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lunes, 06 de mayo de 2024 00:00h.

Consejos de guerra contra civiles - por Nicolás Guerra Aguiar


Hace unos días, desde el estrado de un consejo de guerra, Rabat dictó sentencia contra veinticuatro sajarahuis acusados de <<formación de banda criminal, violencia contra la fuerza pública con resultado de muerte>>. Todo había sucedido en Gdaim Izik hace ya casi cuatro años, cuando la fuerza del Régimen desmanteló los campamentos de quienes reclamaban aquella tierra como suya. Así, casi veinte mil personas habían instalado el poblado cerca de Aaiún, la antigua capital del Sáhara español, vendido impúdicamente al rey Hassan II en los estertores de la dictadura franquista.

Consejos de guerra contra civiles - por Nicolás Guerra Aguiar

Hace unos días, desde el estrado de un consejo de guerra, Rabat dictó sentencia contra veinticuatro sajarahuis acusados de <<formación de banda criminal, violencia contra la fuerza pública con resultado de muerte>>. Todo había sucedido en Gdaim Izik hace ya casi cuatro años, cuando la fuerza del Régimen desmanteló los campamentos de quienes reclamaban aquella tierra como suya. Así, casi veinte mil personas habían instalado el poblado cerca de Aaiún, la antigua capital del Sáhara español, vendido impúdicamente al rey Hassan II en los estertores de la dictadura franquista.

Cuando las fuerzas marroquíes actuaron con extrema violencia para cumplir su misión murieron en la refriega, dicen, once policías, dicen, anónimos agentes que cumplían órdenes y a quienes se les mandó -<<Tienen, por eso no lloran, / de plomo las calaveras>>- que arrasaran con todo. Y como hubo detenidos, sobre estos cayeron las acusaciones. Y después, días ha, las sentencias. Ocho hombres fueron condenados a cadena perpetua; cuatro, a treinta años de cárcel; siete también consumirán su juventud y su vida durante veinticinco años en prisiones que no son, ni por aproximación, los centros penitenciarios de algunas naciones europeas que, al menos en teoría, consideran la dignidad de los condenados. Porque en aquel país, lo sabemos precisamente por asociaciones pro derechos humanos, las cárceles funcionan a veces como auténticos patíbulos, como espacios de ejecuciones en cuanto que en su interior reinan la más absoluta corrupción y el despotismo caprichoso de los guardianes, más si se trata de presos políticos como es el caso de los sajarahuis.

Y aunque me parece exagerada la cadena perpetua, entendería las condenas restantes si los acusados hubieran sido juzgados en el riguroso cumplimiento de las leyes que rigen un Estado social y democrático de derecho en el que la dignidad de la persona es un fundamento de orden político. Me parecerían acatables los castigos si los detenidos en 2010 gozaron de los derechos inherentes a quienes eran solo eso, sospechosos. Porque incluso dentro de las comisarías, toda persona tiene derecho a no declarar y a la asistencia de abogado durante las diligencias policiales. Más: tiene derecho a la tutela de jueces y tribunales, aunque ya sabemos cómo funcionan las estructuras militares en regímenes no democráticos cuando de juzgar se trata. (Aquí, en nuestra ciudad, estimado lector, un joven Salvador de diecinueve años -menor de edad, por tanto- fue condenado en el segundo consejo de guerra al doble de la condena que pedía el fiscal militar. Había salido absuelto del primero, pero el capitán general no aceptó el fallo y reclamó un segundo juicio con la misma acusación. Su delito: publicó en un periódico el poema “Consejo de paz” de Pedro Lezcano.)

Con el absoluto rechazo a los tribunales militares contra civiles, añado que soy partidario de que las sentencias condenatorias se cumplan siempre que se tengan en cuenta planteamientos como el de nuestra Constitución: dispone en su artículo 25 que aquellas <<estarán orientadas hacia la reeducación y la reinserción social>>. Pero, por supuesto, tras un juicio justo, limpio y escrupulosamente legal. Por tanto, a personas uniformadas no se las puede poner a juzgar a civiles acusados, precisamente, de violencia contra la fuerza pública con resultado de muerte. El hecho de que fueran sometidos a la jurisdicción militar es ya, de por sí, un atentado a los más elementales derechos ciudadanos toda vez que como no militares deben ser juzgados por la jurisdicción civil. Los consejos de guerra se dejan para supuestos delitos cometidos en el ámbito militar, y siempre con el recurso al Tribunal Supremo, como es el caso de un soldado vejado por su sargento en Burgos.  

Tras dos años y tres meses en prisión preventiva, a lo largo del juicio los hoy condenados denunciaron que habían sido sometidos a torturas para arrancarles las confesiones de culpabilidad. Y como en Marruecos lo único que tiene valor es el informe policial, a él se agarraron para las condenas, por más que en un Estado de derecho el acusado puede retractarse de todo aquello que haya firmado tras los interrogatorios. Los jueces militares, sin embargo, no ordenaron ninguna investigación ni, por supuesto, solicitaron informes médicos.

Observadores internacionales; el representante del Observatorio Aragonés para el Sáhara; el Consejo General de la Abogacía Española y abogados de otros países coinciden en la endeblez de las pruebas, basadas en conjeturas circunstanciales. Así, por ejemplo, las armas no tienen sus huellas digitales; el vídeo del día del asalto al campamento no los identifica; se negaron también las pruebas de ADN, no se conocieron los resultados de las supuestas autopsias a los policías… Hubo, eso sí, una prueba contundente, su filiación política: se reconocieron en fotos con el presidente del Frente Polisario, la misma organización a la que hace años se responsabilizó de asesinar a varios pescadores canarios.

Por tanto, con la frialdad de un riguroso análisis, me queda claro que no se actuó en Justicia con aquellos sajarahuis detenidos. Porque, a la par que se les juzgaba –o se aparentaba en un juicio cargado de irregularidades y con veredicto dictado de antemano-, en la sala de al lado tendrían que haber sentado a quienes mataron violentamente a tres independentistas cuando desmantelaban con violencia y sangre el campamento. Y ahí sí hubiera sido –siempre por lo civil- todo más fácil, en cuanto que las balas encontradas en los cuerpos de aquellos muertos podían haber aclarado su procedencia. Sin embargo, los cadáveres desaparecieron y de las autopsias, si las hubo, tampoco se supo nada.

Lo impactante es que a pesar de las penas a muerte lenta y angustiosa, los condenados levantaron sus últimas voces para reclamar la tierra que les pertenece aunque ya no la verán más, aquella tierra que el último Gobierno de la dictadura franquista le vendió al rey Hassan II en 1975… y que tantos lo enriqueció.