Buscar
jueves, 25 de abril de 2024 09:47h.

Román, la crisis y las estadísticas - por Alejandro Floría Cortes

Nota del autor:

Este texto es una versión revisada de otro redactado a finales del 2014. El texto original pretendía fundir crónica (mucha) y ficción (poca), en un final más o menos feliz, quizás porque personalmente me encontraba en un momento en el que necesitaba insuflarme esperanza y reescribirlo todo.

Román, la crisis y las estadísticas - por Alejandro Floría Cortes *

Román y yo nos quedamos en la calle en el mes de Diciembre de 2009. A él le tocó para el puente de la Constitución y a mí para el día de la Lotería de Navidad. Por entonces, las mal llamadas “vacas gordas”, que realmente sufrían de retención de líquidos, se encontraban en plena crisis de anorexia nerviosa; los objetivos al final de año no se cumplían, había despidos y muchas empresas cerraban,... y en esas nos cogió.

Coincidimos en el mes de marzo del año siguiente, en la misma empresa tras optar al mismo puesto. En realidad la plaza se la llevó él, pero como allí había mucho que hacer, y parecía que la crisis era cosa de los periódicos y de los oficios malditos, resultó haber un hueco para mí, bajo la supervisión de mi nuevo compañero.

El puesto de trabajo resultó pronto frustrante para Román. Nada que ver con los contenidos, ni con su capacidad, ni con su disposición frente al mismo. Simplemente nos tocó un superior desquiciado y desquiciante que hubiera hecho las delicias de cualquier especialista en Derecho Laboral. Hablaré de ese montón de mierda en otro momento.

Nos llovían palos todos los días, muchos más a Román que a mí, pero mi compañero insistía, que la clave para aguantar en el puesto era la de ser un buen fajador.

Sin embargo Román llevaba encima muchos más golpes y cicatrices de los que él mismo podía imaginar. Acumulaba demasiadas visitas a urgencias y varias pruebas médicas que aseguraban que, aunque sano, llevaba mucho tiempo sometido a un gran estrés. Se equivocaban los galenos. Tanto los de la pública, como los de la privada.

En el mes de mayo, Román sufrió un ictus cerebral. El día que sucedió entró en la oficina arrastrando la pierna, algo que, incomprensiblemente, pareció no llamarle la atención a nadie. Una hora después había perdido el habla. Recorrió todas las mesas, incluida la mía, como si tratara de buscar alguna explicación a lo que estaba experimentando, pero sólo encontró a borregos desquiciados en su propio trabajo que devolvíamos una mirada de extrañeza a su expresión de desconcierto.

Finalmente acertaron a enviarlo a Urgencias donde algún genio de la medicina aún le recriminó su falta de colaboración al no poder responder a sus preguntas. Los que le acompañamos quisimos pensar que estaba sufriendo un shock, un golpe de estrés brutal, que no habíamos visto en nadie más. Su mujer lloraba desconsolada en la sala de espera como si supiera que se estaba muriendo.

Seis años más tarde Román no tiene fuerza en el brazo derecho y muy poca sensibilidad en la mano, donde muestra una profunda quemadura por la que nunca me he atrevido a preguntarle, quizás porque las dos opciones que imagino me resultan difíciles de aceptar.

Pero lo que peor lleva es una gran dificultad para verbalizar sus pensamientos, como consecuencia de las lesiones sufridas por el ictus. Sin embargo, camina quince kilómetros todos los días, visita con frecuencia el gimnasio y las pruebas periódicas dicen que los diámetros de las arterias están mejorando sensiblemente.

Está divorciado. Su mujer siguió los consejos de un gurú de la medicina energética que le recomendó que buscara su felicidad, que buscara su camino y que no cargara con su marido,... y le pidió el divorcio. Después de un año amargo para digerir una profunda decepción (“la amo”, me decía) y capear peticiones y demandas imposibles, partieron sus deudas y terminaron su historia en común.

Hoy disfruta de la custodia compartida de sus dos hijas y sé que se le parte el corazón porque querría decirles mil cosas de viva voz y todavía no puede hacerlo. La más pequeña tan apenas tenía un mes cuando sufrió el accidente. Pero persiste, practica, se esfuerza y busca continuamente mejorar porque él ya se ha visualizado viviendo de otra forma, quizás como si no hubiera pasado nada y hubiera aprendido todo.

La última vez que comimos juntos, hace algo más de un año, recuerdo que disfrutaba de cada bocado de unos buenos huevos rotos con jamón, de cada sorbo de un agua con gas bien fría. Hablaba tranquilo y sin prisa, le resultaba fácil reírse y sonreír. Me sentí verdaderamente contento por él cuando me dijo “duermo mucho mejor, por fin”. Se ha comprado un coche adaptado, lee muchísimo, todo lo que le cae en las manos, es voluntario en alguna ONG y socio de un par de clubes que nunca me admitirían a mí.

Tiempo atrás habíamos hablado de la posibilidad de escribir su historia, pero mis circunstancias personales no me lo permitieron en aquel momento, quizás porque terminé ocupando su puesto, y pasé, también, un largo tiempo atrapado en mi propio infierno particular para terminar reclamado por mis propias líneas.

Cuando me hablan hoy de valores y de prioridades, de salud, de trabajo y de estadísticas, sonrío y me acuerdo de Román y, debo admitirlo, de mi propia experiencia. Me resulta imposible tomarme en serio ciertos recursos motivacionales y ciertas teorías (pirámide de Maslow incluida), a pesar de que tengo algo de formación en gestión de Recursos Humanos. O precisamente por ello. Pero eso es otra historia.

 

Nota del autor:

Este texto es una versión revisada de otro redactado a finales del 2014. El texto original pretendía fundir crónica (mucha) y ficción (poca), en un final más o menos feliz, quizás porque personalmente me encontraba en un momento en el que necesitaba insuflarme esperanza y reescribirlo todo.

En esta revisión asumo que la componente amarga del asunto es inseparable del mismo, imprescindible y valiosa y que marca la diferencia entre una exposición experiencial y otra que denuncia cuestiones estructurales que merecen un análisis.

Por otra parte, en aquellas fechas me encuentro en un momento personal en el que, por fin, empiezo a mirar a mi alrededor y a preguntarme por el funcionamiento de las cosas: empresa, economía, sociedad y política,... En consecuencia, estudio, leo y me documento. Y lo cuestiono prácticamente todo, algo que resulta ser intelectualmente muy rentable.

Como dice Bertolt Brecht en “Las cinco dificultades para decir la verdad”, termino advirtiendo que “cada cosa depende de una infinidad de otras que cambian sin cesar; esta verdad es peligrosa para las dictaduras”.

Por eso, las palabras pronunciadas desde la verdad esconden mucho más que aquello que enuncian.

* En La casa de mi tía por gentileza de Alejandro Floría Cortés