Sobre el dinero (I) - por Alfredo Apilánez
Sobre el dinero (I) - por Alfredo Apilánez
Alfredo Apilánez
Primera parte
Los mitos de la ortodoxia: el dinero-lubricante
Antonio Gramsci
No debiera resultar difícil concitar acuerdo unánime acerca de la consideración del dinero como el elemento más importante de la vida social. En su extraordinario fresco del mundo económico precapitalista, el reputado maestro de la escuela de los Annales, Fernand Braudel, recoge la lapidaria sentencia de Scipion de Gramont: “El dinero, decían los siete sabios de Grecia, es la sangre y el alma de los hombres y aquél que no lo tiene es un muerto que camina entre los vivos”. Similar dramatismo desprende la famosa cita marxiana: “El dinero, en cuanto tiene la propiedad de comprarlo todo, de apropiarse de todos los objetos, es, pues, el objeto por excelencia. Es la alcahueta entre la necesidad y el objeto, entre la vida humana y su medio de subsistencia”.
Fernando Braudet, Scipion de Gramont, Antoine de Gramont, Karl Marx
En el tiempo transcurrido desde tan descarnadas afirmaciones, el ‘vil metal’ ha penetrado, en una escala sin precedentes, en todos los aspectos de la reproducción social. No deja
Diríase pues que no hemos avanzado mucho en el conocimiento común sobre la materia pecuniaria desde la irónica reflexión de un arbitrista francés del siglo XVII, recogida por el
No siempre ha sido así. El dinero –y con él, el otro “elefante en la habitación” de la ortodoxia neoclásica: la generación del excedente y el origen del beneficio empresarial- ha sido un elemento significativo en el análisis económico a lo largo de la historia: Petty, Quesnay, Ricardo, Marx, Schumpeter, Fisher y Keynes,
William Petty François Quesnay David Ricardo Karl Marx Joseph A. Schumpeter John M. Keynes
entre otros, han considerado el dinero como un engranaje fundamental en el funcionamiento del motor económico del circuito monetario de producción que es el capitalismo. El lema ‘el dinero importa’ -opuesto a la insignificancia del numerario para la ortodoxia- en el funcionamiento de la sala de máquinas del sistema podría ser un mínimo común denominador de las posiciones heterodoxas postkeynesianas y marxistas –e
David Hume, John Locke, William Petty
con sus disquisiciones en torno a la teoría cuantitativa y la relación entre la abundancia de circulante y la malhadada inflación, o las interminables disquisiciones teológicas sobre la
Todavía en una fecha tan tardía como 1658, un siglo después de que se aceptara el cargo del ignominioso interés como algo legalmente aprobado y socialmente aceptado, se declara oficialmente en los calvinistas Países Bajos que “las prácticas financieras sólo estarán sujetas al poder civil”. Como ironizaba, según relata Vilar, el Primer Ministro británico Gladstone, en medio del fragor de los debates sobre la política monetaria en los albores de la revolución industrial inglesa: “En un debate parlamentario sobre las Bank-Acts de Sir Robert Peel, introducidas en 1844 y 1845, Gladstone hacía notar que la especulación sobre la esencia del dinero había hecho perder la cabeza a más personas que el amor”.
William E. Gladstone Robert Peel
Inflación: la coartada perfecta
Milton Friedman
¿Cómo se ha llegado, precisamente cuando el dinero -junto con su “madrastra”, la deuda- se ha convertido, en una economía financiarizada en una escala sin precedentes, en el primum mobile de la vida económica, a la formidable deformación de su neurálgica función llevada a cabo por los usurpadores de la ‘ciencia lúgubre’ de los clásicos?
La fenomenal maniobra de ocultación tiene su origen en el relato mítico primigenio, omnipresente en los manuales de cabecera de la corriente dominante, que constituye la visión canónica sobre la evolución económica de nuestra laboriosa especie: la ‘natural’ propensión al intercambio y a la división del trabajo del homo oeconomicus, hilos conductores del desarrollo del comercio y de la producción de mercancías para la satisfacción de las insaciables necesidades humanas. En los albores del capitalismo
¿Y qué decir del papel del Estado, omnipresente desde los tiempos babilónicos, con sus perentorias exigencias fiscales en numerario, causa recurrente de revueltas sociales a lo largo de la historia? ¿O de los prestamistas de todas las épocas, con su permanente tráfico de títulos de crédito y múltiples signos monetarios y unidades de cuenta para el registro y el pago de las deudas? Silencio sepulcral. Alfred Marshall, gran valedor de la ortodoxia a finales del siglo XIX –su canónico manual, con mínimas modificaciones, sigue siendo la base del catecismo inculcado en todas las facultades de economía- popularizó definitivamente el símil del dinero-lubricante que resume la postura oficial sobre el ‘poderoso caballero’: “Puede, pues, compararse al aceite necesario para que una máquina funcione fácilmente. Una máquina no puede funcionar a menos que se engrase, de lo que un novicio pudiera inferir que cuanto más aceite se ponga mejor funcionará, pero, en realidad, si se pone más aceite del necesario la máquina quedará obstruida”. Esta música celestial, propalada machaconamente desde todas las tribunas mediáticas y presente en todos los manuales con los que se lava el cerebro a los cachorros de economistas, es la principal responsable del velo de misterio e ignorancia popular que cubre todas las cuestiones relacionadas con el ‘objeto por excelencia’. El análisis de la naturaleza del dinero y la deuda y su interrelación con la progresiva financiarización del sistema de la mercancía corrió el mismo destino que el estudio del origen de la ganancia del capital, condenado al ostracismo junto con la teoría objetiva del valor trabajo, pilar de la economía política clásica desde Adam Smith. En la idílica nebulosa de los equilibrios de los modelos neoclásicos, la “impureza monetaria” fue extirpada –en el canónico modelo de equilibrio general de Walras, el numerario representa únicamente la vara de medir que permite la comparación de precios y cantidades de equilibrio- en aras de la perfección de la modelización matemática característica de la economía vulgar –así descrita por Marx por su empeño en borrar cualquier referencia a la teoría clásica del valor y la distribución de la renta que pudiera contaminar de contenido social la aséptica fábula marginalista-. Como concluye el economista poskeynesiano Steve Keen en su notable obra “La economía desenmascarada”, una demoledora crítica de los fundamentos de la ortodoxia, esta “ligera omisión” pone a la economía neoclásica fuera de la realidad: “si estás construyendo un modelo sin dinero, no estás modelizando el capitalismo”. Esteban Cruz Hidalgo, uno de los mayores adalides de la teoría monetaria moderna, en cuyo seno recalan en la actualidad los más conspicuos reformistas monetarios, refleja la omnipresencia de la doctrina dominante: “Esta postura constituye la visión predominante sobre el dinero en los manuales de macroeconomía, los cuales mantienen con profusión el legado histórico y artificial del dinero-mercancía y del patrón oro, lo que entendemos es un fatal malentendido para la comprensión de la importancia del dinero para la producción, y por tanto, para el empleo.” No se trata, sin embargo, de un ‘fatal’ malentendido. Tal deformación de un elemento esencial del funcionamiento del modo de producción capitalista no es en absoluto absurda ni inocente, sino que tiene unas implicaciones políticas e históricas de enorme calado.
El antropólogo británico David Graeber, autor de un monumental estudio histórico sobre el dinero, ‘En deuda’, donde defiende la tesis del origen y evolución de los usos del dinero principalmente como unidad de cuenta para el pago de obligaciones e impuestos, describe, con suma perspicacia, las nada inocentes implicaciones políticas del mito del dinero-lubricante: “Es esta concepción la que nos permite continuar hablando sobre el dinero como si fuera un recurso limitado como la bauxita o el petróleo, para decir simplemente ‘no hay suficiente dinero’ para financiar programas sociales y para hablar de la inmoralidad de la deuda gubernamental o del gasto público”. La obra de Graeber -y de los economistas de la teoría monetaria moderna como Randall Wray– apunta, en las antípodas del relato canónico, a un origen estatal del dinero, refrendado por un apabullante aparato probatorio basado en el registro histórico-antropológico. La relevancia del dinero metálico-mercancía, en comparación con cualquier signo monetario aceptado por la comunidad como reflejo de las obligaciones contraídas, queda pues enormemente reducida: el mercado primitivo no sería un espacio para el trueque ni el núcleo central de las relaciones económicas, como postula la ‘música celestial’ marginalista-neoclásica, sino un lugar para la obtención de los medios de pago de las deudas contraídas con el Estado y entre particulares.
Ahí reside el quid de la cuestión: el relato mitológico no se sustenta por sí mismo sino por su papel legitimador de la política del capital y de su función encubridora de la auténtica naturaleza del dinero y de la deuda en la fase actual del capitalismo neoliberal. El hecho pasmoso es que la doctrina dominante pone sólo el acento en el control del déficit y la deuda públicos, en su ardoroso afán por prevenir la ominosa inflación, ignorando olímpicamente el papel crucial de la enorme pirámide de deuda privada en la gestación de las burbujas de activos causantes, sin ir más lejos, del colapso de la última década. Pero las fábulas incorporadas al acervo popular mantienen su poder persuasivo más allá de la refutación racional. Cualquiera puede aceptar, y así se ha inoculado en el inconsciente colectivo como algo a todas luces evidente, que si el dinero es el lubricante de los intercambios, al echar demasiado, cuál si de una biela se tratara, “la máquina quedará obstruida”. En el capítulo titulado ‘¿Cómo curar la inflación?’ de su exitosa, y profundamente manipuladora, serie televisiva “Libre para elegir” el apóstol de la ortodoxia monetarista Milton Friedman se recrea –apareciendo repetidas veces con la impresora que fabrica los dólares en la cámara acorazada de la Reserva Federal- en la idea del dinero como stock, que se vuelca irresponsablemente a la circulación por el gobierno despilfarrador provocando inflación –‘el peor de los males’- y miseria rampantes. Existe pues un hilo conductor entre el mito ortodoxo del dinero-lubricante y las políticas del austericidio neoliberal. Las pertinaces patrañas acerca de la ‘consolidación fiscal’ y la acuciante necesidad de reducción del déficit, esgrimiendo el espantajo de la inflación como ‘herramienta disciplinaria’, encajan a la perfección con las leyendas inoculadas en la “sabiduría” popular. Al relacionar el dinero únicamente con ‘la circulación’ –sosteniendo, contra toda evidencia, la irrelevancia e inocuidad de la deuda privada en la generación de actividad económica, al considerar a los bancos como meros intermediarios que canalizan el ahorro hacia la inversión-, resulta evidente que si se vierte demasiado al cauce de los intercambios, no hay otra cosa que el caudaloso flujo pueda hacer salvo desbordarse. ¿No resulta un razonamiento de una lógica aplastante? ¿Cómo negar el irresistible atractivo del sano sentido común de la identificación del Estado con una familia que ha de apretarse dolorosamente el cinturón después de los excesos cometidos? Recordemos que la sacrosanta estabilidad de precios sigue siendo el ‘target’ primordial de toda la banca central actual –con el integrista BCE en posición destacada- y la coartada omnipresente para estigmatizar las políticas redistributivas de estirpe keynesiana. El economista Marco Antonio Moreno resume el punto esencial del trampantojo inflacionario: “El control de la inflación ha sido la trampa del modelo económico vigente. Y, como muestra de ello, basta revisar los datos de la distribución del ingreso en todos los países que han seguido la norma: en todos se ha ampliado la brecha entre ricos y pobres, con la omnipresente coartada del cuidado de los precios”. El deletéreo pero irresistible influjo de tales planteamientos recuerda a las palabras de Keynes sobre la descarnada aspereza de la ‘ciencia lúgubre‘ de Ricardo y Malthus, dos de los padres de la economía clásica: “Que sus conclusiones aplicadas a la realidad sean austeras y desagradables le confiere una virtud moral. Que presente muchas injusticias sociales y otras crueldades evidentes la justifica como el inevitable tributo a pagar para proseguir en la marcha hacia el progreso. Que provea ciertas justificaciones a la actividad del capitalismo individual le permite obtener el apoyo de las fuerzas sociales dominantes agrupadas en apoyo de dicha autoridad”.
Evitemos pues, como destaca Clarke, caer en la trampa de entrar en una discusión científica honesta de los fundamentos de la fábula monetarista pues ello sólo supondría “atribuir muchísima coherencia y poder a teorías que sirven más para legitimar que para guiar la práctica política. Las ideas del monetarismo son importantes pero su importancia es ideológica, proporcionando coherencia y dirección a las fuerzas políticas que poseen raíces más profundas”.
Legitimar la política del capital en la fase neoliberal y esconder bajo siete llaves la función real de las finanzas en la sala de máquinas del sistema deviene pues la agenda oculta tras el mito del dinero-lubricante y su correlato político neoliberal-monetarista basado en el ataque al Estado del bienestar a través del espantajo inflacionario. Un somero recorrido por el desarrollo histórico del sistema financiero moderno, mostrando su progresiva adaptación a las necesidades de rentabilidad del capitalismo crecientemente financiarizado, mostrará la enorme utilidad del relato hegemónico en pos de camuflar los dos motores que propulsan actualmente la acuciante búsqueda de la rentabilidad del sistema de la mercancía: la creciente explotación del trabajo y el uso del poder colosal que proporciona el control privado de la generación de dinero-deuda como matrices de la, crecientemente degenerativa, pugna por la reproducción del sistema.
Blog del autor: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2018/11/04/sobre-el-dinero-i/