Las traicioneras aguas de El Faro sardinero - por Nicolás Guerra Aguiar

 

 

 

   


 

Las traicioneras aguas de El Faro sardinero - por Nicolás Guerra Aguiar *

Decían viejos pescadores sardineros -Domingo “el Turco”, su mujer Carmen, don Carlos, Matías, los Milleros, Pepe “el Ciego”  e incluso los reposados Peña- que la mar es muy traicionera. Y así resulta: mansa cuando de encantamientos se trata, pero se revira y revuelve en encrespadas crestas como si pretendiera imitar a Saturno mientras devora a sus hijos… 

   Peligroso y natural empeño el de la mar, pero a la vez sublime belleza cuando extiende sus blancos tentáculos hasta las alturas de los acantilados desde donde ignorancias, osadías y demencias de fotógrafos pretenden impactar en móviles y cámaras el ímpetu arrollador de las aguas fareras, por ejemplo, definitiva sepultura cuando la osadía se opone a la prudencia. 

   En efecto, la mar seduce por su color, es el primer impacto grabado en el subconsciente: ¿por qué a veces verde; otras, celeste intenso; las más  placentero azul en eterna competición con el cielo? Mientras, como el pasado domingo, la bóveda celeste de los poetas desparrama sobre las aguas su intensidad cromática tal si se convirtiera en aliada para deleitar, satisfacer y agradar a quienes las contemplan sobre la altura de El Faro, noroeste de mi tierra galdense.

   Embriaga cuando muestra mansedumbres y sosiegos, remota apariencia para que osados pescadores, marineros, marinos y buceadores piensen que ya la han dominado. Por tanto, todos ellos violan su aislamiento de siglos cuando desde el veril dejan caer la tanza con anzuelos y engodo, cabalgan sobre ella como prepotentes conquistadores convencidos de su casi infinito poder o vestidos de neopreno sumergen sus cuerpos y profanan la rigurosa intimidad: ¿acaso la condición humana es aval para romper hímenes de exclusiva pureza?

  Porque inconscientes violadores olvidan muchas veces que el manso remanso de sus aguas es táctica, estrategia y autodefensa aprendidas y perfeccionadas desde milenios atrás. Por eso sobrevive, aunque cada vez recibe más impactos destructivos: la humanidad, descontrolada, infinitamente torpe y cegada por la estupidez actúa como si pretendiera acabar con ella o acaso ansiara extirpar la esencia de su vida, convertirla en puro fósil seco e improductivo… 

   Y tras espasmos desesperados la mar muestra su imposible condición de ser domesticado y se vuelve irracionalidad, desequilibrio emocional, disparatada bestia dispuesta a morir matando… incluso a seres inocentes. Es entonces cuando casi a diario se convierte en aguado cementerio de negros y blancos africanos, orientales, víctimas empujadas al suicidio colectivo por guerras que enriquecen hasta los desbordamientos a empresas españolas, francesas, estonas, norteamericanas, inglesas, rusas, chinas, alemanas, israelíes... Todas ellas forman parte del civilizado y muy religioso mundo occidental del cual nuestro deshumanizado silencio forma parte.

   De la mar sabemos los isleños costeros, a fin de cuentas nos atrajo desde las primeras infancias y nos hizo suyos una vez aprendimos de ella misma la elementalidad para sobrevivir a sus abrazos, caricias y embelesamientos. Fue desde entonces compañera de chalanas, guelderas, poteras, nasas, juegos y osadías como cuando la sebamos desde sus cúspides y nuestros cuerpos se convierten en horizontalidades… camino de la orilla para, inmediatamente, correr otra vez hacia ella y poseerla en inocente conjunción por más que se escabulle de nuestros abrazos.

   Sí, los isleños estamos hechos con mar, forma parte de nuestra argamasa. Por tal razón, además, olemos a mar, a seba, a charcos de barrigudas y cabosos,  “cárceles de cristal” para mi entrañable Chano Monzón y en cuyas estancias permanecen presos nuestros cuerpos. Así, porque también somos mar, las pequeñas heridas de brazos y piernas caracoliaban  en infantiles cuerpos metidos de remojo mientras costeábamos las petrificadas uñas de El Roquete, Paso del Sargo, Cueva de las Palomas, acaso alguna baja cercana o manteníamos la fija escarbando cuevas mientras pulpiábamos. 

   Pero siempre siempre lejos de El Faro, infernal belleza, oscura profundidad, ronco ruido semejante a la hipnosis... capaces todos ellos de desarmar férreas voluntades. Nunca nunca osamos no ya bañarnos en sus aguas sino, ni tan siquiera, acercarnos a la orilla: la mínima ola -aparentemente lejana- se convierte en inmensas montañas cordilleradas de espumas, bramidos, poderosísimas fuerzas a la búsqueda de cuerpos humanos absortos y embriagados… Y todo en fracciones de segundo pues nada le impide avanzar a velocidades de alcatraces o marrajos, dominios aéreos y marítimos entrañados con la mar: a fin de cuentas, el piélago está en su ambiente.

   Pero a pesar de todo hay ilación nuestra con la mar atlántica desde la primera experiencia. Tanto forma parte de nosotros que es nosotros, imposible separar el yo de ella, marcar límites fronterizos: “El mar es como un viejo camarada de infancia / a quien estoy unido con un salvaje amor; / yo respiré, de niño, su salobre fragancia / y aún llevo en mis oídos su bárbaro fragor”.

   Incluso para Morales, el poeta ensalitrado, “En la playa, confusa, resonga la marea” (Las Rosas de Hércules, edición de 1977. Cabildo Insular de Gran Canaria). Lo mismo sucede en el interior de las caracolas: almacenan en ellas serenidades o ímpetus, cadencias sonoras con distintas intensidades o acaso rudos desórdenes rompedores de ritmos. Todo depende de acordes suaves o acelerados de nuestro corazón cuando a él llegan las vibraciones…

   Fue el mediodía del domingo. Hacía muchos años de mi última visita, muchos. Pero, a la vez, había sido lugar preferido en unipersonales caminatas de primera juventud durante veranos sardineros mientras atravesaba solitarios lugares ajenos a las urbanizaciones de hoy. Desde el viejo horno de cal de Domingo Tacoronte veredeaba por medio de mesetas, llanuras, trinos de jilgueros y ensalitrados olores a la manera de los homéricos cantos de sirena capaces por sí mismos de marcar rutas, vías o itinerarios hacia el hoy inexistente edificio de una planta con torre añadida (finales del siglo XIX). 

   Sí, seguía siendo la peligrosísima hondonada de mi inicial arribada. La reconocí al instante. Me vinieron a la memoria recuerdos de algunos conocidos pescadores de  caña cuyas aguas aplanaron sus vidas… y las de algunos desconocidos, víctimas de una mortífera fotografía. Las aguas de El Faro no avisan: actúan. Y matan.

      

 

* La casa de mi tía agradece la gentileza de Nicolás Guerra Aguiar