Bienio galdosiano: el querer y no poder - por Erasmo Quintana

 

Bienio galdosiano: el querer y no poder - por Erasmo Quintana *

 

Ayer viernes, 10 de mayo, se cumplió el 176 aniversario del nacimiento de Benito Pérez Galdós en una casa de alto y bajo de la céntrica calle Cano de nuestra capital, actual Casa Museo,
a pesar del recordado obispo, Antonio Pildain Zapiain, montaraz enemigo del escritor. Por estas mismas fechas, el pasado año se instauró la idea bien- intencionada del Bienio galdosiano para difundir con profundidad el conocimiento de la obra de tan importante figura en la república de las letras. Magro ha sido el resultado, como respondiendo a algo que tanto nos caracteriza a los canarios, y más a los de la Isla redonda: la estulticia y el por ahí me las den todas. Pues ¿para qué ha servido?

El gran novelista del realismo español, creador de El abuelo, Fortunata y Jacinta, Marianela, El doctor Centeno, Misericordia, Electra, El amigo Manso, La de bringas, entre otras, pero sobre todo la monumental serie de Los Episodios Nacionales, es curioso, pero no estaba dotado de facundia: no era lo que se dice orador. Del paisano político se sabe que ocupó escaño en el Congreso de los Diputados por Madrid, representando a la Conjunción Republicana Socialista, de Pablo Iglesias Posse -sería el más votado-, y que allí nunca subió a la tribuna de oradores para defender ninguno de sus postulados progresistas. Iba, se sentaba, venían y le saludaban reverencialmente, votaba, pero era lo suyo observar con atención todo lo que acontecía en el hervidero del hemiciclo con su fina disección, costumbre que le valía para crear el armazón y el alma de sus personajes.

Cuentan los notarios de la época que en 1897 nuestro eximio paisano fue recibido por la Real Academia de la Lengua junto a otro importante novelista, José María de Pereda, autor de, entre otras, Nubes de estío, El buey suelto, Escenas montañesas, De tal palo tal astilla o Peñas arriba. El primero en intervenir fue nuestro

Don Benito, que tiró de un discurso intitulado “La sociedad presente como materia novelable”. Comentan quienes fueron espectadores del evento que el tiempo de lectura de su discurso resultó corto a causa del terror pánico que sentía a hablar en público, y su disertación, altamente magistral, salía borrosa de sus labios, acometiéndole sudores de muerte. La contestación corrió a cargo del polígrafo Marcelino Menéndez Pelayo, quien con su voz firme y entera resaltó los méritos literarios de Galdós, a quien situó entre los más preclaros novelistas de España y del mundo.

 

El discurso de Pereda, armado con la corrección y puro estilo del novelista cántabro, planteó la apasionada cuestión del creador montañés, que titulaba “La novela regionalista”, destilando todo su amor al terruño, a la patria chica. ¡Qué pena le producía a Pereda y cuán de veras compadecía a los que vivían en las grandes ciudades, de las que no es posible extraer materia novelable de palpitante interés! Para Pereda, quizás un novelista de la talla de Galdós podría hallar, en el revoltijo de las grandes urbes algo interesante, pero nada que llamase con propiedad costumbres españolas. A esto, desde que pudo, Pérez Galdós contestó al autor de Sotileza con más ardor que el empleado en su discurso de recepción: “Cada cual debe escribir lo que siente, sacando la enjundia estética allí donde la encuentre, y si llega a producir una obra maestra, lo mismo da que se inspire en las montañas de Santander que en el páramo manchego. ¡Que Madrid no es región!... -exclamó-, y de las más interesantes, con su vida mixta, tan pintoresca, entreverada de extranjerismos elegantes y de las ranciedades tan españolas.”

Galdós y Pereda, ambos de un alto valor intelectual -mayor el de nuestro paisano que el santanderino-, ofrecían a los ojos de todos un caso curioso: Pereda fue un ferviente católico y clerical, mientras que de Galdós nunca pudo afirmarse cuáles eran sus profundas ideas religiosas, que las tenía sin duda, pero tema del que no le gustaba hablar. Fue sin embargo muy crítico con el mal ejemplo que daban los llamados príncipes de la Iglesia, de la ostentosa vida regalada que se daban. (Todo aquel lujo, todo ese boato y magnificencia de la Iglesia de Cristo, personalmente a mí me quita más de lo que me da). Para el novelista fue piedra de escándalo esa conducta, que no resistía la mínima imitación y representación de Aquél que murió alanceado y martirizado hasta su agonía y muerte en la cruz. Esta opinión suya, que reflejó con toda crudeza en su obra inmortal, fue causa del encono cardenalicio-obispal hacia su persona y consiguiente legado literario, convirtiéndolo en eterno aspirante al Nobel. En su ciudad natal tenemos el ejemplo en el obispo Pildain, el cual se opuso con firmeza a que se convirtiera su casa natal de la calle Cano en un centro público dedicado al escritor: la Casa Museo Pérez Galdós.

El malogrado y entrañable amigo, poeta del Mediosiglo, Manuel González Sosa, escribió sobre el “trasterrado” Don Benito, en el que describe su “memoria isleña” para rebatir la maledicencia vertida por los meapilas reaccionarios, los cuales afirmaban que Galdós renegó de su condición de canario. Cita una metáfora muy bonita: de cuando era muy joven, al ver su primera película, de título Agua en el suelo, la asoció a difamación. A las víctimas de ésta les supone como el derramar un vaso de agua. Para recogerla no vale trapo ni esponja, y será imposible devolverla al recipiente donde estaba. Así de fácil se hace efectivo el “calumnia, que algo queda”. Se llegó incluso a decir, abundando en la insidia, que a la hora de partir con destino a la Península, sacudió el polvo de sus zapatos, no queriendo
saber más de su tierra. Nada de esto es verdad. Ahí lo tenemos en una foto, sentado junto a su perro en la finca de la familia “Los Lirios”, de Monte Lentiscal, en su visita a Gran Canaria en 1894, cuando contaba cincuenta y un años. El añorado Manuel González Sosa, también aporta que Galdós, en la fase de su agonía que lo llevaría a la tumba, su sobrino José Hurtado de Mendoza y el escritor Rafael Mesa y López, oían cómo en su delirio don Benito llamaba infantilmente a su madre o entonaba canciones aprendidas en su niñez de Las Palmas. Su casa madrileña era centro de peregrinación de todo grancanario que visitaba Madrid, donde era bien recibido, agasajado. Y, ya para finalizar, otra anécdota: En cierta ocasión, un entrevistador le preguntó: “¿De dónde es usted, don Benito? A lo que contestó: -¿Que de dónde soy?... Pero hombre… si eso lo sabe todo el mundo. ¡De Las Palmas!” “Y añada usted que soy divisionista.”

 

* La casa dee mi tía agradece la gentileza de Erasmo Quintana