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viernes, 26 de abril de 2024 10:00h.

Fue en Dieppe, en la Alta Normandía  - por  Nicolás Guerra Aguiar

  Las calles de muchas ciudades normandas –al menos las costeras como Dieppe, Pourville sur Mer, Saint Valery en Caux, Fécamp…- reciben nombres de aviadores de guerra, militares franceses o extranjeros e, incluso, están dedicadas a colectivos (Avenida de los Canadienses…). Esta nomenclatura hace sospechar que no se trata de casualidades, sino que obedece a razones de mayor trascendencia. En efecto: se va conformando con visibles impactos visuales a medida que nos adentramos en sus interiores y caminamos, sobre todo, cerca de la playa, aunque muchas calles interiores de Dieppe recuerdan a los extranjeros que dieron sus vidas para hacer libres a sus habitantes. 

Fue en Dieppe, en la Alta Normandía  - por  Nicolás Guerra Aguiar *

   Las calles de muchas ciudades normandas –al menos las costeras como Dieppe, Pourville sur Mer, Saint Valery en Caux, Fécamp…- reciben nombres de aviadores de guerra, militares franceses o extranjeros e, incluso, están dedicadas a colectivos (Avenida de los Canadienses…). Esta nomenclatura hace sospechar que no se trata de casualidades, sino que obedece a razones de mayor trascendencia. En efecto: se va conformando con visibles impactos visuales a medida que nos adentramos en sus interiores y caminamos, sobre todo, cerca de la playa, aunque muchas calles interiores de Dieppe recuerdan a los extranjeros que dieron sus vidas para hacer libres a sus habitantes. 

   Así, también en Dieppe, un acotado jardín se recrea con la paciencia y la serenidad de quien ya lo ha visto todo bajo la serena monumentalidad de un castillo-museo construido allá por 1433, cuando los feudalismos imponían sus privilegios. Pero no es, sin duda, un jardín cualquiera, uno más de los centenares que cubren los paisajes de aquellas tierras dieppois. No, muy al contrario, tanto a la derecha como a la izquierda hay dos grandes banderas canadienses hechas con flores: cada una de ellas -sobre fondo blanco en el cuadrado central- destaca la hoja de maple, de color rojo (ambos corresponden al cromatismo oficial de Canadá). Dos rectángulos verticales a los costados se bañan también con el mismo impactante rojo, ahora sí absoluto símbolo de la sangre.

 

   Porque sangre inmortal como el icor de la mitología griega y riachuelos de joven sangre canadiense corrieron por las playas de Dieppe: fue la mañana del 19 de agosto de 1942 cuando miles de soldados dieron sus casi cinco mil vidas en un primer intento de desembarco –la “Operación Jubileo”- que resultó ser, sencillamente, un experimento militar de los aliados para conocer la resistencia que los alemanes –invasores- podrían oponer el día D, en 1944. A las pocas horas, quienes fueron hechos prisioneros cayeron bajo las balas de pelotones de fusilamiento. El desembarco, dicen los libros de historia, fue un completo fracaso en cuanto que no se cumplió ninguno de los objetivos del Alto Mando. Pero a la vez, justificó este, resultó un gran éxito en cuanto que demostró que la Luftwaffe (aviación alemana) era superior a la RAF (aviación inglesa)... Y para tales conclusiones tácticas Canadá puso los muertos. 

 

 

   Al pie del jardín, inmaculadamente limpio, tranquilo sin arrogancias, atendido como si del más valioso monumento nacional se tratara, hay una lápida enhiesta, sencilla, recreada por el impactante silencio de los alrededores. En ella se recuerda aquel acontecimiento bélico y se agradece a los soldados canadienses la entrega de sus cinco mil vidas, a fin de cuentas en tierras extranjeras y, tal vez, desconocidas para la inmensa mayoría de ellos.

   El sepulcral silencio del espacio escogido junto a los acantilados impresiona porque hasta los aspavientos que por allí deambulan no suenan ni como susurros, reservan sus espíritus exaltados para mejores momentos, quizás imbuidos del máximo respeto que merecen aquellos hombres llegados de más allá de Europa. No en vano, pienso, quienes por allí sobrevuelan como de puntillas son conscientes de que –aun al paso de los años- los homenajeados extranjeros defendieron la libertad de que hoy gozan, palabra que encabeza la tríada revolucionaria francesa: Liberté, Egalité, Fraternité.

   Jamás había visto detener al tiempo con flores ya que los poetas identifican a la rosa, por ejemplo, con la fugacidad de la vida, con su inexorable vértigo veloz, pues nuestra juventud se inaugura y arde la víspera del día en que se apaga aquella flor, a la manera lezcanoana. Y “la rosa azul de tu vientre”, a la manera lorquiana, simboliza la maternidad frustrada a la vez que la rosa roja es la ansiada para vivir la vida, la juventud, la pasión inherente a ella; y, quizás, la rosa dorada de Alonso Quesada sea la plenitud de la vida, porque la blanca es la pureza, la virginidad... 

   Pero allí, en Dieppe, no se trata de coronas puestas por celebraciones momentáneas como le hacen a Pérez Galdós en la Plaza de la Feria de Las Palmas tras preparadísimas intervenciones estudiantiles y discursos desfasados muchas veces, precisamente a un escritor que huyó de recargamientos y florituras y dejó que sus personajes hablaran tal como lo hacían en la realidad, la realidad que imponían la miseria, la cerrazón, la desazón de una España anquilosada en el pasado y que trataba en los manicomios a sus locos de pago con grandes dosis de bromuro potásico y destructivas descargas de agua a presión mientras sus cuerpos, implacablemente desnudos, caían al suelo con impotencias y sinsabores.

   No, no son aquellos ramos, aquellas coronas tan oficiales que huelen y sienten a muerto o que sonaban a fúnebres campanadas cuando las cinco rosas caían sobre las losas frías del Cara al Sol, tal las que se depositaban en las cruces de sus caídos por su Dios y por su España y que nos obligaban a visitar y cantar desde la escuela pública, la Graduada galdense.

   No. Estas de las que hablo porque las veo y las siento en sus impactos son flores vivas, preñadas de vida, dadoras de vida que, a pesar de todo, se mueven al vaivén de los fríos aires normandos con laxitud, distensión, relajamiento y palabras. Pero, eso sí, torrentes de palabras que se estacionan por las aceras, por piedras o callaos de aquella inmensa playa de Dieppe; entran en los tuétanos de nuestro propio ser y nos impactan, como impactaron las balas nazis sobre las jóvenes e interrumpidas esperanzas de vida de aquellos miles de canadienses llamados hace setenta y tres años a ser la necesaria expedición condenada a la muerte por sus propios dirigentes, sus mismos jefes, que desde Londres esperaban mensajes de cuánto habían durado frente a aquel inexpugnable fortín nazificado, protegido por los más altos acantilados de Europa, dicen.

   Sí, es cierto, o al menos a mí me lo pareció: sin querer, aquellas flores rojas sobre fondo blanco, símbolo canadiense, me aislaron de mi momento vital y me retrotrajeron -con apacible serenidad- a un tiempo pasado en que los pueblos peleaban por su tierra y las gentes se unían ante el acoso exterior, el eterno germano contra el que llevaban luchando cientos de años. Y cuando el silencioso monumento empezó a contarme todo lo que allí había pasado confirmé que lo más importante en la vida es la libertad, por más que otros aspiren a cercenarla con la violencia de la sinrazón, embrutecedora actividad reservada a quienes no saben de pensamientos dignos, nobles y elementales para la propia condición humana.

   Y me acordé de aquellos paisanos canarios, isleños, galdenses, encerrados en las profundas interioridades de la propia tierra que los viera nacer y que fueron expulsados de la vida en convulsivas e histéricas actuaciones de hordas salvajes a pozos, simas, hoyos que ellos mismos tuvieron que cavar para enterrar los cuerpos asesinados, los suyos, porque en sus venas corrían sangres republicanas. Y a pesar del paso del tiempo, de que la vida se ha vuelto a ordenar en burguesas convivencias democráticas, no hay para ellos ni con ellos flores tricolores, palabras que griten ¡más nunca!, jardines que en pequeños rincones detengan también el paso del tiempo y nos recuerden sin odios ni venganzas aquellos años en que se mató y se odió porque se odiaba a la libertad y se mataba al poder popular.

   Y cuando se camina por los caminos normandos que llevan a pueblos, ciudades, pagos o villas emanan, como en relajadas convulsiones, los cementerios blancos, de cruces ordenadas, blancas también como si quisieran hacer juego con las margaritas que por allí revolotean. Y no están cercados, no, como lo hacemos nosotros aquí, como si un espectro irracional nos llevara a esconder la muerte, la presencia de aquella Dama que en la Edad Media llamaba a nobles, reyes, obispos, cardenales, papas y villanos a los bailes macabros, los que iniciaría con la vida ya casi acabada de sus invitados. La altura mínima e imprescindible de sus muros no es un elemento casual, impensado, fortuito: muy al contrario, se convierten aquellos en delimitadores, acotadores de un espacio reservado también para albergar a perpetuidad los cuerpos, los recuerdos, las propias metáforas de miles de soldados muertos en la defensa de Francia, en la libertad de aquellas tierras. Y por eso están a la vista, cerca de los bordes, casi en osadas interrupciones del paisaje porque allí descansa la juventud que dejó de ser para que otros pudieran seguir en la vida.

   Geométricamente ordenadas, siempre a la misma altura –a fin de cuentas, como hemos visto, la Muerte no distingue categorías o poderes- las blancas cruces extienden sus brazos con suavidad, con exquisitez incluso, tal vez sabedoras de que fueron llamadas a perpetuarse y de que, sin alharacas ni aspavientos innecesarios, ellas forman ya no parte del paisaje, sino que son el paisaje elegido por los normandos para enterrar a sus muertos de la Guerra, a los propios y extraños, a quienes vistieron uniformes canadienses, norteamericanos, galos, neerlandeses…

   Y en otros lugares, casi siempre a orillas de la playa que se convirtió en perenne tumba de soldados, otros monolitos aún más sencillos pero tan cargados de palabras recuerdan a ingleses, neozelandeses… y a sus pies, como si también el tiempo hubiera congelado las imágenes, ramos de flores, coronas coronadas con colores de banderas parece como si renacieran día a día, como si fueran infinitas frente a la vida porque siempre están allí, renovadas, impecables, frescas y transparentes. Es que la mano de gente anónima, manos y suspiros, congojas y relajadas estancias de quienes vivieron aquellos años, de sus descendientes, de sus admiradores y agradecidos ciudadanos las conservan como al día, lozanas, reverdecidas y más preñadas de colores que en el día anterior.

   Hay pueblos agradecidos, sin duda, pueblos que no olvidan a sus muertos, a quienes llevaron su sangre y derramaron por sus arterias esencias vitales para la continuidad. Pero aquel pueblo normando visita todos los días su playa por más que el frío o las intemperies inviten a otros menesteres. Y es que ellos lo saben: por allí, por la playa, les llegó la recuperación de su libertad, de su amada Francia, de sus más recónditas esencias heredadas desde el 911. Y cuando miran hacia el Canal de la Mancha visionan las fantasmales estampas de cinco mil jóvenes canadienses que fueron cayendo, uno a uno, para liberar la patria ajena, por más que solo llenaran de sangre los casi blanquecinos callaos de Dieppe en aquel desembarco frustrado de 1942.

 

* En La casa de mi tía por gentileza de Nicolás Guerra Aguiar