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viernes, 26 de abril de 2024 10:00h.

Paralelismos entre el aula y la calle - por Nicolás Guerra Aguiar

 Debió de haber sido en 1983 o 1984 cuando, por fin, los institutos de Enseñanzas Medias (hoy, IES) se convirtieron  en referentes de las conquistas democráticas dentro de las aulas. 

Paralelismos entre el aula y la calle - por Nicolás Guerra Aguiar

 

   Debió de haber sido en 1983 o 1984 cuando, por fin, los institutos de Enseñanzas Medias (hoy, IES) se convirtieron  en referentes de las conquistas democráticas dentro de las aulas. Hasta aquel año los directores  de los centros eran nombrados por la Administración. Y esta los imponía al margen de idoneidades, talentos, espíritus renovadores, visión democrática de la sociedad o capacidad de diálogo de los mismos (salvo excepciones, claro, como el señor Guntiñas, que lo fue del Pérez Galdós). Gran parte de los directores eran más fieles al sistema que a la urgentísima renovación exigida para la enseñanza pública tras el oscuro periodo de Formación del Espíritu Nacional y Religión Católica como asignaturas obligatorias.

   Por primera vez no se exigía la condición de catedrático para aspirar a la dirección. Bastaba con el título de agregado. E, incluso, algún docente llegó a ser director en institutos cuyo claustro estaba formado exclusivamente por interinos, los penenes (profesores no numerarios) que  dieron un vuelco a los centros oficiales de enseñanza. Estos, por vez primera, dejaron de ser feudos y comenzaron su etapa de puertas abiertas hacia la realidad social de la que provenían los alumnos que llenaban sus aulas.

   Se convocaba al claustro para votar las candidaturas con papeletas y urnas. Y como por aquellos años se habían producido la entrada de muchísimos profesores nuevos (hubo también varios años seguidos de oposiciones) y jubilaciones de catedráticos y agregados, lo cierto es que los candidatos eran gente nueva con ímpetus y renovadoras ideas sobre lo que debía ser la enseñanza en centros oficiales. Se estaba produciendo el relevo generacional, aquel tan absolutamente necesario e imprescindible para que la gente joven tomara las direcciones de los centros históricos a la vez que se abrían otros en distintos lugares (ahora, con perspectiva, quizás fueron demasiados en tan poco tiempo) porque llegaba una gran masa de gente menuda que, por fin, iba a tener la oportunidad de acceder a las aulas, derecho del que sus padres habían carecido.

   Acaeció, en efecto, una renovación casi absoluta en muy pocos años. El viejo sistema, continuista y arcaico, fue sustituido por profesores que habían vivido en sus cuerpos y en sus mentes los últimos coletazos de la dictadura franquista, más peligrosa y  traicionera si cabe, pues era consciente de que le llegaba su desaparición (al menos, eso creíamos). Tales docentes, ayer alumnos víctimas directas de autoritarismos, desprecios y prepotencias en las aulas, llegaron a los claustros solo con palabras cargadas de razones, razonamientos, ideas y nuevas pedagogías (generalizo). Nadie quería revanchismos, venganzas, resarcimientos, en absoluto, aunque  todos recordamos nombres de profesores que ligamos a comportamientos despóticos, despreciables. Sabíamos que el mundo era nuestro y que nuestra sociedad necesitaba de nosotros para empezar a caminar con seguridad y preparación por los nuevos senderos de la libertad.

   Conquistada democráticamente la dirección, la entrega fue absoluta: ¡todo estaba por hacer! Y casi se le impuso a la Administración que también el personal no docente estuviera representado en el órgano de elección. Más: posteriormente pasaron a formar parte de él representantes de asociaciones de padres (APAs) y de alumnos (hubo sindicatos en “el Pérez”), con lo cual se consiguió que todos los sectores directamente implicados tuvieran voz y voto.

 Fueron años de educación pública de altísimo prestigio. Por primera vez los institutos estaban a tope. Y muchos padres con posibilidades económicas, de comportamientos e ideas liberales, buscaron plaza para sus hijos (hasta el día anterior, en centros privados) porque en los institutos se respiraban libertad, respeto, seriedad, rigor, calidad, renovaciones pedagógicas.

   Sin embargo, al paso de los años le fue desapareciendo ímpetu y coraje a tan importantísimo logro, pues muchos llegaron a creer que todo estaba conseguido. Por tanto, golpe solapado, reglado e inteligente de la Administración para recuperar el control de las direcciones: impone –y casi todos callaron- la obligatoriedad de unos cursos para aspirantes a dirección. Después,  una terna (silencio de los miles de profesores incorporados en los años siguientes. Los anteriores ya teníamos cincuenta años). Y, por simplificación, planteo la realidad actual: los directores, hoy, representan a la Administración. El claustro no los elige. Ha perdido la representatividad democrática que ganó en 1984. Como en la dictadura.

   Pues algo así le ha ocurrido a nuestra sociedad, ayer ansiosa de autogobiernos, libertades y regímenes democráticos pero hoy, a treinta años vista, casi abúlica, insensible a las profundas restricciones que cada vez se van imponiendo sobre elementales conquistas en libertad, en pacíficas manifestaciones, en básicas  definiciones en Estados de derecho. Porque, a la vista está, todo aquello que se consiguió a lo largo de los años posteriores al final de la dictadura ha ido, poco a poco, perdiendo capacidad de movimiento, de manifestación callejera continuada, de reacción frente a dictados que van reduciendo las libertades y las capacidades participativas y decisorias.

   O lo que es lo mismo, la Política ha dejado de ser un derecho, una obligación de todos. Unas veces por imposiciones; las más de ellas por apatías, desidias e indolencias, lo cierto es que se ha permitido la profesionalización de quienes han de servir a la sociedad, hoy castas seleccionadas por sus silencios, aceptaciones de irracionalidades y, sobre todo, ausencia absoluta de sentido crítico y de servicio al ciudadano, cuando no de elemental formación (generalizo). Las maquinarias de los partidos –nada que ver con los inicios de la recuperación democrática- imponen normas y comportamientos a quienes ansían vivir de ellos, comodidades que han de pagar con el silencio.  Pero lo peor es que la sociedad no reacciona. Y como no lo hace, el Poder sabe hasta dónde puede llegar: hoy, hasta donde le apetezca. Ha recuperado la calle, ya lo había adelantado el señor Fraga cuando ejerció como ministro de la Gobernación: “¡La calle es mía!”. Sí, la calle es suya, no de todos, como reclamó Agustín Millares. ¿Acaso la sociedad se ha rendido?

También en:

http://www.canarias7.es/articulo.cfm?Id=330456

http://www.infonortedigital.com/portada/component/content/article/29299-paralelismos-entre-el-aula-y-la-calle