Prevísperas festivas en Gáldar - por Nicolás Guerra Aguiar
Prevísperas festivas en Gáldar - por Nicolás Guerra Aguiar *
Fiel a ese vínculo las más de las veces vivificador entre mi pueblo y yo, me llega por correo el programa de las fiestas de Gáldar (gracias, doña Pino Rivero; gracias, don Alcalde). Mas a pesar de la continuidad anual y del paso de los años, el cuadernillo me trae recuerdos -no añoranzas ni nostalgias- de cualquiera tiempo pasado cuando deambulaba en soledad (calles, callejones, barrancos, acequias…) y a la luz de ensalitradas brisas cercanas al Agujero, Sardina, Caleta Abajo…, acaso también Las Quintanas, Montaña Pelada…
La primera impresión táctil - visual del programa atrae e invita a la inmediata lectura. Recrea el cromatismo dominante en imágenes actuales frente, por ejemplo, a la foto blanquinegra (¿1920?) de la banda de música galdense compuesta mayoritariamente por niños. (Sospecho el paso de casi un siglo pues aparece mi tío Juan Guerra, clarinetista con once -?- años: de ahí la musicada voz de mi prima Tere.) Niños que, a pesar de las grandísimas dificultades materiales, hambrunas y ausencias de oportunidades, tuvieron tiempo para dar vida a trombones, saxos, tambores…, acaso esperanzas de un mundo mejor para ellos. O tal vez vocación; quizás embriagadores placeres personales para conseguir armonías, ”cantos sonoros” y “cálidos coros” a la manera rubendariana.
El pregonero de este año no tiene nombre de persona: es la Banda Municipal de Música de Gáldar, con siglo y medio a sus espaldas. Ella me retrotrae, también, a decenios atrás. Y memorizo mi pejinesca estructura física de cuando pollillo (todavía en la escuela pública, La Graduada) portaba un farol para iluminar la partitura de algún músico en las procesiones semanasanteras por las calles de mi pueblo, pues la planta eléctrica a veces daba sustos con su silencio: se paraba ahíta y cansada, asmática o con fuertes toses.
No había prisas para retirar la estructura de los inmensos tablones: todo se hacía al golpito, un “Déjese dil, cristiano”, parsimonia que los pollillos agradecíamos pues desde ellos nuestros cuerpos nueveañeros pretendían ascender hasta la cúspide de la fuente… con los consiguientes resbalones y partigazos o mamazos (lenguaje juvenil) si veíamos aparecer a Silvestrito (siempre llevaba una vara verde en sus manos: jamás la usó) o al cabo Valentín, sereno e impasible con las manos a la espalda, pachorriento y relajado hasta el infinito… O a Panchito, otro de los guardias municipales, rigurosamente paternal aunque su seriedad facial imponía mucho respeto. (Temimos a Plácido, bastante más joven. Y el temor estaba justificado: ¡había multado a don Antonio Rosas, el alcalde, por aparcar su coche unos minutos en zona prohibida!)
Sí, en efecto. Se trata de recuerdos, no de nostalgias. Cualquiera tiempo pasado no fue mejor, en absoluto. Simplemente es eso: un anteayer, un pretérito ya por suerte no recuperable ni revivible físicamente. Es una etapa de la vida que se fue –retorno al mundo clásico- como las aguas del río heraclitiano en las cuales no podremos repetir el baño, pues cuando volvamos a entrar en él… los primeros remolinos ya no están. Por suerte. Tales años de infancias e iniciales juventudes son, pues, la imposibilidad de su recreación... Si así no fuera, frenaríamos la quimera del presente y la utopía del futuro.
No obstante, picar el ojo a nuestro ayer –distante ya en decenios, esculpidos estos en amigos de infancia- no significa echarlo de menos. Pero tampoco puede olvidarse: a fin de cuentas nos pertenece por derecho propio, nosotros lo hicimos individualmente.
Por tanto, mis tiempos pasados en Gáldar fueron míos, y no renuncio a ellos. Fui feliz en mi tierra de iniciaciones. De ahí que me impacte la llegada del sobre con el programa de las fiestas: renueva mis emociones.
* En La casa de mi tía por gentileza de Nicolás Guerra Aguiar