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jueves, 16 de mayo de 2024 10:26h.

Aquí al lado, estado de semiesclavitud -por Nicolás Guerra Aguiar

Mientras el señor ministro de Economía afirma que “España mantendrá su velocidad de crucero” en aquello de la supuesta recuperación y el señor Rajoy destaca el crecimiento económico en el segundo trimestre permítame, estimado lector, que no sea yo hoy el opinionista de la realidad social que está ahí, a nuestro lado. Lo invito a que se asome para ver lo que en algunos comercios o establecimientos públicos se les está exigiendo a sus temporales empleados.

Aquí al lado, estado de semiesclavitud -por Nicolás Guerra Aguiar

Mientras el señor ministro de Economía afirma que “España mantendrá su velocidad de crucero” en aquello de la supuesta recuperación y el señor Rajoy destaca el crecimiento económico en el segundo trimestre permítame, estimado lector, que no sea yo hoy el opinionista de la realidad social que está ahí, a nuestro lado. Lo invito a que se asome para ver lo que en algunos comercios o establecimientos públicos se les está exigiendo a sus temporales empleados.

Se trata de asalariados que muchas de las veces (muchísimas más) no tienen contrato indefinido, sino que han sido alquilados por trimestres, algún mes suelto e, incluso, para fines de semana, sobre todo cuando se espera afluencia de consumidores en barras nocturnas y mercados de roniadas, cañas, copones, vodkas y clípper o, incluso, de botellas al por mayor en supermercados, como en noches viernesinas y sabatinas.

Pero ya no solo son empleados que han de estar en sus puestos de trabajo soportando impertinencias, malcriadeces, chulerías, prepotencias y degeneraciones mentales de quienes piensan que el mundo es suyo porque disponen de unos billetes con los que tratan de “oye, tú”, de “chacho, dame”, de “miravel, nenel, lo que te pedí hace ya una hora, que parece que no tenteras”. Porque, estimado lector, hay también por esos mundos de lo social y de los contratos laborales ciertas dependencias que reducen a cero la capacidad de reacción ante situaciones de ligazón esclavista en la que nos encontramos -ajena a la Europa del siglo XXI- pero que comienza a ser efectiva, productiva, interesante desde la perspectiva de lo económico - empresarial. (Pregúntenle, si no, a los bancos, aquellos a quienes el Gobierno les entregó a fondo perdido nuestras decenas de miles de millones: en el primer semestre de este año ganaron 6.363 millones, un 19,5% más de los beneficios obtenidos el año pasado. Y lo dicen ellos, no los rojos de Podemos, a través de la Asociación Española de Banca.)

El lunes a mediamañana, al disponerme para el placer de la cocina, descubrí que me había quedado sin costilla salada. Cerca de mi casa había supermercados abiertos hasta las dos. Es un coñazo para los empleados, pienso, pues les gustaría estar con su familia; pero a la vez permite crear empleos. Y por aquello de que no hay dos sin tres, aproveché para comprar también un pepino, lo exige el gazpacho granaíno. Cuando llegué a la pesadora, esperé detrás de cuatro personas. La única dependienta encargada sobresalía, en aquel momento, tras una vitrina de cristal: despachaba queso, jamón cocido…, con una larga cola de personas que también esperaban su turno. La pobre mujer estaba a punto del histerismo absoluto: si abandonaba el mostrador, la gente se cabrearía; pero si no atendía a quienes intentaban comprar verduras y frutas, quizás intentarían pesarlas por su cuenta, con lo cual se cargarían la pesa. Se lo comenté a un encargado, pero fue lacónica su respuesta: “Ese es su trabajo”, me dijo. Es decir, disparatarse mentalmente y en el más absoluto silencio porque se expone, si protesta, a una rescisión de contrato, barata que está, baratísima (aunque es una forma de crear empleo, coña sin gracia la de aquellos dos señores del principio que supera las barbaridades del PSOE, el psocialista).

Después del almuerzo nos dirigimos a una dulcería concreta (los canarios cultos dirán “pastelería”) para tomar un buen café (es bueno, de verdad, el que sirve) y un trozo de exquisita tarta, aquella que a tres exalumnos míos los hace emitir sonidos linguolabiales que traducen complacencias y placeres mientras las cavidades oculares se disparatan como cuando a uno le ponen las gotas dilatadoras en el oftalmólogo.

La entrada fue impactante, demoledora, de profunda concienciación: en el interior de la dulcería no había menos de treinta grados, quizás más. El sol de las cuatro de la tarde golpeaba solemnemente en su cristalera o escaparate del que colgaban tímidos estores que de nada servían, tal era la acción solar cargada de trillones de calorías. Una decaída y muy seria dependienta, víctima de la temperatura interior, anonadada, casi torpona y algo llorosa, salió de la caverna para atendernos. Le pregunté por el aire acondicionado –sus rejillas eran visibles en el techo- y me contestó que no estaba en funcionamiento porque, según el dueño, salía muy caro. Le razoné que el calor sólo invitaba a huir de aquel lugar. La pobre mujer no me dijo nada con palabras, pero me miró a los ojos y me habló.  (Luego supe por la radio que algunas personas cobran cuatrocientos cincuenta euros por cinco horas diarias de trabajo.)

Situémonos cerca del mercado del Puerto (que no el de Vegueta, el rebautizado por doña PPepa, aquella señora ex alcaldesa que nació en Triana Alta, anteayer Barrio proletario de San Nicolás, “me cagondiés, no puedo más”). En la pizarra destacaba una oferta atractiva: ocho panes por un euro. (¿Ocho por un euro? ¿Cómo es posible?) Allí, estimado lector, volví a sentir vapuleos y flagelaciones a la elemental condición humana: una sola mujer hacía de panadera, limpiadora, vendedora, empaquetadora y cobradora. La temperatura no bajaba de los treintaitantos largos, pues el horno estaba en plena efervescencia, a lo calderoniano “Etna hecho”. La gente esperaba su turno en la calle, tal era la sajarización del  ambiente. El rojo intenso de sus mejillas llamaba la atención a causa del intenso ardor. Mientras, hebras de humedad se abrían camino por la cara. Es la nueva Europa.