Por supuesto: no son todos los jueces - por Nicolás Guerra Aguiar
Por supuesto: no son todos los jueces - por Nicolás Guerra Aguiar *
Son días de gozo para la salud democrática: los medios de comunicación regionales informaron pormenorizadamente sobre supuestas irregularidades –acaso punibles- relacionadas con algunas señorías. Pero a pesar de la espectacularidad, se trata de minoritarias minorías dentro del amplio colectivo. Por tanto, ajenas a la función primera de un juez: “Dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece”.
Son, insisto, actuaciones individuales, aunque por su impacto desestabilizan a unos y refuerzan a incrédulos o críticos radicales. Además, perplejan y anonadan pues en muchas mentes jamás se consideró la condición humana de sus señorías. Tal vez no eran dioses olímpicos; ni tan siquiera lares, a la manera de la sociedad romana dos veces milenaria. Pero humanos humanos, lo que se dice seres con debilidades, manías, pasiones naturales, contradicciones o equívocos, ni hablar.
Hasta hace poco nadie contradecía su fallo. Muy al contrario, la prudencia recomendaba aquella locución tan socorrida de “Asumo el veredicto, pero no lo comparto”, artilugio lingüístico para manifestar en público la disconformidad con una sentencia. Y a causa de tal trasnochado dogma (siempre actúan sin errores humanos posibles), la tan auxiliadora construcción próxima a políticos hipotéticamente delincuentes: “Tengo mi conciencia tranquila. Confío plenamente en la Justicia”. Es decir, en los humanos que actúan por ella. (Se mantienen otros dos recursos: si la sentencia es favorable, “Siempre confié en la Justicia”. Si no, “Jamás comento las decisiones judiciales”, construcciones ambas tan presentes en la señora vicepresidenta, astuta ella.)
Vaya por delante el inviolable principio que exime a cualquier ciudadano de culpabilidad mientras esta no se demuestre. Pero si a los dos párrafos anteriores añadimos la transcripción titulada “Deliberaciones nada secretas” (Canarias7, 5 de noviembre), la imagen se difumina pues, al menos, determinados comentarios resultan inapropiados en sus señorías, por más que pueda tratarse de una reunión informal. Sorprende la afirmación de alguien sobre la mafiosidad de todos “los jovencitos” rusos fuera de su país o que “todas las rumanas, [son] putas”: aparentan generalizaciones al menos muy precipitadas y, por supuesto, imprudentes.
Digo al principio “días de gozo para la salud democrática” y digo bien: jamás de los jamases el bisturí diseccionador de las palabras públicas había abierto en canal una estructura tan cerrada, monolítica y en momentos de la Historia muy temida. Por ejemplo, los tribunales de Orden Público, uno de los tantos elementos represivos usados en la dictadura franquista contra colectivos y personas amantes de libertades (Agustín Millares Cantero; Maxi Páiser…) y, las más de las veces, sacrificadas en su nombre.
Insisto, sin embargo, en las imperfecciones inherentes a todas las sociedades humanas, a todas. Torpe sería negar, por tanto, desaciertos en quienes imparten justicia: Errare humanum est (‘Errar es humano’), dice la expresión latina que intenta enmendar naturales fallos o errores cometidos incluso por señorías, aunque sin ánimo de perjudicar.
* En La casa de mi tía por gentileza de Nicolás Guerra Aguiar