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viernes, 19 de abril de 2024 00:09h.

Una noche de urgencias en el Negrín - por Nicolás Guerra Aguiar


"Bien es cierto que por mucho correr no se atiende antes en el servicio de urgencias del Hospital Universitario de Gran Canaria Doctor Negrín (salvo…, claro), por más que se trate de una persona mayor mantenida varias horas en el pasillo antes de que el especialista correspondiente la visite: «La atención médica de los pacientes que acuden al Servicio de Urgencias se realizará en función de la gravedad de sus problemas y no por el orden de llegada». Así de taxativo es el funcionamiento (salvo…, claro), y aunque uno esté en desacuerdo según circunstancias, es el que hay escrito en el folleto explicativo, a mano en la sala de espera."

Una noche de urgencias en el Negrín - por Nicolás Guerra Aguiar

 Bien es cierto que por mucho correr no se atiende antes en el servicio de urgencias del Hospital Universitario de Gran Canaria Doctor Negrín (salvo…, claro), por más que se trate de una persona mayor mantenida varias horas en el pasillo antes de que el especialista correspondiente la visite: «La atención médica de los pacientes que acuden al Servicio de Urgencias se realizará en función de la gravedad de sus problemas y no por el orden de llegada». Así de taxativo es el funcionamiento (salvo…, claro), y aunque uno esté en desacuerdo según circunstancias, es el que hay escrito en el folleto explicativo, a mano en la sala de espera.

Pero al comienzo de la misma página hay una recomendación que, en este caso, tampoco fue útil para una ágil atención. Es decir, de nada sirvió que se cumpliera con rigor y seriedad el denominado «protocolo de urgencias», esto es, paso previo por el ambulatorio correspondiente, donde el médico de guardia consideró a las seis de la mañana que debía ser observada por un traumatólogo tras el descubrimiento de fisura ósea como consecuencia de una caída. Por tanto, y aunque en efecto no se trataba de una urgencia vital, sí es cierto que la presencia en urgencias del Negrín no fue caprichosa, sino recomendada desde Gáldar por quien en su profesionalidad así lo consideró con acierto y rigor, amén del grandísimo interés que mostró en solucionar el tema del transporte en ambulancia al que se entregó como si de algo personal se tratara, sensible ante un problema ajeno.

Ya en urgencias, he de suponer y supongo que la estancia de varias horas en el pasillo del Negrín sin la atención del especialista no se debió a negligencia, incompetencia o comodidad del personal sanitario, en absoluto, sé cómo los aprietan. Pero sí estoy seguro de que las restricciones presupuestarias fueron las responsables: los ahorros en cuestiones de urgencias médicas se dejaron notar con desesperación de la paciente, inmersa en la soledad de su propia impotencia y padecedora de tal increíble e inhumano retraso. No, no es racionalmente justificable la situación de crisis económica –no creada por los anónimos ciudadanos, sus directos afectados- que resta, merma, e incluso les roba su sagrado derecho a una atención médica rápida cuando de la salud se trata, que ni son caprichos ni manías o accidentes por macabras diversiones que consisten en quitarles la vida a selváticos animales.

Sin embargo, todo cambió a partir de que el traumatólogo ordenara su ingreso en la sala OA para que permaneciera en observación las siguientes veinticuatro horas. Lo que fue desesperanza, angustia, sufrimiento y soledad en la frialdad de un pasillo dejó de ser como por arte de magia desde el primer minuto del internamiento según mis hermanos. Pero yo quiero detenerme en doce horas, las que pasé como acompañante, que abarcaron desde el atardecer hasta la mañana del día siguiente.

En ese medio día descubrí la interioridad –limitada a mi espacio, claro- de aquella sala (en perpendicular hay otra) con diez camas, algunas de las cuales fueron cambiadas tres veces a lo largo y ancho de la noche porque los pacientes llegaban tal si una epidemia generalizada se hubiera declarado. No, por supuesto, como cuenta Camus en La peste que un día salió de las alcantarillas argelinas para infectar masivamente, pero sí sospeché que debía de ser el segundo y último espacio habilitado para pacientes de paso, quizás a la espera de una cama definitiva o, tal vez, en observación como era el caso de varios ingresados.

Y si la frialdad de los pasillos deja un amargo regusto en sentimientos y sensaciones, el trato que reciben en aquella sala OA es exquisitamente humano, doce horas con la noche incluida dan para muchos impactos. Cuando llevaban a alguien, inmediatamente nos pedían que abandonáramos la sala para proteger y salvaguardar la intimidad de la persona ingresada (pijama o camisón, sonda quizás, chato, cura de primera urgencia…), exquisito respeto a la persona desvalida que se deja hacer, claro, en cuanto que los demás deciden. Hasta tres auxiliares, en un momento, vi ubicando a una señora casi incapacitada. Y no era ni madre ni abuela de ninguna de ellas, ni tan siquiera conocida, averigüé después.

El exquisito trato, el comportamiento incluso cariñoso ante la anciana desvalida e indefensa me impactaron, y definieron inmediatamente rasgos de humanidad, ternura y sensibilidad en aquellas mujeres que como doña Rosa (auxiliar) miman a su gente y procuran sensaciones de distensión y relajamiento a sus enfermos («tengo que apagar la luz de arriba para que mis viejitos descansen, que bastante fastidiados están, los pobrecillos», me explicó, pues yo leía a las once de la noche. Me pareció que todos ellos eran sus abuelos, sus padres, los mimó ininterrumpidamente con visitas a sus camas. «En cualquier momento, al mínimo dolor, me llamas sin problemas», le dijo con distendida sonrisa a un joven en observación por cuestiones estomacales: no era su hijo, pero lo parecía).

A la joven enfermera, doña Náyade, casi la cronometré en el silencio de la noche. No era precisión matemática, pero no pasaban doce minutos entre visita y visita a la sala, no en plan ojeada general, sino de rigurosa observación: control del goteo, ayuda para una posición más cómoda, les preguntaba por su situación, indagaba sobre el dolor, qué tratamientos llevan en sus casas… Y dos veces, dos, puso cara muy seria cuando llamó la atención a acompañantes que no solo dejaron sonar sus móviles –eran las veintitrés cuarenta y dos- sino que mantuvieron conversaciones como si se encontraran en el patio (cuando se molestaron en susurros por el toque de atención, les recordé que estábamos en urgencias, y que ella tenía toda la razón, ¡qué menos!).

Sí. Empecé a comprobar deficiencias («no tenemos el material aquí, ni el personal preciso para meterlo ahora en quirófano, pues en este momento no hay especialistas», se dolía un médico mientras el paciente gritaba desesperado porque se le había salido la prótesis; cinco horas en el pasillo son muchas, de verdad, es inhumano…). Pero dentro de los males, las suaves voces relajantes y las delicadezas en el trato por parte de enfermeras y auxiliares compensan las tragedias de aquellas personas ingresadas. Sí, la medicina pública tiene corazón, sentimientos, humanidad (se llaman doña Rosa, doña Náyade…) a pesar de las continuas pardeleras que recibe desde la Administración.