Otra nobelísima palmera en el instituto Pérez Galdós - por Nicolás Guerra Aguiar

 

Otra nobelísima palmera en el instituto Pérez Galdós - por Nicolás Guerra Aguiar *

El Premio Nobel es la máxima distinción profesional que se le puede otorgar a un ciudadano universal. Sus agraciados no vivirán eternamente en el Olympo pero nombres, rostros y sabidurías tutean a los dioses. A fin de cuentas ya forman parte de la inmortalidad por más que, paradójicamente, la inmensa mayoría de ellos es tan desconocida como Selma Ottilia Lovisa Lagerlöf, primera mujer que obtuvo el de Literatura (1909).

Y aunque algunas concesiones perplejan por su propia contradicción (el de la Paz a los señores Kissinger, Obama y la Unión Europea, por ejemplo), lo cierto es que la mayoría de los premiados -en este caso, Medicina- ha puesto su trabajo al servicio de la Humanidad. Así, por ejemplo, el doctor Neher, cuyos estudios resultan vitales para acercarse a enfermedades como el párkinson y el alzhéimer.

   Este premio nobel de Fisiología o Medicina (1991) plantó su palmera la tarde del martes en el ya centenario instituto Pérez Galdós (escritor, por cierto, a quien no se le concedió en 1912 el correspondiente de Literatura por influencias de la Iglesia, monarquía y fuerzas ultraconservadoras españolas).

Ubicada en el Palmeral de los Nobel (1992), hace la número doce: diez de Medicina (entre ellas, la del doctor Ochoa) y dos de Literatura, Vargas Llosa y Saramago. (El inesperado empeoramiento del segundo -lo obtuvo en 1998- impidió su presencia en el Pérez Galdós un día de 2009 a pesar del grandísimo interés personal. No obstante, su palmera permanece enhiesta como reconocimiento a la voluntad de quien escribió El Evangelio según Jesucristo o Ensayo sobre la ceguera, por ejemplo.)

La palmera es elemento distinguidor del paisaje de nuestra tierra insular. Tanto y tan arraigada está en barrancos, veredas, caminos y atajos que Teror, por ejemplo, podría parecer “alguno de los pueblos del Miño portugués” si no fuera por las palmeras, escribe Unamuno. La define como “árbol litúrgico que parece un gran cirio de quieta llama verde” (“La Gran Canaria”, artículo -agosto , 1910- de Por tierras de Portugal y de España).

Porque Unamuno estuvo dos veces en Canarias. Una, para presidir los primeros Juegos Florales de la capital grancanaria; otra, en 1924: su oposición a la dictadura del general Primo de Rivera le valió el destierro a la isla de Fuerteventura, donde la esquinuda “camella rumia allí la aulaga ruda / con cuatro patas colosal araña”.

   Quedó impactado por la “verde llama que busca al sol desnudo / para beberle sangre [...]”, pues la necesita: de cada nudo de su tronco nace un hijo, una primavera. Tal le sucede a algunas del Palmeral de los Nobel, phoenix canariensis arraigadas sobre el antiguo platanar de Fincas Unidas, espacio  baldío y desierto hasta 1992 y hoy protegido por los suaves silencios del Palmeral de los Nobel…

Y como espacio de sabia naturaleza ahora iluminado por doce nombres de hombres inmortales, allí fue donde dos alumnos del “Pérez” (Alfonso Nuez y Bárbara Carreño) dejaron caer ante el doctor Neher y todos los presentes el noble  deseo de “contribuir a la construcción de un mundo libre y tolerante, un mundo portador de conocimientos para garantizar las mejores condiciones de vida posibles”, tal pregonaron.

Alfonso, Bárbara y sus compañeros viven la más ilusionante etapa de la vida (la “alegre primavera” de Garcilaso). Un día se harán cargo de la sociedad que les tocará vivir como adultos para que también los demás vivan, y lo hagan con dignidad humana. Por tanto, deben recordar el compromiso adquirido -usaron las universales lenguas de Cervantes y Shakespeare- frente a tan sobresalientes notarios, el doctor Neher, su mujer y el doctor Calvo, entregados a la búsqueda de mejoras físicas y psíquicas para la condición humana. Bárbara y Alfonso, como voces de la inmensa colectividad juvenil y a la cual representaban, prometieron el cometido que “ha de servirnos de ejemplo de superación y de entrega a los demás”. 

El instituto Pérez Galdós, pues, recién salido de sus cien primeros años de vida (con la suya viví como alumno del preuniversitario y, después, como profesor durante veintitantos) inicia su segundo centenario asido a la mano de un sabio, el doctor Neher, una de cuyas  etapas como estudiante se desarrolló también entre aulas de institutos, ilusiones, trabajo y creencias en sí mismo. Y como le comenté a un alumno esa tarde, es un hombre incluso hasta con manías, caprichos, imperfecciones, quizás desasosiegos y antipatías… Pero el servicio a la Humanidad lo mantuvo sobre tormentas, tempestades y tiempos desapacibles como a García Cabrera, el poeta gomero de “La esperanza me mantiene”. 

Fue clase magistral: el primer instituto de la provincia de Las Palmas le  mostró al alumnado que el esfuerzo del doctor Neher fue la clave de todo; el esfuerzo serio, científico, riguroso, ajeno a condicionantes emanados de la pasión frente a la razón, de la irracionalidad como lo opuesto a la ciencia.

Por tal planteamiento evoco a Chil y Naranjo, médico y científico canario, universal investigador educado en París. Llegó con diecisiete años para estudiar la ciencia médica y aspirar los nuevos aires de otra: la antropológica. Fundó el Museo Canario y sufrió (1876) la excomunión  de su obra (“parto nocivo de perniciosas enseñanzas” la denominó el obispo de Canarias) por la influencia de Darwin en sus investigaciones.

También Gonzalo Pérez Casanova, catedrático de Ciencias Naturales en el Pérez Galdós, fue perseguido y expulsado de la docencia a propuesta (1939) de la Comisión Depuradora (formaba parte de ella algún compañero del centro) por explicar a Darwin… con documentos. Agustín Espinosa, otro catedrático del Pérez (Literatura), sufrió los embates de la ignorancia y la sinrazón por sus palabras escritas (novela Crimen). Dos catedráticos más y un profesor numerario  también fueron inhabilitados y condenados por la barbarie inquisitorial.

Pero el Pérez Galdós sigue enhiesto, docente y convencido de su función  científica, libre, transigente, respetuosa y plural. Las nobelísimas palmeras abrigan las ilusiones de quienes por allí hemos pasado, están y llegarán. Doce premios nobel son la garantía de su universalización.

* La casa de mi tia agradece la gentileza de Nicolás Guerra Aguiar

 

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