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viernes, 29 de marzo de 2024 10:20h.

La silenciosa partida - por Francisco González Tejera

La fragilidad de María del Carmen Pérez Mendoza era enorme, su extremada delgadez contrastaba con la obesidad mórbida del cacique que la recluyó en la casa del mayordomo Correa para violarla cada día. El testaferro del Conde del sur iba por la tarde para ver a las mujeres que habían detenido, expuestas en un barracón junto al Lazareto de Gando, las esposas, hijas y nietas de los asesinados por los fascistas, desaparecidos en los pozos de Arucas y los barrancos de Tamaraceite y Guayadeque, en las simas y chimeneas volcánicas o en la gran fosa marina de la isla de Gran Canaria, donde las miles de personas detenidas eran arrojadas dentro de sacos, atadas de pies y manos aún con vida.

La silenciosa partida - por Francisco González Tejera *

 
La fragilidad de María del Carmen Pérez Mendoza era enorme, su extremada delgadez contrastaba con la obesidad mórbida del cacique que la recluyó en la casa del mayordomo Correa para violarla cada día. El testaferro del Conde del sur iba por la tarde para ver a las mujeres que habían detenido, expuestas en un barracón junto al Lazareto de Gando, las esposas, hijas y nietas de los asesinados por los fascistas, desaparecidos en los pozos de Arucas y los barrancos de Tamaraceite y Guayadeque, en las simas y chimeneas volcánicas o en la gran fosa marina de la isla de Gran Canaria, donde las miles de personas detenidas eran arrojadas dentro de sacos, atadas de pies y manos aún con vida.
 
El esbirro elegía siempre a las más bellas, conocía los gustos de aquella gentuza de la oligarquía isleña, mujeres de senos grandes, a ser posible menores de treinta años, que eran encerradas durante semanas o meses, convirtiéndolas en esclavas sexuales para las fiestas y borracheras de los corruptos terratenientes, de los jefes de falange, de la guardia civil y los mandos militares.
 
En el obispado lo sabían todo y hacían oídos sordos a las quejas de algunos párrocos honrados, que no entendían los niveles de depravación de las fuerzas sediciosas, el miedo era generalizado en toda la isla, nadie podía escaparse si había defendido la República, si alguien lo acusaba o cualquier fascista lo tomaba entre ceja y ceja por algún motivo.
 
Aquel terror permanente se palpaba en cada rincón del territorio insular, las mujeres de los represaliados de repente desaparecían, algunas eran asesinadas, otras volvían con las ropas destrozadas a sus casas, cabeza gacha, humilladas, vejadas, el pelo enredado, sucias, con el cuerpo repleto de moretones, víctimas de los golpes, del hambre, de los abusos de esta banda de psicópatas.
 
María acabó acurrucada, desnuda una noche más, le dolía mucho el estómago, la obligaban a tomar ron, ella nunca había bebido, dormía a ratos, menos de una hora, siempre con el cuerpo sobresaltado, esperando que llegara la nueva “fiesta”, la orgía de sangre y sexo, incluso en muchas ocasiones con niñas menores de diez años. Veía las caras conocidas de los dueños de la isla, los señores propietarios de las grandes haciendas, los jefes de Falange, de Acción Ciudadana, de la Guardia Civil, del corrompido y criminal ejército del General Franco.
 
Ella sabía que no la dejarían marchar, había escuchado conversaciones comprometidas, demasiados rostros que podía identificar, crímenes brutales en su presencia al límite del sadismo más terrible. Consciente de todo pasaba las horas, pidiendo muchas veces a gritos que la mataran de una vez, que la dejaran partir para siempre, abandonar el sufrimiento, la humillación de ser objeto sexual de los asesinos de su marido y sus dos hermanos.
 
Esa misma noche logro quitarle al violento Coronel García-Escamez una pequeña hojilla de afeitar del bolsillo, el militar no se dio cuenta, no lo imaginaba mientras le hacía todo tipo de aberraciones a su cuerpo destrozado. María se fue a su rincón en la oscura habitación sin muebles, lentamente se cortó el cuello, sintiendo como la sangre caliente la liberaba, entrando en un estado de paz interior, no había dolor, solo el inicio de una especie de viaje a lo desconocido, mientras dejó de ver la luz que entraba por la pequeña ventana, luego la nada, entregándose a la silenciosa partida hacia el misterio.
 
 
* En La casa de mi tía por gentileza de Francisco González Tejera