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martes, 16 de abril de 2024 08:01h.

La Muerte bailó sus danzas macabras - por Nicolás Guerra Aguiar

 

nicolás guerra aguiar pequeñaUna joven murió en accidente de moto. Al día siguiente el padre se dirige al lugar de la tragedia. Lleva en sus manos una escopeta cargada. Se dispara en la sien. Fallece

La Muerte bailó sus danzas macabras - por Nicolás Guerra Aguiar *

Una joven murió en accidente de moto. Al día siguiente el padre se dirige al lugar de la tragedia. Lleva en sus manos una escopeta cargada. Se dispara en la sien. Fallece.

   Quien redactó la noticia parecía impresionado. Acaso hasta abatido, por más que no tenía vinculación alguna con sus directos protagonistas. Escueta. Sin adornos ni añadidos, escrita para cuatro elementales líneas. Su autor no se atrevió a poner una palabra de más. Incluso le habría satisfecho poner algunas de menos, pues una joven muerta ya son muchos muertos. Pero se vio obligado a llegar hasta el final.

   Carmen quizás vivía su juventud de diecisiete años entre sonrisas y besos. Ya no podrá inspirar a poetas para que canten de ella cuello, cabello, labio y frente (en lenguaje poético –respectivamente- lilio, oro, clavel, cristal). Carmen dejó con violencia edad dorada y dulces frutos: la entraron con precipitada precipitación en el último verso del soneto gongorino. Así, se convirtió “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada” siglos antes de que su cabello se volviera de plata.

   ¿”En nada”? Para su madre seguirá viva. Pero aquella deberá acostumbrarse –si acaso fuera capaz o tuviera fuerzas- a no tenerla consigo a tres palabras de intensidad maternal, de enfado maternal, de desesperanzas maternales ante actuaciones de los diecisiete años naturalmente rebeldes y originariamente cargados de sedientas revoluciones, ardientes pero honestas. Deberá acostumbrarse la madre a llenar con la evocación mentes y corazones e, incluso, le palpitará hasta el recuerdo del mismo útero donde la gestó a lo largo de nueve meses para que Ella, con guadaña y sin contemplaciones o recatos, viniera a invitarla a la danza macabra. Danza hoy más trágica, lúgubre o siniestra pues Carmen ni tan siquiera había llegado a la mayoría de edad, la que vuelve responsables ante todo y todos a quienes un día se acuestan protegidos por leyes y, al amanecer, estas los abandonan definitivamente como hacen las hembras no racionales con sus crías.

   Sí. La madre dejará de ser de este mundo y creará otro mucho más próximo a ella (cuando no solo de ella). Será vano intento de re-crear (volver a crear) diecisiete años tan cortos en el tiempo de una vida tan joven pero decapitados así, de repente, sin posibilidades de racionalizar la temprana muerte o, al menos, incapaz de lograr respuestas a sus palabras de soledad, perplejidad y asombro absolutos: ¿por qué a ella? Nadie, absolutamente nadie, osará unir ni tan siquiera suspiros para consolarla o, al menos, acompañarla en medio de tantas sombras… Acaso eleve la mirada hacia dios y descubrirá el vacío más absoluto. Tal vez también rememore iniciales versos unamunianos, también sonetiles: “Oye mi ruego Tú, Dios que no existes / y en tu nada recoge estas mis quejas”.

   Miguel Hernández lloró con palabras de inigualable belleza e impacto la desaparición física de Ramón Sijé, “con [a] quien tanto quería”. Su “Elegía” tiene tres momentos: directo contacto con la tierra (“que ocupas y estercolas”) y manifestación de su inmenso dolor (“No hay extensión más grande que mi herida”). En él se entremezclan dos personas gramaticales desde el inicio del poema (“Yo”, Miguel; tú, Ramón, “ocupas y estercolas”). E incluso antes, cuando el poeta les comunica a los lectores la temprana y rapidísima muerte (“como del rayo”) de su amigo. Esta primera estructura está cargada de elementos relacionados con el mundo rural y campesino, nada extraño en la Orihuela de 1935. (Sus vegas son inmensas, ricas. Aún se respira aire de campo en muchas de sus gentes y huertos.)   

   El segundo conjunto entra en el mundo de la sinrazón. Y a la manera desordenada en la mente de Don Quijote, Hernández se revuelve contra la vida (“desatenta”); contra la muerte (“enamorada”); contra “la tierra y la nada”. Y tal un dios de la mitología griega -acaso Zeus- sus manos elevan a los cielos recias tormentas para, después, absolutamente fuera de sí, escarbar, apartar y minar la tierra… hasta encontrarlo. Ya a la manera shakesperiana, con la calavera en sus manos, la besa y la regresa a la tierra (extraordinaria la tensión emocional a través de la continua presencia de la “r”, el sonido más fuerte del español).

   En un estado mucho más sereno, relajado y apacible recrea a la manera renacentista (el Renacimiento recuperó a Horacio) la naturaleza perfecta en la cual vivieron (domina ahora la “s”, la suavidad).  “Almendras espumosas” y “almendro de nata” (la primavera, nacimiento a la vida) se imponen frente a la muerte. Y ya, al final, permanecen las palabras y la amistad: “Que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero”.

   Estimado lector: si esta bellísima y casi perfecta estructura poética hernandeziana es el canto de Miguel por la temprana muerte de su amigo Ramón, ¿qué sentimientos pudieron vibrar, dominar e imponerse en la mente del padre para quien el mortal accidente fue directa responsabilidad suya? ¿En qué estadio de la elegía andaría su mente, maquinaría su desesperación, palpitaría su desesperanza? ¿Acaso en el primero? Acude al lugar de la muerte física con mortal escopeta para ser también muerte. ¿En el segundo, cuando la desesperación y la sinrazón buscan la calavera o acaso el minuto anterior a la muerte? Del tercero, lo dudo: frente a Hernández, no pretende recuperar el imposible ayer.

   Ante tal vacío, abatimiento y desaliento, ¿qué permanece para seguir la vida? Nada. Absolutamente nada. Y a la manera del Werther goetheano, el padre de Carmen se suicida. Su vida ya no vale nada. ¿Cómo podría mirar de frente a su mujer cuando recrearan sin visión alguna el vacío sempiterno de aquellos espacios íntimos de la habitación, una vez de Carmen?

No se mantuvo enhiesto para ayudar a su mujer, desecho humano… Él le había regalado la moto a Carmen. Y la máquina los mató. A los tres.

* En La casa de mi tía por gentileza de Nicolás Guerra Aguiar

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