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martes, 23 de abril de 2024 08:02h.

Conductoras desflorilladas - por Nicolás Guerra Aguiar

Nicolás Guerra Aguiar comenta con malicia las reflexiones de los sesudos religiosos integristas saudíes sobre las consecuencias de que las mujeres conduzcan

Siempre se dijo que muchos artilugios mecánicos son obra del Diablo, enemigo de purezas, virtudes y honestidades. Y por más que sirvieron al Tribunal español del Santo Oficio de la Inquisición para hábiles interrogatorios a judíos, moriscos, luteranos, brujas, heréticos, bígamos, homosexuales, enemigos políticos, hombres ricos (a través de garrucha, potro, rueda, borceguí, casco, doncella de hierro…), lo cierto es que hay momentos en los cuales pueden resultar, incluso, perjudiciales sexualmente. Porque, dicen, de una manera indirecta potencian la homosexualidad, cuando no se convierten en auténticas bombas que le estallan a la púdica sociedad que se ve, de repente, dominada por prostituciones, pornografías e, incluso, hasta divorcios, Dios nos libre. (Amén.)

Por tanto, las mujeres de Arabia Saudí (supongo que algunas tendrán bula, como se compraba en mi infancia la autorización para comer carne en Cuaresma) tienen prohibido conducir. Y como la cuestión es muy seria, interviene «la más alta autoridad religiosa», escribe El País, para declarar urbi et orbi que levantarles la veda dejaría al país sin mujeres vírgenes en el plazo de una década, que todo está rigurosamente estudiado. Y por eso, porque además potenciarían atrocidades sexuales como las arriba apuntadas (homosexualidad, prostitución, pornografía), debe permanecer la cosa –es decir, la prohibición- como está: si quieren coche, que esperen a casarse, porque supongo que después de unos cuantos recatados y honestos revolcones no habrá problema alguno en aquello de la desflorillación, pues la virginidad de las damiselas ya será un visto y no visto, un ayer sin recuperación, una himenación del pasado.

Porque la prohibición se basa en que protege la virginidad, es decir, impide el mantenimiento de relaciones sexuales plenas, completas, entre hombre y mujer, en cuanto que otra actividad -el sostenimiento sin penetración- mantiene, entre diversas gracias, aquella pureza femenina en su estado más puro. Y es que la virginidad -o período de virgen- viene incluso marcada gramaticalmente, es de género femenino, por lo cual el hombre no se siente afectado por la prohibición, ya que nada se dice sobre si él puede o no perder su estado sexualmente incorrupto aunque confunda, por ejemplo, la palanca del cambio con una momentánea erección, propia de las edades en que no «se yace en cama placentera», que diría la vieja Celestina, uno de cuyos oficios era precisamente el de «cosedora de virgos», allá en las postrimerías del siglo XV (1499), profesión para la que exigía respeto, pues cumplía una función social, tal escribió su autor.

Y como las relaciones interlinguales (puramente gramaticales, matizo) se han globalizado y las lenguas son ciencias matemáticamente organizadas, héteme aquí que siglos ha el poeta latino Ausonio invita a la virgen o muchacha (según el diccionario de latín) a que coja la rosa («collige, virgo, rosas»), sobre todo la roja, añado, símbolo de la pasión amorosa. Y por más que el Diccionario de la Academia Canaria de la Lengua recoge las voces desflorillar (GC, Tfe.) y desflorar (Tfe., la Palma, Hierro) con el significado de ‘quitar la flor o florilla del fruto para que este no se pudra’ (aunque la primera no la registra el DRAE), lo cierto es que desde mis inicios juveniles en Gáldar escuché ambas formas verbales también con significado de ‘perder la virginidad’. Así, el DRAE le da a desflorar la significación de ‘desvirgar’ (segunda acepción). Por tanto, parece como si el tiempo se haya detenido, o quizás se haya empeñado en recrear la propia acción y, por ello, usa metafóricamente una voz que traduce ‘quitar la flor’, es decir, la virginidad, acaso también aquella rosa de Ausonio, es otra explicación.

Pero, a pesar de todo, la verdad es que no entiendo qué relación hay entre la conducción de un coche por una mujer virgen y la homosexualidad, por más que sigo insistiendo en que la palanca de cambios permanece enhiesta, cual ciprés de Silos, “surtidor de sombra y sueño”, que lo llamó Gerardo Diego. Es más: puesto a llevar las cosas a extremos de disparatada imaginación y a entrar ya en mundos de fantasías y ficción exacerbada, yo veo más lógico que en plena testosteronización del joven conductor la dichosa palanca pueda simbolizar más para él que para la mujer, si de incremento de la homosexualidad se trata.

Aunque también es cierto que por aquello de la pornográfica imaginación, cabe la posibilidad de que la joven virgen conductora esté continuamente cambiando de marchas sin necesidad alguna, con lo cual llegaría a estropear la palanca, mecánicamente agotada de tanto trasiego. Pero eso se corrige con el cambio automático, e incluso como en muchas guaguas nuevas: la palanca de cambio es pura muestra, ínfima, elemental, básica, de pocos centímetros.

Por lo mismo, no capto lo del aumento de los divorcios porque, como acción natural, la mujer casada ya no es virgen. Por tanto, será científicamente imposible la disolución del matrimonio bajo la acusación de que la conductora ha perdido su virginidad precisamente por conducir. Aunque, pensándolo bien, la compleja imaginación de la susodicha quizás se empeñe en hacer comparaciones mientras mira de reojo las partes pudendas de su marido cada vez que aprisiona la palanca. Claro, ya lo entiendo.