniño, vete al charquiiito al lado de aquellos señores (¡nosotros!) para que cojas barrigúas, cabosos y cangrejos y se los enseñes a tus amigooos! Anda, nené, ¡y después te doy un donuuu y una palmeriiita de cocholateeee”! El niño, ante convincentes argumentos, se levantó. “¡Y ten cudiao, no te vayasá rembalá! ¡No pises lasargas –juro lo de “argas”- y mira siempre palentre!”.

   Yosito –bien despachado en protuberancias carnosas- o estaba desarretado o no miró palantre… y rembaló, claro: descalcita andaba la criatura, sin cholas. Cayó de culito; y algo le dolió el toletazo, bien es cierto. Pero ni se esconchabó, ni hubo estruendos óseos, ni manó de su cabecita ninguna fuente de sangre con chorros. Ni gimoteó tan siquiera, angelito de Dios. Pero ante los esperríos y desajustes sonoros de su madre –manos al cuadril, rostro luciferiano- Yosito se espantó: susto, pánico, terror… lo dominaron al completo. Y lloró, hipó y moqueó, claro; pero nunca su sangre fue colorada: ni una gota.

   El padre -¡al fin!- más por miedo a la parienta que por otra cosa lo cogió en brazos y lo llevó junto al seno materno. El retorno de la víctima fue espectacular: movía piernitas y brazitos desesperadamente… pues el apretón de su madre lo dejaba en estado de asfixia, casi cataléptico. Después lo sentó bajo la sombrilla envuelto en tres toallas y le dio dos donuuuu acocholatados de regalo. En tal espacio se entretuvo con cosas decentes y muy sanas: tableta, ordenador portátil, relajante maquinita de juegos en los cuales mueren hasta los fabricantes…  Y lo pasó bien, para eso habían ido a la playa (“¡Dispara, dispara, pa que mates al sordao malo!”, le gritaba el sanaca de su padre desde la lejanía).

   Al fin, por fin, la Naturaleza había mostrado su esplendidez. (Además, cundió el ejemplo: ningún otro niño fue autorizado por sus padres a desplazarse hasta el charquiiito: barrigúas, cabosos, cangrejos, mi mujer y yo agradecimos el incruento sacrificio de Ayose del Niño Jesús. Que los angelitos de la guardia –algo despistados en momentos anteriores- velen por él.)

   Pero como el hombre propone y la Naturaleza dispone (a veces con corrupta mala leche), dispuso que nuestra zona de ubicación se convirtiera en el único paso –entre cuatro- elegido por los adultos. Y acaso para compensarnos tales agravios, llegó una comitiva con guía (joven veintipocoañero). Este daba instrucciones a la piba y a su madre de cómo y por dónde deben pisar pues, dijo, “es zona rembaladiza”. Ambas, en silencio, lo siguen, como seguían los calamares a la movediza potera durante los atardeceres veraniegos sardineros en plena calamariada con el bote Baby.

   Mas la historia volvió a repetirse: el conductor, monitor o práctico tuvo un mal pie o un mal ojo (descarto la coñona intencionalidad): resbaló y, cual pistolero de Marcial Lafuente Estefanía, cayó sobre las piedras cuan largo era.

   Me dio pena el infeliz, tan ufano y caballeroso con piba y suegra… Pero el hombre fue rápido, ágil, astuto: fijó su mirada en mí y le trasmití mi apoyo moral, de hombre a hombre. Dio un salto tigresco y se puso de pie. Su espalda manaba un ligero chorrillo de sangre: ¡ni por esas! A la humillación no podía añadir lamentos, ayes o condolencias. Debía seguir, impasible. Antes miró a sus acompañantes. Algo muy peligroso debieron de notarle: ambas rompieron de súbito el inicio de sonrisas en sus comisuras. ¡El macho había vencido a la adversidad!  (Yo me dije: “Estos pasan… y no retornarán”.) 

   Imaginé ya la paz completa: ¡singuango de mí! Siete personas permanecían cerca de nosotros. Una sangraba por el pie izquierdo: trompicó con una piedra. Su mujer explicaba tal aparente toletada: “No es que no vea. Lo que le pasa es que tiene un ojo como medio bobo”.  Saltaron todas mis alarmas: las piedras resbalan; el hombre de noventa kilos no distingue; va por la tercera cerveza… Insté a mi mujer: “¡Vámoslo, vámoslo! ¡Más seguros estamos en una acequia!    

* En La casa de mi tía por gentileza de Nicolás Guerra Aguiar

NICOLÁS GUERRA AGUIAR RESEÑA