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jueves, 28 de marzo de 2024 09:57h.

Parlanchinear - por Nicolás Guerra Aguiar


Jamás de los jamases les perdonaré a los técnicos del aire acondicionado que no llegaran en la del alba, tal como habían prometido. Porque resulta que en la sala de espera de una clínica oftalmológica hacía calor. Y, claro, como allí estábamos ocho personas, siempre hay alguien que mete la pata: -¡Uf, cuánto calor!-, dijo la señora del pañuelo verde, angelito de Dios, inocente criatura, inmaculada mortal con aquella carita de buena gente, cándido querubín.




 

Parlanchinear - por Nicolás Guerra Aguiar

Jamás de los jamases les perdonaré a los técnicos del aire acondicionado que no llegaran en la del alba, tal como habían prometido. Porque resulta que en la sala de espera de una clínica oftalmológica hacía calor. Y, claro, como allí estábamos ocho personas, siempre hay alguien que mete la pata: -¡Uf, cuánto calor!-, dijo la señora del pañuelo verde, angelito de Dios, inocente criatura, inmaculada mortal con aquella carita de buena gente, cándido querubín.

 Consecuencia: -¿Qué puede haber entre la unión de un ser y otro ser?-, preguntaba Pepe Monagas en el cuento del Niño cocú. –Pues eso, se contesta él, que nace un ser-, aunque en aquel caso que cuenta se trataba de un ser que no podía ser. Ergo, por tanto: ¿qué puede pasar en una sala de espera cuando en el silencio de suaves susurros alguien comenta algo ante la señora de turno que está frita por contar su currículum profesional de paciente-sufriente, de aquel yo agazapado a la espera de una mínima excusa para romper aguas y lanzarse a los aires mientras golpea, taladra y tritura los oídos de quienes allí se encuentran, condenados a ser mártires sin haber echado la solicitud? Pues pasa eso: que la mujer agarra la palabra desde la primera sílaba y no la suelta ni cuando le ponen las gotas para dilatar la pupila, por más que muchos rezamos para que se le pasaran al gaznate y la añulgaran, con vómitos y todo, o que le anestesiaran la lengua.

 Pero no, nuestras preces no fueron escuchadas: hay milagros imposibles, ya lo sabe Santa Rita. Amén. Por tanto, durante una hora vivimos la pasión enfermiza de la interfecta, nietito incluido que ya dice «Mary», el nombre de aquel flagelo lingüístico, por más que el niño tiene seis meses, dos días y catorce horas, cosa genética, me dice el vecino al que luego se llevaron los loqueros galdosianos: le dio un malejón y echaba chuchangos por la boca, el pobre, tan calladito que estuvo los primeros veinte minutos, hasta que fue a lanzarse al cuello de Mary, miedo daba el hombre con aquellos ojos saltones. (Hoy me entero de que se perforó los oídos con elDiccionario, el pobre.)

 Pues eso hizo Mary: comenzó dando la sabia explicación técnica de por qué hacía calor: -El aparato está estropeado-, sentenció urbi et orbi. (–Oooh, fue el susurro unánime, ¡cuánto sabe!). –Yo llevo viniendo varios años porque desde los 46 estoy con problemas (tengo 52, aunque no lo parezca, mi marido me dice que soy una chiquilla, ¡es tan bueno!...).  Aquí nunca ha habido calor, yo conozco todo esto como si fuera mi casa. ¿Ve aquel aparato de la izquierda? Aquel es el del soplido en los ojos (¡puf, puf!), a mí me dan cuatro o cinco, porque dice mi médico que como tengo los ojos tan claros son muy sensibles. Don Y es un médico muy bueno, yo creo que el mejor de España, tiene una mano… Fíjese la mano que tiene que al vuelo me dijo que yo tenía principio de catarata fresca porque tenía quince diotrías, es cosa de familia, hasta la perrita se contagió, animalito.

 -A mí me han operado ya tres veces de los ojos, por eso dice mi médica que tengo acidez, porque como soy nerviosa y muy emotiva, me impresiono pronto. Por eso me dijo mi médico que me ponga una pastilla de 0.50 bajo la lengua-. –¡Hombre!, dijo la otra señora: mi marío lo que tiene es la tensión alta y…-. -¿Que tiene la tensión alta, caballero?, cortó la mudita. ¡No me diga más, pobrecito!, ¿qué más quiere? Sepa usted que la tensión alta es la antesala del infarto, que me lo dijo mi médica: «Mary, la tensión alta hay que cuidarla, aunque tú no seas vieja». Lo peor es cuando me entra lo del polvo [cito textualmente], que tengo que ponerme el aerosol, que me deja bien, la verdad, pero me pone de un nervioso aquel jijijí, jijijí que se me sube por todo el pecho, menos mal que siempre llevo en el bolso la de 0.50 para ponerla bajo la lengua, que si no… Y tanto médico para eso, para que un día me dé un infarto, o a usted, yo creo que es lo único que no he tenido porque mi corazón es grande, tiene arterias destupidas, porque los infartos dan porque las arterias son como las tuberías, si le metes presión revientan, que así me lo dijo una médica de pago, y a usted ahora mismo le puede dar uno, que no somos nada, y se queda ahí en el sitio.

 -¿Y usted a qué viene?-, preguntó al señor de la cachorra.  El hombre, que casi ya no podía con su alma, dijo que «al ojo…» pero ella lo cortó: -¡Claro! A usted le mandarán un campo visual, que le ponen el parche y todo. ¡Ay, qué angustias cogí allí, que no veía los puntos! ¡Me tuve que poner 0.50 bajo la lengua! Cuando entre, dígale que usted quiere que lo vea don Y, que va de parte mía, ya verá qué mano tiene el hombre. Yo creo que lo que usted tiene es del cristalino, se le nota enseguida. Yo sé lo que es eso, yo me operé del nervio óptico porque me había aumentado la miopía. Menos mal que voy al gimnasio tres veces a la semana, y hagoactividad tonificadora, y tahichí, menos cuando como mucho, porque los nervios me obligan a comer, por eso soy muy emotiva…

 Llamaron a la señora de los 0.50 bajo la lengua justo a punto de entrar nuevamente los loqueros –una joven había amarilleado frente y ojos; caminó sobre la sillas y gritaba «¡yo me tiro, yo me tiro!» mientras pretendía asir espectros fantasmales en medio de las paredes, reconoció después. Alguien susurró, así como quien no quiere la cosa, pero jodelón a más no poder: -¡A quien le va a dar el infarto un día es al marido, oh, ya, si no se subsidia antes!-.

 Parece que hasta nos relajamos todos cuando se fue. –Pero a pesar de todo, ¡cuánto calor hace!-. Y soltamos la carcajada. Desde dentro se oyó: -¡Claro!, es que el aparato-… ¡Plof!: el señor de la cachorra cayó al suelo. Y con los cables en los ojos, apareció corriendo Mary: -¿Ve? ¡Un infarto! ¡Ya se lo dije! Si es que no somos nada… Me acuerdo de una vez…

 

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