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jueves, 25 de abril de 2024 09:47h.

La fragancia de la liberación - por Francisco González Tejera

 
francisco gonzález tejeraLa caricia parecía formar parte de aquel ritual añejo, Patricia y Luján pasaban algunas tardes del exilio amándose, desnudos en la pequeña habitación del hotel Manila, en el viejo barrio del París ocupado por los nazis. Sus encuentros clandestinos ya formaban parte de la cotidiana lucha armada contra la barbarie, la misma que les hizo huir como polizones en el minúsculo barquito de vapor, escondidos en la bodega desde la partida de Puerto Cabras, en la Fuerteventura sometida por el terror del golpe de estado del 36.

La fragancia de la liberación - por Francisco González Tejera *

 
La caricia parecía formar parte de aquel ritual añejo, Patricia y Luján pasaban algunas tardes del exilio amándose, desnudos en la pequeña habitación del hotel Manila, en el viejo barrio del París ocupado por los nazis. Sus encuentros clandestinos ya formaban parte de la cotidiana lucha armada contra la barbarie, la misma que les hizo huir como polizones en el minúsculo barquito de vapor, escondidos en la bodega desde la partida de Puerto Cabras, en la Fuerteventura sometida por el terror del golpe de estado del 36.
 
No paraban de besarse, cada beso evocaba el recuerdo de su tierra amada, la salinidad imperturbable de la ternura en cada gesto, en la mirada, navegando en la sangre como dos náufragos del amor eterno, dos supervivientes en el pequeño oasis entre la masacre, flotando entre sabanas y almohadas perfumadas, buscando una salida al sangriento vendaval de dolor, la inmensa crueldad del totalitarismo en Canarias y Francia, en los desiertos de arena de la isla africana, en los prados verdes del país de la libertad.
 
Era muy difícil sobrevivir comprometidos con la resistencia, los dos trabajaban, ella de camarera en un restaurante del centro, muy cerca de la Torre Eiffel, él de leñador en las afueras, en los bosques que rodeaban aquella ciudad acorralada, dos vidas, dobles personalidades, la de extranjeros migrantes, la de comprometidos milicianos, ella como enlace y correo en las frías noches, jugándose la vida en cada segundo, él como guerrillero de “La Nueve”, integrada por partisanos de varios países, héroes del pueblo, libertadores gloriosos alzados contra el holocausto de la esperanza.
 
En medio de la lluvia los amantes no daban tregua a la tristeza, Patricia miró aquella noche a los ojos de Luján, se decían todo en silencio, tanto sufrimiento, los miles de camaradas asesinados en las islas, las noticias que llegaban de los que ya no estaban, aquellos que habían sido arrojados al mar dentro de sacos, atados de pies y manos, vivos, también tirados a los pozos y oscuros agujeros volcánicos, fusilados en los campos de tiro de los sediciosos cuarteles, un genocidio orquestado por una oligarquía isleña corrupta, la Iglesia Católica, como siempre, falangistas psicópatas, sanguinarios, los generales que vinieron de África para cercenar y destruir la democracia de las flores republicanas.
 
Los dos abrazados miraban al techo, una arañita tejía su telita insignificante en una esquina como ausente del mundo, la suciedad de las paredes de la humilde habitación, la cama revuelta y las pieles erizadas por el recuerdo, por seguir juntos a pesar de todo, sabiendo que podían estar muertos en cualquier momento, desde el preciso instante en que se decidieron a luchar hasta el final, desde la islita perdida y lejana, escondidos en el barco, para verse ahora combatiendo en el inmenso continente del miedo.
 
Llegó la hora de salir, afuera la noche era oscura, premonitoria de sueños terribles, se besaron en la puerta mientras pasaba un convoy alemán, se soltaron la mano y partieron hacia la tarea habitual, frágil, secreta y heroica, siempre Luján volvía la cabeza varias veces esperando una última mirada por si no se volvían a ver, cada vez se encontraba con los ojos verdes de Patricia, una sonrisa que parecía iluminar la flagrante injusticia de un pueblo invadido, dar calor a cada campo de exterminio, donde millones de seres humanos sufrían la tortura y la masiva muerte.
 
Se miraron por última vez pendientes de cualquier señal nocturna, de la consigna inevitable de resistir, atacar al monstruo fascista donde más le dolía, sobrevivir para refugiarse de nuevo en el lecho tendido sobre flores perfumadas, nubes de colores, la fragancia de la liberación.
 
 En La casa de mi tía por gentileza de Francisco González Tejera