A solas con el recuerdo de sus hijos… - por Nicolás Guerra Aguiar
A solas con el recuerdo de sus hijos… - por Nicolás Guerra Aguiar *
Los avances científico – médicos tienen como directa consecuencia el alargamiento de la vida: antes de un siglo podría ser normal que muchísimas personas lleguen a centenarias. Aunque, bien es cierto, no siempre con normales condiciones físicas, mentales o ambas a la vez. Por tal razón muchos mayores necesitan centros donde la vigilancia de profesionales y especialistas les ayude a pasar la última etapa de su vida con la dignidad exigible.
Otros sorprenden por su clarividencia y capacidad física a pesar de manifiestas limitaciones en sus desplazamientos, condicionantes que suplen con bastones y andadores: son capaces de trasladarse al golpito por habitaciones y pasillos caseros. Pero ajenos a impactos traumatológicos, alguna vez notan “algo así como un vacío” en su relación con los hijos si la convivencia se produce bajo el mismo techo e ininterrumpidamente.
Captan, por tanto, comentarios en voz baja y cruces de miradas que los ponen en guardia, como si los hijos estuvieran a punto de tomar la decisión de ingresarlos en una residencia para mayores. En efecto: con la excusa de las atenciones médicas, cuidados físicos, rigurosas y vigiladas comidas, control de la medicación, ayuda para baños y desplazamientos… aquellos dan el paso definitivo, pues ocupaciones profesionales o la limitación de sus viviendas les impiden –dicen- prestarles la atención necesaria.
Parecía decepcionado e, incluso, angustiado. Juraría que cuando se detuvo para sonarse -simple excusa, sospecho- pasó el pañuelo por sus ojos. Y no por el intenso frío dominante fuera, en el jardín, pues la calefacción interior funcionaba correctamente: a fin de cuentas paga dos mil doscientos euros mensuales. Sus hijos, ni un euro: entre la pensión y los ahorros, él solo cubre los gastos.
Luego lo supe: llevaba toda la semana (¿quizás dos?) esperándolos y, si cuadraba, quizás también vendrían dos o tres nietos. De cuando en cuando hablaba con algunos por teléfono; pero las palabras no satisfacían apetencias de abrazos, besos, miradas de cariño, salidas a la calle… A fin de cuentas su problema era solo la dificultad para desplazarse. De resto, todo normal. (Nunca lo quiso sospechar: a los 82 años estaba de más en su propia vivienda. Otras generaciones se habían asentado en ella y reclamaron la posesión absoluta sin condicionantes forzados por la presencia del abuelo - bisabuelo, freno para viajes, salidas y cómodas ubicaciones…)
Al rato entró en su habitación. O casi “su”, pues la compartía con un señor absolutamente desconocido por recién llegado. Es decir, solo era propietario de medio ropero -¿para qué más, si sus hijos no lo sacan de aquellas paredes?-, una silla y la cama. También el baño estaba socializado: les pertenecía a ambos, incluido el retrete. Por tal razón levantaba la tapa cuando lo ocupaba. Pero de la intimidad personal, nada de nada. Él, siempre tan reservado, debía soportar las impertinentes intromisiones del compañero de celda, interesado en su vida privada (“¿qué coño le importará a él?”).
Sin embargo, ambos compartían una tragedia común: estaban allí por insistencias ajenas, tal vez imposiciones. Les habían cambiado radicalmente sus vidas, incluso sus monotonías: ya no eran los de ayer, dueños de espacios físicos absolutamente personales como fueron sus habitaciones de matrimonio, la almohada, las toallas… Ni tan siquiera conservaban los olores de toda la vida: se habían disipado camino a la residencia. Olores que una vez dieron forma física a espacios íntimos, libros, incluso sábanas…
Entienden a sus hijos (todos trabajan; todos se preocupan por ellas; todos les desean lo mejor…), pero acaso se precipitaron por tan temprano ingreso, dicen. Quizás algunos meses más de estancia entre ellos, nietos, sus cosas y su casa, sus amigas, la cocina (¡tan buenas manos para los guisos!)… Allí las tratan muy bien, no tienen quejas; pero están solas, a expensas de visitas, llamadas… Y, sobre todo, con imágenes diarias de lo que serán cuando la enfermedad avance y las convierta en simples vegetales: “Es muy duro verme reflejada en otros, pues el cambio no se produce de un día para otro”…
* La casa de mi tía agradece la gentileza de Nicolás Guerra Aguiar