Mercados, plazas, recovas… - por Nicolás Guerra Aguiar

 


Mercados, plazas, recovas… - por Nicolás Guerra Aguiar *

La fruta, estimado lector, ya no tiene el gusto de hace años. Influyen conservantes, legales manipulaciones, almacenamientos en frío acaso excesivo... cuando no congelaciones. Casi toda ha perdido naturales aromas y sabores e, incluso, partes interiores evolucionan del rígido verdor a la ñoña maduración en horas veinticuatro.

  Así, por ejemplo, echo en falta nísperos como los de antier (americanismo usado en Canarias) tan persistentemente carnosos, dulces sin pasarse, embriagados por un intenso amarillo y con piel suave para cómoda pelada. Pero excesivos tratamientos eliminan fragancias y gustos de muy gratos recuerdos infantiles y primera juventud por tierras de la nascencia, Gáldar.

  Más aun: nispereros, higueras, naranjeros o aguacateros estaban allí al alcance de la mano ya en pleno barranco o tras muros bajos, cuya arrogancia retaba a trepar por ellos. Pues nísperos como los de las Ramos (telefonistas); morados higos de los Aguilares; inmensas naranjas de las Ruices  o seductoramente orientales (alguna finca de La Vega) y aguacates de la huerta de Veray no se encontraban por la zona norte galdense, palabra de escalador arbóreo cuando uno era puro huesito recubierto de pellejo, inocente criaturita ajena a la propiedad privada.

  Días atrás decidí visitar mercados como simple observador, relajadamente. Comencé por el  de Las Palmas (1856), hoy rebautizado como “de Vegueta” por mor de algún trabe personal, me dicen. Y desde allí caminé hasta el del Puerto (1891, remodelado cien años después) con parada intermedia en el Central. Fue una buena caminata, y valió la pena el reencuentro: distintas etapas personales retornaban a la memoria mientras hacía los caminos entre silencios y anotaciones. (Me sirvieron también para romper la  actividad en bibliotecas o hemerotecas, siempre a la búsqueda de palabras escritas por gentes sabias, investigadoras, fehacientes testigos de la vida para perpetuar la monopolista condición humana del pensamiento... aunque a veces este se ponga en duda no por la reflexión, sino por la capacidad de algunos para tal menester.)

  No obstante va a permitirme, estimado lector, que use la voz recova en lugar de  mercado (‘Sitio público destinado para vender, comprar o permutar bienes o servicios’) o plaza (‘Lugar donde se venden artículos diversos, se tiene el trato común con los vecinos, y se celebran las ferias, los mercados y las fiestas públicas’), acaso significados demasiado ajenos a su realidad actual.

  Además, dejo constancia argumentativa: la palabra recova, tal como la entendemos aquí -Santa Cruz de Tenerife, La Laguna, Gáldar...-, viene definida por el Diccionario Básico de Canarismos (Academia Canaria de la Lengua): ‘Sitio público con puestos diferenciados, destinados a la venta de frutas y verduras, carnes, pescados y otros productos’. Significado, por cierto, distinto al de la RAE (Diccionario), donde se lee ‘Lugar público en el cual se venden las gallinas y demás aves domésticas’.

  Pero uso recova, sobre todo, porque fue la primera palabra de las tres  aprendidas desde mis iniciales ocho o nueve añitos cuando en Gáldar acompañaba a mi padre los sábados muy de mañana, pues la carne de vaca -un lujo, supe después- era poca y Camilo, Antoñito o Vicentito tenían compromisos con otras familias (sufijo íto con valor de respeto a los mayores, habla canaria).

  Tuve la grandísima suerte de nacer en un pueblo y vivirlo en libertad mientras la curiosidad nos llevaba por barrancos, vegas, albercones, huertos, fincas… Pueblo, además, fundamentalmente agrícola (plátanos, tomates, primeros coqueteos con los pepinos…). Desde mi casa escuchaba los cantos de las mujeres que trabajaban en el inmediato almacén de empaquetado de El Repartidor, lateral del cine de Pepito Molina (Teatro Municipal).

  Las mismas mujeres en monótona presencia mañanas, tardes y, si era necesario,  noches bien entradas, domingos o festivos: el barco camino de Londres, Liverpool  o Róterdam atracaría en Las Palmas medio día o veinticuatro horas. Por tanto, todo debía acelerarse para enviar tomatoes y bananas (voz congoleña) a mercados extranjeros europeos. Nada importaban horarios de catorce, quince horas; los derechos laborales se desconocían; las responsabilidades familiares caían entonces en manos de las abuelas...: toda la maquinaria funcionaba según los intereses del exportador.

  Mientras envolvían la fruta, la embalaban en seretos y seretas (la RAE no registra ambas voces) y clavaban minúsculas tachas sobre las tablillas para cerrar los envases, escuchaba trinos o simples gorjeos a veces con segundas aunque mi simplonería abortaba su traducción pues, además, tampoco manejaba las herramientas lingüísticas necesarias para entender la coñona o sexualizada intencionalidad de algunas letras... (A fin de cuentas nuestra educación giraba sobre la atrofia mental, como si iniciales cambios a orillas de la pubertad fueran senderos conducentes al Infierno, morada de Satanás o Lucifer, traicionero ángel en campaña bélica contra Dios.)    

  Vuelvo. En mi recorrido por los establecimientos de Las Palmas vi manzanas casi cristalinas, trasparentes, engañosos espejos a la manera de la calle madrileña El Gato, presentes en la valleinclanesca Luces de Bohemia como deformadores de la realidad… Y digo bien, pues desde los antaños infantiles las manzanas jamás fueron vidrieras góticas artísticamente iluminadas por rayos solares, muy al contrario: la rusticidad externa del fruto invitaba a veces a su rechazo salvo cuando verdes, encarnados o amarillos daban color a la cáscara… nunca con deslumbrante brillantez como si hubieran sido limpiadas a conciencia con Netol.

  Lo mismo les sucede a las naranjas chinas: su tradicional amarillo pálido ha sido sustituido por otro casi color fuego, intenso, provocador, llamativo. Más: para  invitar a su consumo excitan papilas gustativas y zonas linguales e incitan a pupilas, cristalinos, retinas: entran por los ojos… Pero todo es pura exteriorización, apariencia decorativa, intensidad como los cantos de sirenas  que casi enloquecen a Ulises atado al duro mástil… Y a pesar de las variedades frutales eché de menos algo: la combinación de olores, aromas, emanaciones que permitan distinguir -con los ojos cerrados- una ciruela de un pomelo.  

  Pero se adquieren, a veces a precios disparatados: entre la compra al agricultor y el precio final de venta puede haber casi cuatro euros de diferencia (aguacates, por ejemplo). Es el librecomercio, dicen.

  ¿Y si un día,lector, fallara el turismo?

 

* La casa de mi tía agradece la gentileza de Nicolás Guerra Aguiar