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viernes, 29 de marzo de 2024 10:20h.

Reciclemos, sí; pero… ¿para quién? - por Nicolás Guerra Aguiar

Desde hace años –no llega a dos décadas- ciudades y pueblos que se definen como desarrollados y civilizados tienen a disposición de la europeizada ciudadanía depósitos callejeros de distintos colores y formas para que depositemos en ellos concretos elementos inservibles...

Reciclemos, sí; pero… ¿para quién? - por Nicolás Guerra Aguiar

Desde hace años –no llega a dos décadas- ciudades y pueblos que se definen como desarrollados y civilizados tienen a disposición de la europeizada ciudadanía depósitos callejeros de distintos colores y formas para que depositemos en ellos concretos elementos inservibles. Así, en los grises con palanca de pie que muchas veces no funciona dejamos las bolsas con la basura; papel y cartón deben depositarse en los azules, con una anchísima boca que llega a los dos extremos; los verdes reciben vidrio y cristal (esta voz, en segunda acepción, vidrio); y los amarillos, latas, botellas de plástico y envases de cartón para líquidos (el Diccionario los reconocerá algún día como tetrabric, seguro –tetra, en griego, significa cuatro-. Se trata de un extranjerismo proveniente de Tetra Brik, paquete fabricado por la empresa sueca Tetra Pak), 

 Esta es la razón de que en muchas casas ya no haya un solo depósito a la manera tradicional  con la bolsa de la basura sino que ahora, además, suele haber varios baldes con bolsas de supermercado (por eso ya las cobran, tontos que son los vendedores) y en cuyos interiores se depositan los seleccionados envases de cristal, plástico, aluminio y cartón. Después, una vez llenos, alguien –normalmente, mamá- da el toque de aviso: “Quien salga, por favor, que se lleve una bolsa para los depósitos”, invocación o súplica ante la que los enanos suelen hacerse los longuis, casi siempre  con la misma respuesta: “Ahora mismo no puedo, voy con prisas, después la bajo”. Y al final, lo de casi siempre: mamá o papá son los encargados de tal responsabilidad, a fin de cuentas la vivienda está a su nombre, incluida la cocina, digo.   Y en eso aciertan los pollillos, indiscutible. Aunque a veces son comprometidos, responsables, serviciales: “Venga, prepárame la bolsa, que TE la saco”, suelen decir, como si la propiedad de la misma fuera monopolio de los padres, casi siempre de la madre. Por eso insisten sin mala intención en aquello de “TE”, inmenso favor que deberá ser compensado con agradecimiento eterno.

  Por lo que a la distribución de los depósitos se refiere hay varias maneras de colocarlos, ya sea sobre aceras, esquinas en las que compiten con el enteradillo que los empuja para aparcar su coche o en espacios previamente seleccionados no sé con qué criterios, pero que llevan a muchas personas a quejumbrosos lamentos porque están cerca de sus ventanas, artilugios que no pueden abrirse porque moscas, insectos, pestilencias y descomposiciones orgánicas implantan su ley de la selva y se cuelan en las viviendas con perfectos atraques. (No sé si tiene razón aquella señora que siempre se queja, pero me gustaría saber dónde viven quienes programan tales ubicaciones. Así le demostraría a la señora que los emplazamientos obedecen a milimétricas operaciones matemáticas, y que no estén cerca de viviendas de gobernantes es eso, matemática pura, casi próxima a la cuadratura del círculo). Otros, al contrario, están más humanizados, parece que hasta desean mantener buenas relaciones con la ciudadanía: son los plantados cerca de paradas de guaguas, como en Doreste Silva. Lo que no sé es si se trata de estrategias para que los ciudadanos paren al primer taxi que aparece, tal es la mala relación que mantienen con los artilugios, sobre todo los de bolsas de basura.

  Pero hay ciudades en las que debe meterse la cabeza bajo tierra para tropezarse con las bolsas: son los más tímidos depósitos que esconden sus almacenadoras estructuras físicas en las interioridades callejiles. Es el caso, por ejemplo, de Ciudad Rodrigo, medieval urbe salmantina por la que da gusto caminar pues ninguna de aquellas moles obstaculiza el tránsito peatonal. Lo cual, quién lo duda, potencia los aromas gastronómicos de posadas, tabernas y mesones como aquel machadiano en cuyo interior las guitarras suenan jotas o peteneras “según quien llega y tañe / las empolvadas cuerdas”. No será porque los depósitos son invisibles, etéreos, ocultos y misteriosos, como en la foto; pero lo cierto es que los riñones del mesón El Torero o los huevos con farinato y chorizo de El Charro saben a néctares de dioses, puras esencias de suculentos y embriagadores atractivos.

  Pero hete aquí que acabo de ver un programa de televisión grabado en Alemania. Me llamó la atención ver cómo muchos ciudadanos se acercaban a máquinas y portaban bolsas llenas de botellas de plástico, latas y envases de tetrabric (insisto: el DRAE reconocerá esta voz en su próxima edición). Después de hacer cola los introducían en aquellas, y esperaban a que la misma máquina les entregara un vale cuyo importe en euros sería deducible de la compra. O lo que es lo mismo: a cambio de un producto que depositan para su reciclado reciben una compensación económica.

  Y el reportaje me llevó a un planteamiento inmediato: ¿estaremos, acaso, haciendo de sanacas, toletes, guanajos cada vez que depositamos –como civilizados europeos, eso sí- vidrios y envases en los correspondientes depósitos que tan regaladamente nos han puesto  en nuestras calles? Porque, ¿quién recicla el producto? ¿Para quién son los beneficios que se obtienen una vez el material ha sido sometido a un proceso para su reutilización? Es, sin duda, el negocio perfecto: la empresa recibe completamente gratis un producto y, tras los pertinentes tratamientos, puedo disponer de él para su venta. Nosotros, precoces civilizados, no obtenemos ni cinco céntimos por la transacción, al contrario: almacenamos en casa varias bolsas, y cada una con un específico contenido.

  Por tanto, pregunto, aunque me responderá el silencio: el negocio, ¿es del Ayuntamiento? ¿Quizás, al contrario, son empresas ajenas las beneficiarias para las cuales, entonces, estaríamos trabajando gratuitamente? O es que, en el fondo –y en la forma- somos más ecologistas que los alemanes, materializados humanos embriagados por los beneficios económicos? ¡Pobres teutones!

 

También en:

http://www.canarias7.es/articulo.cfm?Id=310531