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jueves, 25 de abril de 2024 09:47h.

La semilla libertaria en el vientre - por Francisco González Tejera

 
En el imperioso atardecer brillaban los últimos rayos solares del 27 de julio de 1936. Los guardias de azul armados con pistolas  y máusers bajaron la ladera hacia el barranco de La Milagrosa.

La semilla libertaria en el vientre - por Francisco González Tejera *

 
En el imperioso atardecer brillaban los últimos rayos solares del 27 de julio de 1936. Los guardias de azul armados con pistolas  y máusers bajaron la ladera hacia el barranco de La Milagrosa. Junto a la solitaria y vieja casita de tejado estaba Matilde Amador, sabía que venían a buscar a su hijo Demetrio Acosta, el muchacho había escapado la noche anterior subiendo hacia la cumbre de la isla redonda a pie, la única esperanza para evitar su inmediato asesinato a manos de las “brigadas del amanecer” integradas por falangistas y miembros de Acción Ciudadana. La mujer era consciente de lo que iba a suceder, le dio su alimento a las cabras y gallinas más temprano que nunca, dejando abierta la puerta del corral soltó a “Capitán”, el perro de presa canario del chiquillo.
 
Estaba preparada para el dolor ilimitado de la tortura, la muerte inminente. El grupo de fascistas llegó al pie de la casa, el perro comenzó a ladrarles y varios falangistas cargaron las armas, la mujer se puso delante, tranquilizó al pobre animal poco acostumbrado a ver tanta gente en el solitario pago.
 
–¿Dónde coño está tu hijo vieja puta? -dijo Juan del Castillo, uno de los jefecillos de Falange-
 
La mujer se quedó en silencio, solo los miraba, sus ojos enrojecidos de dolor parecían pedir silencio, que se fueran de una vez, que la dejaran en la tranquilidad de su pequeño mundo. Era consciente de que Demetrio no había hecho nada, solo que participó meses antes del golpe de estado como miembro de la CNT en varias huelgas de la aparcería en Los Giles y Castillo del Romeral, era consciente de que el muchacho de tan solo 19 años no había cometido ningún delito, que aquella gente venía a matarlo, que iban a torturarla para que dijera en qué lugar podría estar escondido lo que tanto amaba, el hijo que tuvo con Tomás Acosta con el que solo estuvo casada cuatro meses, hasta que llegó la noticia de que se había hundido un barco pesquero entre Fuerteventura y la costa del Sahara. Se quedó viuda casi sin disfrutar del amor de su vida, pero dentro quedó aquella semilla pequeñita y rebelde, la que heredó las ideas libertarias del pescador rojinegro.
 
El cabecilla requeté Barber le pidió explicaciones de nuevo ante su silencio, Matilde no dijo nada, fue golpeada salvajemente cuando el jefe Samsó dio la orden, la tiraron sobre el techo del alpendre después de dispararle al perro en la cabeza, las cabras corrían despavoridas, los hombres no dejaban de pegarle patadas y culatazos.
 
-¿Dónde está el chiquillo puta vieja? –gritaba el capitán Soria de Telde, que se había sumado a última hora a la brigada.
 
Matilde ya no respondía, yacía junto al perro ensangrentado en el suelo embarrado, los ojos abiertos parecían seguir mirando a la banda de asesinos vestidos de azul, mientras a la misma hora, en el preciso instante en que su madre expiró, Demetrio se refugiaba en una cueva junto al abismo de los acantilados de Tamadaba, hacía mucho frio, no podía dejar de pensar en ella, en que quizá hubiera sido mejor entregarse para que la dejaran en paz, pero sabía que cuando lo detuvieran los hubieran matado a los dos, que no había salida de aquel laberinto insular, solo escapar o tomar las armas, pero las armas solo tenían un dueño, los mismos amos de las ocho islas, los que siempre habían estado explotando, saqueando, matando de hambre, violando en sus arcaicos derechos de pernada a las mujeres más lindas de su pueblo.
 
Los fascistas quemaron la humilde casa con Matilde dentro, se llevaron varias cabras, “para un asadero esta noche”, decía entre risas y tragos de ron de caña el falangista Jiménez, el fuego parecía tranquilizar el ambiente, la lluvia no dejaba de caer y la niebla comenzó a ocupar aquellos trocitos perdidos de tiempo.
 
Mujeres lavando ropa saludando puño en alto en España 1935
 
 
 
 
* En La casa de mi tía por gentileza de Francisco González Tejera