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lunes, 13 de mayo de 2024 11:06h.

Una Dirección General que funciona - por Nicolás Guerra Aguiar

 Con cierta razón a veces, la ciudadanía de a pie se queja de bloqueos e inoperancias en la función pública, sobre todo cuando se trata de aspectos relacionados con la burocracia. 

Una Dirección General que funciona - por Nicolás Guerra Aguiar

   Con cierta razón a veces, la ciudadanía de a pie se queja de bloqueos e inoperancias en la función pública, sobre todo cuando se trata de aspectos relacionados con la burocracia. Y eso que ya no es preciso salir corriendo a la búsqueda desesperada de un estanco para comprar la póliza de diez pesetas que debía adjuntarse al escrito en el cual solicitábamos algo a la Administración, “Gracia que espero alcanzar del recto proceder de V.I. cuya vida Dios guarde muchos años”.

   Pero algún empleado público -algunos quedan- ha sustituido la póliza franquista por la fotocopia; y aunque a su lado hay una inmensa máquina capaz de reproducir tres mil en la fracción de un segundo, desde su divinizada altura nos pregunta nuestro interlocutor que si no hemos leído una observación: debemos presentar fotocopia para que nos la selle como comprobante de la entrega. Y por más que uno, en su ingenuidad, dice con voz sumisa y musicada en dorremifá que renuncia a tal derecho, la sonrisa del gigantesco contrincante es la del vencedor: sin fotocopia, ni hablar. Y mira el reloj. Y sonríe con recochineador movimiento de la comisura derecha: “Y dese prisa, porque cerramos dentro de cinco minutos”. Y uno mira con desesperación hacia la serena, relajada y milagrosa máquina fotocopiadora con ojeada de ruego y auxilio. Mas aquel servidor público, ya casi desternillado, recorre con la vista toda la estructura de la susodicha y comenta lacónicamente que ya está apagada, como si para ponerla en marcha necesitara tablas de logaritmos, códigos ultrasecretos o títulos superiores de técnico en Informática. (Su madre será una santa, ¡pero cuando lo alimentó la leche hasta se cortaba, se agriaba! ¡Un mal aire, Dios; que le dé un mal aire y se quede todo cambado durante días; y que le entren diarreas hasta por los ojos, oídos, cavidades nasales, Santa Rita, Rita, la santa de lo imposible!)

   No obstante, algunas administraciones se están poniendo al día en esto del servicio directo al ciudadano. Acabo de tener la experiencia en el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria (oficina de distrito próxima a la Plaza de La Feria): a través de su correo electrónico pedí cita (día y hora) para solucionar un tema casero. Grata fue la realidad, vive Dios: me atendió la empleada pública con rigor cronológico. Y no me envió de peregrinación a otro departamento, como así me sucedió años ha en Tráfico: tras pasar por cuatro personas volví a la primera, la cual se había equivocado, pues confundió mi coche con un camión. ¡Anda, que tenía un ojo…! Menos mal que no lo identificó con un submarino, alabada sea su perspicacia. De haber sido así, me hubiera tenido que comprar un traje de submarinista que, aunque lo luzco con garbo y tipo escultural, resulta incómodo para andar oficinando entre pasillos y escaleras, sobre todo por las aletas, la botella y las gafas, que se empañan a la mínima.

   Pero los tiempos han cambiado y los servicios de la Administración se adaptan a las circunstancias actuales, aunque algunos muy pachorrientamente, en plan suay suay, al golpito, con el tan identificador toque canario del “¡déjese dil, nenel; déjese dil; juégueme pal pien!”. Tal lentitud no es el caso de la Dirección General de Comercio y Consumo (Gobierno de Canarias), ejemplo de eficacia, labor bien hecha y agilidad, construcciones las tres absolutamente desconocidas años atrás, casi a la vuelta de la esquina, como quien dice.

   Sucedió que por problemas con una compañía telefónica presenté escrito (12 de mayo) en aquella Dirección General. En él solicitaba ayuda (intervención de arbitraje) en cuanto que la empresa me reclamaba tres meses por “el alquiler” de un servicio inexistente desde tiempo atrás. Y me había amenazado con enviarme al listado de personas morosas, comportamiento ante el que reaccioné con  indignación y amenaza de denuncia. A pesar de mis documentados argumentos sobre su error, la empresa insistía. (Se trata de la misma compañía, claro, que casi hasta me regala una semana en el Sur si me daba de baja de la anterior y contrataba con ella, cargadísima, claro, de extraordinaria calidad técnica, los mejores aparatos y rigurosa seriedad en cuanto que, como la vieja Iberia, solo el servicio es más importante que los clientes).

   Dos días después, la Dirección General me comunica que va a iniciar las gestiones oportunas para intentar una resolución amistosa. Justo a mediados del mes siguiente, a través de la Junta Arbitral de Consumo de Canarias recibo un escrito firmado por la empresa reclamante: reconoce su precipitación y, por tanto, procede a la anulación de las supuestas facturas pendientes de pago y, además, retira la solicitud de inclusión en el listado de personas morosas. Por tanto, según texto de la Dirección General, “se archivan las actuaciones realizadas”.

   Yo, que no estoy acostumbrado por la tradición histórica a tal efectividad y rigor en el trabajo cuando de organismos públicos se trata, debo reconocer con satisfacción dos verdades: una, la modernización al servicio del ciudadano que lleva a cabo el Ayuntamiento de la ciudad en aspectos burocráticos; y dos, la justificada existencia de una oficina como la Dirección General de Comercio y Consumo (Consejería de Empleo, Industria y Comercio). Cuando recurrí a ella bien es cierto que lo hice casi convencido de que haría mutis por el foro. Me alegra haberme equivocado. Vaya, pues, mi satisfacción por la defensa de unos derechos que sin la intervención pública hubieran sido, de seguro, ignorados.