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viernes, 26 de abril de 2024 04:17h.

Aquellas sempiternas vivencias laguneras - por Nicolás Guerra Aguiar

 Supongo, estimado lector, que alguna vez a usted le habrá sucedido lo mismo que a mí: aunque hayan pasado muchos años sin ver a un amigo de juventud, el reencuentro impacta en los primeros momentos, más si es inesperado, casual, fortuito.

Aquellas sempiternas vivencias laguneras - por Nicolás Guerra Aguiar

   Supongo, estimado lector, que alguna vez a usted le habrá sucedido lo mismo que a mí: aunque hayan pasado muchos años sin ver a un amigo de juventud, el reencuentro impacta en los primeros momentos, más si es inesperado, casual, fortuito. Sin embargo, tras diez minutos parece que la penúltima conversación mantenida con el amigo fue ayer. Se trata de que el paso del tiempo nos ha cambiado físicamente, nos ha madurado; pero aquella gran amistad permanece inalterable, pura y serena a pesar de que hayan transcurrido cuarenta y un años, más del doble de los que nos quedan por vivir a ciertas edades.  

   Tras los entrañables abrazos de esos que satisfacen esencias humanas -y nos diferencian de otros humanos-, vienen las primeras bromitas sobre tripas y calvicies “aunque te veo muy bien; te mantienes enhiesto y ágil; parece que el tiempo (otra vez su constante interferencia en nuestra vida) ha sido benévolo contigo; ¿qué haces para mantenerte así?”.  Después, la inmediata puesta al día sobre parentelas que tratan, en inicio, de las mujeres e hijos. Pero cuando uno observa que nuestro gran amigo echa mano al móvil o a la tableta y se concentra para buscar algo, debe deducir que ya es abuelo, y que sus nietos son maravillosos: lucen más de lo que les corresponde por la edad; el pequeño tiene año y medio; es un saltaperico, desinquieto, y ya habla todo. El otro tiene cuatro meses, y está a punto de echarse a caminar, el pediatra está asombradito de cómo va. (Ya ve, estimado lector: ahí es cuando bajo a la realidad de sus años y confirmo que a este hombre me lo han cambiado, angelito de Dios, “por no hacer mudanza en la costumbre”, que escribió Garcilaso.)

   Viene a cuento lo anterior porque el pasado sábado –recordatorio para Arturo Maccanti- paseaba por La Carrera lagunera. Y casi en la esquina con Tabares de Cala encontré a dos amigos de esos que se hacen en la primerísima juventud y ya forman parte de la vida, por más que la vida nos haya aislado en las ínsulas, monótonas geografías que nos hacen recrearnos en tierras y lugares muy concretos, excesivamente precisos.

   Con ellos, Néstor y Manolo, tropecé de casualidad, pues no fui a la ciudad lagunera por reencuentros generacionales para celebrar los cuarenta y seis años de nuestro comienzo en las aulas de Filosofía y Letras, jovencillos que se mantienen casi todos, por cierto, aunque algunos ya están teclosos. A Manolo lo había visto varias veces, y hablamos por teléfono. A fin de cuentas, fuimos también amigotes de perras de vino aunque, eso sí, prudentes, recatados, nada escandalosos y con el máximo respeto, cuestión de afinidades. Pero el reencuentro con Néstor fue emotivo y doblemente satisfactorio: no nos veíamos desde 1973, fecha en que abandonamos Tenerife. Pero detrás de nosotros habían quedado dos años de convivencia en Tabares de Cala y otro en La Trinidad. Y fue en ese trienio de identificaciones, palabras y comunes coincidencias cuando se fraguó la amistad de la que hablo, mantenida en silencio durante cuarenta y un años.

   Digo amistad y digo bien, en su exacto sentido lingüístico: afecto desinteresado que inmediatamente arraigó en nuestros veinte añitos cuando descubrimos que a pesar de grandes diferencias podíamos establecer vínculos de unión de esos que se forjan cuando las noblezas están por encima de atrofias mentales. Yo sentí por Néstor gran admiración y respeto, aunque nunca se lo dije. Sabía algo, muy poco, de acosos psicológicos en las aulas de su instituto por ser hijo de un hombre con ideas e ideologías que las mantuvo con honor personal tras la Guerra Civil, cuyo resultado final le fue adverso. Un hombre que trabajó para que su hijo estudiara a pesar de cárceles, encarcelamientos, y de haber sido uno de los 1.200 presos que en 1937 encerraron los rebeldes en la prisión de Fáifer (almacenes de Fyffes Limited en Santa Cruz de Tenerife). Este hecho, más otros que fui conociendo ya por compañeros que estudiaban Historia en la misma Facultad de Filosofía y Letras, ya por la tradición oral en Gáldar desde que me empecé a interesar por la otra realidad que me habían ocultado en las aulas, fueron creando en mí la conciencia social que hasta hoy he hecho mía, como hizo Pedro Lezcano amiga a su Muerte desde que empezó a saber de Ella, a la que ya tuteaba a causa del intensísimo vínculo que le impuso al poeta.

   Lección magistral, pues, en la Universidad lagunera: el descubrimiento de las dos Españas y la conciencia de que una de ellas me estaba helando el corazón (descubrí a Machado con don Sebastián de la Nuez). Por tanto, como mis veinte añitos empezaron a reclamar rebosos moralianos de conocimientos, algunos seminarios (hoy, departamentos) fueron mis habitáculos, mis fuentes del saber, ermitas y templos unamunianos donde no se ocultaban las palabras nobles y elementales, rigurosamente científicas y pedagógicas.

   En conclusión: fui un joven doblemente privilegiado. De una parte, porque aquella lagunera universidad me enseñó a mirar más allá de las aulas y de los libros de texto. Quizás por ser provinciana, pequeña y estar casi aislada de las cuatro o cinco que más sonaban por razones obvias, aprendí en ella una parte de lo que no era programa oficial. De otra, compartí la amistad y las palabras con gentes de Filosofía y Letras, Derecho, Medicina, Aparejadores… A fin de cuentas, y por suerte, el trato personal era lo natural, lo único. Y entre guachinches, Camino Largo, teatro, aulas, cinefórum, reuniones ocultas… conocí a mucha gente de las mismas edades. Y cuando con ellos me reencuentro, como con Néstor, afloran los nobles sentimientos desde las perspectivas de hoy por más que hayan pasado ya cuarenta y un años.