Entre amigos y edades que se cumplen - por Nicolás Guerra Aguiar
Entre amigos y edades que se cumplen - por Nicolás Guerra Aguiar *
Durante nuestro deambular por la vida vamos almacenando recuerdos, pues los años abren nuevos… y a veces precipitados caminos. Algunos de aquellos son producto, precisamente, de la natural disposición para relacionarnos con el entorno (Gáldar, por ejemplo). Otros están directamente asociados a seres humanos, aunque también es cierto que al paso del tiempo son cientos los olvidados, pues de su existencia muy poco recordamos: acaso sombras, ficciones... (Por suerte se impone la vida sobre la nada.)
Sirva un ejemplo: lápidas de cementerios llevan inscritas frases acaso sinceras en su momento (quizás reflejos de agradecimientos por beneficios testamentarios)… pero absolutamente invalidadas años después. Así, recuerdo una de ellas tras la última visita al silencio sepulcral (no como protagonista, sino acompañante): tras el R.I.P. (Requiescat In Pacem, ‘Descanse en paz’) figuraban nombre y apellidos del difunto e incluso la juvenil edad nonagenaria, angelical criaturita, casi en testosterónica pubertad testicular. A continuación, un texto: “Tus hijos, nietos y biznietos nunca te olvidaremos”. Emotivo sentimiento, pero a la vez perenne mentira: lleva diez años enterrado (más exacto, “ennichado”). Sin embargo, su decadencia física (la del nicho, claro, no del homérico pollillo) me trasladó a tumbas centenarias.
Por contra –ya hay visión nada patética de la vida- Garcilaso (siglo XVI) invita a goces y placeres, incita a las delicias juveniles: “Coged de vuestra alegre primavera / el dulce fruto, antes que el tiempo airado / cubra de nieve la hermosa cumbre”. La muerte, pues, ya tan próxima, no será el descanso eterno: muy al contrario, traduce el final de todo lo placentero que la vida ofrece. Pero como poetiza Quevedo (siglo XVII), el cuerpo podrá morir; no obstante, llama, venas, medulas que ardieron… “serán ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado”.
Y si se trata de profesiones en las cuales la masa (como conjunto de seres humanos) es el elemento de trabajo, el número de personas conocidas y tratadas se multiplica hasta alcanzar cifras muy altas. La memoria, entonces, se vuelve selectiva y sucede lo normal: es imposible mantener vivos todos los rostros de conocidos con quienes durante la vida profesional mantuvimos alguna relación.
En el caso de los profesores, un valor añadido: el paso de la niñez a la primerísima juventud transforma fisonomías y estructuras de los alumnos de Primaria. Igual sucede en los jóvenes, alumnado que tuve a lo largo de mis decenios en el aula: cambian físicamente desde los 16 o 17 años hasta los 40, evolución a veces casi total (cogen peso, pierden pelo o encanece, se dejan barba...).
Pero es más intenso en las jóvenas de tales edades pasadas cuyas figuras han dejado vaqueros, camisetas, adidas y tímidos afeites para cambiarlos por otros elementos acaso más sofisticados, la moda va imponiendo. Y si por medio se han dado una o dos maternidades, el cambiazo puede ser absoluto por natural.
Sin embargo cuánta satisfacción da encontrarlos por calles, teatros, cines… exquisitamente vivos para la vida, pletóricos de ímpetus todavía juveniles, casi veinteañeros, cargados de ilusiones… La vibración vital es suya, se la tienen ganada, ¡adelante, siempre adelante! Me satisface cuando me escriben, me saludan al paso o desde lejos esbozan serenas sonrisas cuyas naturalidades relajan y distienden… Quizás recordarán algo bueno de mí y de mis clases, pues su bondad les ha hecho olvidar cabreos, incomodidades o cierta antipatía a un profesor exigente (“¡El jodío barbas”…!)
Sí. Pero a veces la Muerte traiciona “como del rayo” sobre alguno en plena juventud… Y eso duele desde las entrañas.
* La casa de mi tía agradece la gentileza de Nicolás Guerra Aguiar