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sábado, 20 de abril de 2024 01:42h.

Comportamientos humanos en la misma orilla - por Nicolás Guerra Aguiar

Definitivamente, la orilla de la marea es gran escuela en la que se aprende mucho sobre hechos humanos.

Comportamientos humanos en la misma orilla - por Nicolás Guerra Aguiar *

Definitivamente, la orilla de la marea es gran escuela en la que se aprende mucho sobre hechos humanos. Y no es que uno esté atento a lo que hablan los demás, a comportamientos, a frustraciones juveniles que algunos pretenden solapar impresionando a hijos de ocho, diez años, ya expertos en muchas cosas a pesar de sus aparentes infancias.

No, no busco la información: me la vomitan casi encima porque las más de las veces sé de casi todo a través de gritos de bañistas, estruendosos bramidos que más parecen bombas U2 contra nuestro sistema auditivo que normales intensidades. Y eso que me tumbo en lajas inmediatas a olas y erizos, pero ni por esas. Se ve que los equinodermos de hoy ya no son como los de antes: parecen de plastilina, andan atoletados. ¡Cuánto echo de menos aquellas erizas de infinitas púas de El Roquete sardinero que impedían el paso a decenas de impertinentes domingueros! Y los machomorenas, que impactaban solo con su mirada, ¿dónde están, qué fue de ellos?

Ocurre que en estos fines de semana miles de personas agarran bártulos, bebés, calderos, a abuelos, tumbonas, mesas para las cartas, tabletas, móviles, algún pequeño televisor, a tías maternas que guardan la ausencia, neveras cargadísimas de heladas latas cerveceras, fiambreras con ensaladillas y chorizos de Teror para después erutá placenteramente sobre la pareja de al lado y así obligarla a que se marche porque aquel sitio es de los mejores, ¡malrayolosparta! Se llevan, incluso, al amigo de Kevin del Niño Jesús de los Santos Inocentes para que cuiden a los enanos, pero no cuentan con la habilidad esfumatoria de los pollos dieciañeros, negados a convertirse en guardia pretoriana de aquellos coñazos infantiles, que para eso no te acompaño a la playa, como sabiamente dijo el amigo de Kevin del Niño Jesús, singuanguo que parecía, ¡oh ya!

Pero siempre hay algún placer malévolo y reacciones civilizadas entre tantas escenas, en medio de conversaciones domésticas que ponen a parir a la vecina que hoy no bajó porque la hija salió anoche y la hora que es y entoavía no ha llegado; pero que ni coge el teléfono ni el novio tampoco. ¡Dónde andará aquella cabra loca!, y eso que le dijo a la madre que iba a dar una vuelta. Pero ella ya apuntaba desde pequeña, más de una vez se lo dije a mi hermana («¿verdad, Fefa?»). «¿Una vuelta?», repite la exquisitamente despachada en prominencias pectorales: «¡Como no se la esté dando a algún islote cerca de algún faro!...». (Aquella señora tiene pinta de dos veces solterona. No sé por qué, pero suelo no equivocarme: como otras, va dejando pistas en lo lingüístico. Tienen un algo que las hace inconfundibles. Que Dios me perdone, aunque más parecen frustración sexual, cuando no juventud perdida. Juraíto.)

Aunque actitudes esperanzadoras, digo, también haylas. Como la de aquel niño de entre 8 y 9 años. Su padre –fermosamente barrigón, con invisible ombligo acaso perdido entre inconmensurables diámetros de la panzuda tripa- intenta coger cabosos y barrigúas en un charco. Provisto de mejor intención que maña, mueve con manifiesta torpeza el palo en uno de cuyos extremos hay cosida una red. El hombre pletoriza casi en éxtasis, a punto de ascender directamente a los cielos, pues su hijo lo observa en silencio. Y cuando tal exquisito dominio de las artes pesqueras enganchó un guelde blanco, lo mostró victorioso como quien enseña a su progenie los caminos hacia el éxito.

Sin embargo el hijo, que nada sabe de subconscientes paternos ni de impactos infantiles que reaparecen con el psicoanálisis, no le habla, le grita: «¡Déjalo vivir! ¿Para qué lo quieres? ¡Atentas contra la naturaleza!». (¡Qué suerte de profe tiene el puñetero!) El padre queda petrificado, hundido en su moral fugazmente victoriosa.  A duras penas se levanta. Va al agua. (Al ratito llegó una ola y me enchumbó.)

También hay placeres malévolos, todo hay que decirlo. Porque otra de las polimaníacas actuaciones de muchos mayores es la de estar pendientes de cómo se mueven los demás, de sus pisadas en las piedras. Más que humanos parecen, por palabras y recomendaciones, casi seres anfibios. Y lo pongo a usted por testigo, estimado lector: ¿cuántas veces –zona de piedras, charcos…- ha escuchado aquella frase “¡Chaaacho, cudiao por donde pisas, questo rembala!”, vociferada por quienes aparentan saber de la mar mucho más que bucaneros, piratas, corsarios, marineros y almirantes de flotas imperiales? «¡No pisenmojao, que te rembala! ¡Ven, dame la mano!, ¿quieres que te coja?».

Mas hete aquí, lector, que no hay mayor deleite, regocijo y complacencia que ver de repente a tan ilustre guía rembalar sobre la piedra y caer de culo mientras intenta agarrarse a las cholas; inmenso toletazo culil mientras crujen bíceps, tríceps, pronadores y supinadores, flexores y extensores de los dedos de ambas dos manos. ¡Y cómo se le pone la cara, mon Dieu! No refleja dolor, espasmos, pesadumbre o angustias óseas, en absoluto: gira a ambos lados, a oriente y poniente; mira a las personas que lo estarán viendo (¡descojonadas algunas, desternilladas otras!) en tan procaz posicionamiento, impropio de hombre o mujer con principios estéticos… No, en absoluto: se fotografía un rostro cargado de multiplicadísimas sensaciones de ridiculez, bofonada, machangada ya no solo frente a los contemplantes sino, y sobre todo, ante aquellos a quienes quiso educar por caminos, senderos, vías y rutas de piedras mojadas y sebas causantes de tal partigazo. Con felina agilidad se levanta. Desaparece al instante. Poco después, otra ola también me enchumba (¡caaarajo!). No sé si es que la marea estaba empezando a subir o que el hombre también se había suicidado con un margullazo barriguil.

Definitivamente, no solo las lunas aceleran las subidas de las mareas. Angelitos de Dios.

* En La casa de mi tía por gentileza de Nicolás Guerra