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martes, 21 de mayo de 2024 07:56h.

Guía, Gáldar, dos poetas… - por Nicolás Guerra Aguiar

 "Debía de andar por los doce añitos de mi vida cuando por razones familiares dormía y casi vivía en La Vega de Gáldar, distanciada del casco a miles de millas y con el barranco por medio, a veces puñetero cuando bajaba cargado de esperanzas para las gentes de plataneras, cafetales y verduras, ansiosas de racimos de lluvias que correntiaban desde las Medianías."

Guía, Gáldar, dos poetas… - por Nicolás Guerra Aguiar

  Debía de andar por los doce añitos de mi vida cuando por razones familiares dormía y casi vivía en La Vega de Gáldar, distanciada del casco a miles de millas y con el barranco por medio, a veces puñetero cuando bajaba cargado de esperanzas para las gentes de plataneras, cafetales y verduras, ansiosas de racimos de lluvias que correntiaban desde las Medianías.

Y por tales razones de aguas «achocolatadas» e insistencias de mi hermana Emma, resultaba más seguro el camino hasta Guía, todo tieso hacia arriba, siempre bordeando el barranco, para después coger el coche de hora y entrar en Gáldar, destino final. Y todo porque quizás se tuviera conocimiento de la tempestad que cantó Bento y Travieso, poema fechado en «Villa de Guía, 24 de Octubre de 1825», cuando «en noche asaz, horrible y ominosa» pinos, tilos y hayas acompañan a peñascos y peñas en su camino hacia la negra mar, o se paran y enhiestan en medio de la vega cual torres, ejemplos de delirios verticales, que llamó Gerardo Diego al ciprés de Silos. (El poeta, Bento y Travieso, ejerció como secretario del Ayuntamiento de Gáldar, aunque su mordaz ironía fue estilete contra usos y costumbres de sus vecinos y convecinos galdenses.)

  Yo no sé si fue porque se trataba de vías, rutas, senderos desiertos y casi desconocidos o, tal vez, por aquello de que me permitían recrear la soledad tan ansiada, pero lo cierto es que disfrutaba cada vez que debía rehacer el camino hacia Guía, tierra vecina pero elementalmente conocida por mí. Y era un recorrido cargado de agradables sorpresas, pues me permitía descubrir nuevos albercones a los que me alongaba para pescar ranas, después sapos cancioneros americanizados.

  Los domingos, además, eran de obligada visita pues debía asistir a misa, teatralizada por don Bruno. Y a eso de la media mañana refrescaba visiones y nuevas sensaciones en la escalinata de la iglesia mientras las señoras de los campos intentaban vender todo aquello que habían bajado, sudoroso trabajo de una semana que se mostraba en seretas, sacos abiertos e, incluso, en cuero vivo, pues más de un baifillo estaba a la venta. Venía a ser, en fin, la continuidad de una tradición ya definida en mí a pesar de las infantiles edades, pues en esos menesteres ya tenía cierta experiencia en la recova de Gáldar, cuando una vez comprada la carne por mi padre yo me encargaba de todo lo demás, perejil, ajos, hierbahuerto, algo de fruta, papas de Juan Nieves…

  Al paso de tres, cuatro años, la amistad en el Cardenal Cisneros con la tribu guiense que me puso en contacto con Eduardo, Víctor, Santiago, Juanes, Manolo, Paco, Suso, Isaac, Pedro…, y de cuyas amistades tempraneras guardo sensaciones de noblezas y bonhomías hasta hoy, perpetuaciones que seguirán el curso de los tiempos. Han pasado decenios, más de cuatro, a veces casi cinco para muchos de ellos ya maduradísimos, e incluso hasta monomaníacos, sus edades, claro. Sin embargo, y a pesar de prolongadas ausencias y distanciamientos, volver a encontrarlos sigue siendo pálpito, alegría, satisfacción, pues supieron impactar desde aquellos años juveniles con amistades sempiternas, más o menos arraigadas, pero siempre nobles.

  A veces, muy logradas romerías, bailes en el Casino, alboradas en Las Nieves (Pedro, Eduardo, Juan, ¿recuerdan?), margullos desde la escalinata del muelle para refrescar cuerpos y espíritus en las amanecedoras aguas culetas, frescas y a veces rasgadoras a pesar de nuestras edades y horas con algunos Artemis amarillos o Ariucas blancos, esencias de laboriosas tareas artesanales. Luego, el filete empanado y dos huevos fritos en El Cápita, institución sacrosanta decenios ha, siempre regados con un botellón de cerveza para acompasar y serenar previsibles desajustes estomacales. Y de ahí, el reencuentro al mediodía en Sardina, sin cabezadas ni dormideras, pues la vida a los dieciocho, diecinueve años empujaba aunque sin agresividades, tales eran las sensaciones de que el mundo giraba una continuidad cuyos eslabones no podían separarse.

  Y vienen estos gratos recuerdos –que no nostalgias ni añoranzas, en absoluto- porque desde hace un mes la ciudad de Guía recupera la voz y las palabras –muchas veces sonetiles; otras, prosificadas- del poeta Manuel González Sosa a quien empecé a leer tardíamente. Y como conozco y admiro -casi rayano en la envidia- a varios intervinientes en distintos actos (cuatro profesores, sabios del lenguaje poético: Eugenio Padorno Navarro, Miguel Martinón Cejas, Antonio Henríquez Jiménez, Andrés Sánchez Robayna) que lo rescataron de la casi forzada penumbra en la cual el poeta guiense se había escondido (no olvido al archivero Sergio Aguiar), hoy escribo sobre Guía. Porque Manuel González Sosa (tomo prestada la cita del profesor Henríquez) fue un hombre de pueblo, aunque afincado en la ciudad: «Creo que fue Rilke (ahora no estoy seguro) quien dijo que la infancia es la patria del poeta. Guía fue, en mi caso, el ámbito físico de esa patria temporal inolvidable. Una patria luminosa y amable; me atrevería a asegurar que enteramente dichosa».

  Y aunque no soy poeta –no me dio Natura tal rigurosísima condición- sí soy de pueblo, como el guiense. Y como fui feliz en Gáldar –las más de las veces en reclamadas y placenteras soledades, infancia, primera juventud-, hago mías sus palabras. Felicidad, por supuesto, que ya es pasado, porque no echo de menos ni un solo tiempo de anteayer, ayer. Pero cuando lo recreo, refuerzo la simple idea de que somos hijos del pueblo. Y por eso pienso en don Sebastián Monzón Suárez, poeta galdense –sin duda, de clásico corte y clásico porque lo he explicado en clase- a quien Gáldar le debe el reconocimiento no en honores oficiales, sino a su obra, inmensamente protegida en silencios imperdonables.